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Opinión

1 de Noviembre de 2010

Se acabó la fiesta

Claudio Bertoni
Claudio Bertoni
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Una periodista le preguntó a la primera dama si su marido había llorado. ¿Y por qué sería?, le contestó. Ud. sabe que a Sebastián le cuesta llorar. Y ¿cómo se siente? le preguntó otro periodista a un minero que acababa de salir de su chalet a 700 metros de profundidad, sin ducha, sin sanitarios, sin mujer, sin trago y sin cigarros casi por 69 días. La primera dama dijo también que sin restarle mérito al ministro de Minería y a los demás involucrados, el verdadero responsable de éste milagro-hazaña era el Creador. Y a lo mejor tiene razón. Si uno piensa en las viejitas de San Expedito, algo tiene que haber: una sombra, un temblor, un parársenos las mechas, un arrebato repentino y extrasensorial, if you know what i mean. Dijo también que debíamos sentirnos orgullosos de mostrarle al mundo lo que los chilenos somos capaces de hacer cuando la adversidad nos enrostra no me acuerdo muy bien qué. ¡Y cuanta razón tiene! Seremos un país pequeño pero, si uno lo piensa bien, muy largo y finito. Y no por mucho madrugar amanece más temprano. Hay que guardar eso en mente, sobre todo. ¿En qué estábamos? En el impúdico abrazo. Me dió vergüenza verlo. Egolatría. Megalomanía. Falta de tacto. Corazón más perdido que el teniente Bello, y no precisamente en la Cordillera de los Andes. Eso no lo enseñan ni siquiera en un colegio privado. Nos lo enseña nuestra carga genética. Es que venimos amorositos o estúpidos desde muy chicos. Hay malditos que no tienen vuelta atrás. Son tipos para la risa. Hay que huirles a como dé lugar. Nos quieren tragar. Nos quieren abrazar. Hasta vernos reventar. Se las dan de lo que son. Y les resulta. Yo personalmente me arredro. Me pongo de rodillas. Pido clemencia. Pero callado el loro. Pasada la tormenta. Un puchito y a conversar. Allá van todavía los últimos carros levantando polvo, los últimos caballos, los últimos brujos, las últimas congregaciones, los últimos ministros, los últimos vivarachos, los últimos Mercedes Benz con sus signos de la paz. Mientras escribo esto en la tele sale un minero de la mina. Mientras escribo esto un minero es abrazado y abraza y recién salió de la mina. Ya no quedan más compatriotas ni un boliviano al fondo de la mina. Se acabó la fiesta. El ministro de Minería vuelve a dormir como la gente a su casita. El ministro de Salud y la intendenta se quitan sus cascos y todos sus subalternos, hasta el último de los patipelados, los imitan. Las banderas chilenas se mustian, se acongojan, se doblan, se guardan. El campamento se va como se levanta un mantel. Ahora vamos a discutir. Ahora vamos a decir por qué no dije lo que dije. “Dímelo tú, que me atormentas”, cantaban Los Cinco Latinos. La mina (San José) quedó más sola que la cresta. Cayó la noche. Cayó el frío. Calló la televisión. Callaron las radioemisoras. Callaron las autoridades. Callaron los rescatados. Callaron sus familiares. Meditación: ¿Será éste el fin de los mineros? ¿Y no sólo de los 33? ¿De los demás mineros de Chile también? Y de los mapuches de Angol, ¿qué será? ¡Who cares! No se dejan abrazar. Ellos ejercen la tradicional “combatividad del pueblo mapuche”. Y de los demás mapuche, ayunando por aquí, ayunando por allá, “¿Qué será, será?”, como decía la Doris Day.

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