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Opinión

9 de Diciembre de 2009

La tragedia y la negación mordiéndonos el cuello

Pepe Lempira
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Por Pepe Lempira

Como muchísima gente, nunca dudé de que a Frei Montalva lo mataron. Qué majadero debe sonar.

El día de su funeral entré a la Catedral por la puerta de Bandera. Un carabinero amable me dejó pasar junto a otras personas. No sabía muy bien qué era lo que me hacía ingresar a ese templo. Avanzar entre el falso mármol pintado sobre las yeserías. Los santos, con pelucas hechas con trenzas de beata soltera, se sumaban a las cabecitas del mar humano. Los ternos eran pobres, brillosos y comprados en cuotas, en tiendas que ya no existen. A la altura de las bocamangas, había niños que llamaban al fallecido “tata Frei”. Familias que lo habían escuchado por radio hablando desde el Caupolicán en contra de la Constitución del 80, con la inquietante fe de alguien que creía que ese plebiscito trucho era un campo para el debate.

Ingenuo en parte era. Tanto, como para hacerse una operación de rutina en un Chile infestado de asesinos con carta blanca.

Un poco como Lagos, Frei padre creía en la majestad y protección que le otorgaba de por vida la presidencia, o el simple hecho de ser él mismo.

Sus adeptos, dignos ciudadanos de un país más provinciano y acomplejado, alucinaban viendo las fotos del recuerdo del mandatario junto a De Gaulle o la Reina Isabel. Actos protocolares del montón, seguramente, a los ojos de los invitados. Para esa clase media arribistona pero decente, eran imágenes que acicateaban el orgullo. Ese de sentirse cabeza de ratón, rodeados de repúblicas bananeras que enviaban a sus jóvenes destacados a estudiar derecho en la Universidad de Chile.

Frei I también tenía ese mismo orgullo inseguro, que hacía que todos en Chile le preguntaran a los visitantes extranjeros, con algo de ansiedad, si les había gustado el país, el vino y las paisanas. Casi como si fueran miembros de una tribu que ofrece a sus esposas a los forasteros como muestra hospitalidad. Ese sentimiento contradictorio nos hacía encantadores… ciegos… y hasta mentirosos.

La negación era, por lo mismo, poderosa en la cabeza de Frei Montalva. En sus últimos días, estaba entre los muchos que repetían la consabida frasecilla de que una dictadura de unos cuantos años no podía borrar 150 años de democrática y ejemplar república.

Lo decía como si fuera cierto. Como si ese cuento se lo hubieran enseñado en la escuela. Como si no hubiera visto con sus propios ojos al Paco Ibañez hacerse del poder con un golpe y abandonar el país en la bancarrota, igual que cualquier dictador antillano de opereta. Como si no hubiera sido contemporáneo de los sucesivos golpes de los años 30. Como si no hubiese sabido de los chacales que a cada lustro eran soltados por alguien, para que cumplieran su sino de asesinos y llevaran a cabo una matanza en algún pueblito desconocido, cuyo nombre pasaba en lo sucesivo a ser sinónimo de carnicería. Si hasta en su propio gobierno había pasado, en las empapadas callampas de la parte alta de Puerto Montt. O como si, en su minuto, no hubiese sido él mismo elegido gracias a los dineros de la CIA que financiaron su campaña, cual títere de país bananero. Cualquiera lo puede comprobar echando un vistazo al informe Church del Congreso de Estados Unidos. República ejemplar… Chile era desde hace mucho una tierra de intrigas palaciegas y asesinos que se despachaban con un telefonazo, como si se tratase de repartidores de pizza.

Durante el funeral de Frei la homilía reverberaba en la extraña acústica catedralicia. Esa melcocha de sílabas que Coco Legrand imita a la perfección en una de sus rutinas más conocidas. Ahora lo recuerdo, y sé bien por qué entré a ese templo, pero creo que entonces todos ahí lo sospechaban en el fondo. Éramos comparsas estúpidos de la escena en que el pueblo hace su entrada para presenciar desde el escenario una tragedia griega. No faltó nada en la obra. Incluso el asesino se hizo presente y dio sus condolencias.


Frei Montalva fue colgado de una escalera de tijera, en el subterráneo de la Clínica Santa María, donde se le sometió a una “autopsia no autorizada”. Tres médicos le extrajeron los órganos internos y le inyectaron formalina, para borrar todo rastro de la infección intencional que se inoculó. Para conocer los detalles, siga el enlace a un reportaje de Mónica González. (Ilustración Ajab).

LO QUE SE NIEGA

Fíjense amigos que no es común. Quizá ya habremos perdido la capacidad de asombro. O las enmarañadas tramas; los nombres de oscuros agentes, fosas comunes y actas de autopsia se nos pueden empezar a escapar del entendimiento. Pero quiero recordar. En Chile dos presidentes fueron empujados al suicidio en menos de un siglo. En el mismo lapso, cuatro jefes del Ejército murieron a manos de sus camaradas (Barbosa, Alcérreca, Schneider y Prats). La Fuerza Aérea no solo bombardeo el palacio de gobierno, también tuvo –en otro momento- oportunidad de lanzar sus bombas sobre la escuadra nacional. Solo en las escaleras del actual Ministerio de Justicia sesenta jóvenes fueron asesinados a mansalva. Y hay olor a muerte hasta en las graderías de los estadios, en las fosas abisales de la costa, en los paisajes de postal del Alto Biobío y en inocentes pasajes de villa. A este recuento sumemos, ahora definitivamente, a un ex presidente envenenado por siniestros doctores en una cama de hospital.

Se puede señalar con el dedo a los engendros por todos conocidos. Al traidor proverbial y sediento de sangre, Pinochet, que parece sacado de un pasaje oscuro de Los Doce Césares de Suetonio, con sus pócimas y crímenes. Y el que no se convenza de esta caracterización que escuche la voz del aludido grabada el 11 de septiembre y juzgue su estatura.

Pero hay algo más en esta tierra de tragedia y negación. Y quisiera, opacamente, tratar de rozarlo citando un episodio de las memorias de Ricardo Puelma, Arenas del Mapocho. Se refiere a monstruos cotidianos, que todos nos cruzadomos en la calle. A los que recurre en la necesidad el villano principal, cuando se hace con el poder. Corren los días que siguieron a la caída de Balmaceda, tras las batallas de Placilla y Concón. Año de 1891:

Me parece ver llegar los trenes por Matucana, repletos de milicianos derrotados (…) los soldados se bajaban corriendo a cambiarse la ropa y a esconderse, por miedo a que la gente los linchara. Porque como siempre, al saber la derrota, todo el mundo se había dado vuelta la chaqueta. Ya no quedaba en Santiago un gobiernista (…) A pocos metros de la barraca presencié una escena repugnante. Un pobre soldado que había quedado rezagado, fue rodeado por un grupo de maleantes sedientos de sangre. El pobre muchacho, lívido, con el uniforme hecho pedazos y extenuado por la fuga y las peripecias del último combate, imploraba a gritos que no lo mataran. Todo fue inútil. Comenzó una de piedras y patadas, rociadas con los insultos más groseros, hasta que el pobre quedó hecho una masa, una albóndiga repugnante de harapos y sangre. Después los verdugos se fueron cantando, a beberse en un bodegón los cuatro pesos que le robaron”.

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