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Opinión

3 de Octubre de 2010

Pornografía

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Por SEBASTIÁN MELMOTH

A pesar de que pocos lo refieran uno de los éxitos de Internet es el expedito acceso que nos permite a la pornografía. Allá uno, si transita o no ese camino. Pero no puedo dejar de pensar en qué habría sido de mi adolescencia si hubiera tenido una conexión banda ancha. A los quince años uno hierve en hormonas, está de más decirlo. Tus compañeras de colegio (más desarrolladas) apenas se fijan en ti, así que lo único que nos quedaba (a mí y a mis compañeros) era utilizar nuestra imaginación (los más imaginativos) o recurrir a mecanismos de ayuda (las mentes más torpes). Mecanismos de ayuda, a eso llamo pornografía. De todos modos, era una situación bastante torpe. Había que arrendar una película, y uno jamás (a los quince años) se atrevía a arrendar una película porno solo. Así que invitabas a tus amigos para darte ánimo, para disimular, para distraer al tipo que atendía el videoclub (como si el tipo no se diera cuenta que lo único que queríamos era masturbarnos) y al final acababas mirando la película, en una pequeña habitación, junto a cinco o seis amigos. Era una situación, por lo menos, entrañable. Esa comunidad en el sexo (o en el no-sexo), ese compañerismo, hoy se ha perdido. Ahora basta que un pendejo, solo en su casa, se conecte a una página, baje un par de videos, y listo. Ni siquiera tiene porqué contarle a nadie más. Ni siquiera tiene que decirle a sus compañeros que pasó la noche mirando tetas y culos en posiciones increíbles, y que, a la vez, se masturbó dos o tres veces antes de irse a dormir (hablamos de los quince años) Entonces al otro día llega a clases, agotado, somnoliento, y los compañeros lo molestan o piensan que se trata de un ñoño que se quedó leyendo hasta tarde. Cuando, en mi época, veíamos una película en grupo, al otro día, o durante toda la semana, nos apoyábamos amistosamente en la posterior falta de energías. Si en la clase de educación física uno se quedaba atrás, decíamos: no importa, si miró con nosotros “La profesora de la lengua” la semana pasada; entonces lo animábamos o le comprábamos chocolates para que se recuperara. Cada uno de nosotros, en silencio, comprendía al otro y a la vez se compadecía de él. Nos queríamos en nuestras masturbaciones.
Ahora bien, llega un momento, claro, en que uno deja de ver pornografía. Supongo que ese momento llega cuando uno deja de ser virgen, o al menos, cuando comienza sus escarceos con mujeres. Puede darse el caso de algunos (los más afortunados) que miren pornografía con sus parejas, pero eso ya es otra cosa. Eso debe ser algo así como el paraíso. Pero por alguna razón, biológica, social o quizás, por pura dejadez, dejas de pensar en las mujeres esas de pezones de diez centímetros de largo y energía interminable, y te centras en las mujeres de verdad, de carne y hueso, como se dice, y ahí te quedas. Los más torpes hasta se enamoran.
Aquellos, en cambio, que siguen con la pornografía, en solitario, a la vez que se lanzan a por las mujeres, corren un grave peligro. Alguna vez tuve un amigo, que por suerte ya no frecuento, que se jactaba de su enorme colección de cintas triple X. Se sabía los nombres de los directores, de las actrices de moda, de las que habían muerto de SIDA, etcétera. La cosa es que, hace algunos años, organicé una pequeña fiesta en mi departamento. Como corresponde, invité a mujeres y a hombres por igual. Aquella no fue una noche particularmente feliz, para mí, pues a medianoche, quedábamos mi amigo, una muchacha regordeta y yo. Demás, está decir, que no yo tenía en mente intentar algo con la gorda, así que me puse mirar televisión y a beber cerveza. Esa misma tarde, al llegar, mi amigo (que además era un excelente músico, todo hay que decirlo) me comentó que había pasado toda la noche anterior mirando unas películas porno españolas y que con esa energía arribaba a mi fiesta. Bueno, así era él. Ahora quedaban él y la gorda. Yo escuché que, entre copas, el le decía: “Ya te voy a dar gordita, ya te voy a dar”. Y esta gorda, en lugar de amedrentarse, sólo se reía. Después de un rato comenzaron a besarse y yo les dije que mejor (para todos) subieran al segundo piso pues había una habitación desocupada. Yo seguí mirando TV. No pasaron ni quince minutos cuando escuché unos gritos y veo bajar a la gorda corriendo, poniéndose como podía los pantalones. Al pasar junto a mí (que en ningún momento me moví del sillón), la gorda me gritó: ¡Tu amigo es un pervertido!, y luego se fue dando un portazo. Yo, tranquilamente, terminé mi vaso, apagué la TV y subí. En las escaleras me encontré unos calzoncillos de hombre. La luz de la habitación estaba apagada. La encendí. Mi amigo estaba acostado, tapado hasta el cuello, y totalmente avergonzado. Con la misma tranquilidad, le pregunté qué había pasado. Entonces el me contó que, como las películas que había visto eran tan secas (eso dijo), cuando estaba en lo mejor con la gorda, le empezó a dar nalgadas y a decirle: “Sabes que te gusta, guarra”. O: “Dame tu ojete maravilloso, malvada”. O incluso: “Ya vas a probar el azote de mi gran verga, puta asquerosa”. En fin. Esta historia es totalmente cierta. Después de eso me cambié de departamento, y cambié a mis amigos.
En el fondo lo que quería decir, al escribir esto, es que falta aún alguien que trate el tema de la pornografía como ésta se lo merece. A veces creo que los quinceañeros de hoy, que tienen banda ancha, a los veinte años van a ser todos como mi amigo. Supongo que las más favorecidas, en tal caso, serán las gordas. Pero puede ocurrir, igual, que acaben aburriéndose de esas mujeres de plasticidad inverosímil, y prefieran, como yo, a las imperfectas mujeres de carne y hueso, que no pueden hacer todas esas posiciones, pero a las cuales uno puede llegar a apreciar, y hasta enamorarse, si es que se tiene suerte (o mala suerte, depende), lo cual no es poco. Para nada.

Concepción, Abril 2010.

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