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Opinión

31 de Julio de 2011

Manuel Verdejo, el hombre más feo de Chile.

Septiembre de 1902 y la flamante Sección Antropométrica de la policía de Santiago recibe a un gañán detenido por hurto. Ahí el hombre, un tal Manuel Verdejo, enfrenta por primera vez a las cámaras fotográficas y luego a una serie de instrumentos y mensuras no menos fantásticas e inquietantes. Lo suben, lo desnudan, lo bajan, lo tocan y lo pesan como si fuera un pescado o un fiambre. Le miden la estatura, el largo de los brazos, la forma del cráneo, y hasta el calibre del dedo meñique. Todo ello para concluir, científicamente, que su averiado rostro y sus apaleadas costillas lo sindican como un criminal nato, sin remedio y nada más. Luego de la humillante filiación, el sujeto cae en manos de la prensa, que, divertida por el apaleado semblante del detenido, lo entrevista y titula la nota con un chapucero “El Hombre Más Feo de Chile”. Esta es la crónica del infamante proceso que criminalizó la fealdad en Chile.

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Cuando recién asomaba el siglo XX en Chile, las autoridades se agitaban alarmadas y confusas ante el innegable aumento del crimen en el país. Asaltos, robos, violaciones, prostitución, alcoholismo, subversión política y anarquismo, todo ello era visto como la misma oscura y bárbara amenaza por la elite nacional. Extraviados e ignorantes ante la enorme injusticia social que provocaba el estallido criminal, miraron para el lado y echaron mano de una vieja táctica: adoptar con total fanatismo las más recientes y fantásticas teorías criminalísticas cocinadas en la civilizada Europa.

La primera de estas teorías fue quizás la más absurda. Conocida como “frenología”, aseguraba poder predecir la conducta criminal gracias a la medición de las formas del cráneo. Así, como una suerte de Hamlet del crimen, los policías chilenos debían calibrar y manosear las calaveras delictuales, para con tan fabulosa técnica, discernir los oscuros arcanos que motivaban la conducta criminal. De esta suerte, era posible pesquisar en los pliegues de la cabeza conductas tales como “filojenitura” o amor a los hijos, la “apreciatividad” u “órgano de la dignidad” y hasta la “veneración” que condicionaba la fe religiosa.

Tras el infinito manoseo de cabezas criminales, la disparatada técnica fue reemplazada por otra más sutil, pero también más siniestra en sus consecuencias sociales. El padre de esta criatura fue el italiano Cesare Lombroso, quien la popularizó con el rimbombante nombre de “positivismo criminológico”. Heredero del positivismo francés derivado de las ciencias físicas y matemáticas, creyó poder aplicar el determinismo biológico en la conducta humana, especialmente en la criminal. Así discurrió Lombroso que el origen de toda la violencia que aquejaba a la doliente humanidad, desde el asesinato de Abel en manos de Caín, venía nada menos que del aspecto físico del agresor.

El sabio italiano creyó ver la existencia de un tipo criminal, esto es, de un hombre que, a consecuencia de su aspecto físico, estaba fatal e inevitablemente determinado al crimen. Aquí no había libre albedrío, redención ni rehabilitación. Tampoco causas sociales o políticas para el delito, todo estaba cocinado de antemano por la catadura del malvado en cuestión. Entonces, el infeliz que cargaba con el feo aspecto de asesino, lo sería a pesar suyo, de la sociedad y hasta de Dios, no pudiendo resistir a lo que Lombroso llamaba “esa inclinación viciosa al crimen”

El fatalista profesor distinguió, eso sí, dos clases de delincuentes. Uno era el criminal de ocasión, que delinque aprovechando o influenciado por circunstancias externas. Este sujeto no le interesa y olímpicamente, lo deja fuera de su antropología criminal.

Pero el segundo tipo es el objeto de su fascinación y es al que llama “el criminal nato”, que por instinto y de nacimiento es vicioso y perverso.

Más aún, Lombroso no sólo divide a los buenos y los malos entre bellos y feos, sino que también los separa entre civilizados y bárbaros. Es que el fatídico tipo “lombrosiano”, el feo criminal, vendría del
atavismo, esto es, de la herencia no filtrada de los hombres primitivos y del salvaje incivilizado. Entonces, los criminales son feos y también subdesarrollados. Tenemos aquí, sin duda, al fascismo luciendo sus primeras galas.

Y para una mejor identificación de este sujeto criminal perdido, Lombroso nos deleita con una primorosa galería de sus rasgos característicos. Antes que nada, el infeliz lombrosiano ostenta una capacidad craneal pequeña. Y sobre la breve cabeza destacan la frente y las órbitas oblicuas, escaso vello y pelo espeso y crespo. Ahora bien, es notable el parecido de este ser con las razas orientales o con las negras, pero jamás con la raza blanca europea. Queda claro entonces que para el profesor, el grado de civilización se mide por los pelos del pecho y la lisura de la chasquilla.

Por otro lado, indica maxilares de gran tamaño, al estilo de los ladrones de caricatura, y un rasgo más bien equívoco, como “senos frontales muy desarrollados”… ¿Qué vería el profesor Lombroso en la desatada explosión de “senos frontales muy desarrollados” que inunda a la anatomía femenina contemporánea? Quizás descubriría allí una inexplorada veta de primitivismo mamario.

Luego, pasando de las taras físicas a las morales, el ilustre criminalista identifica aspectos tan reñidos entre sí como la vista aguda y la pereza, el tacto obtuso y la pasión por el juego y el alcohol, y algo que denomina con el sugerente mote de “los placeres precoces”.

LA SECCIÓN ANTROPOMÉTRICA

Fascinadas las autoridades políticas y policiales chilenas con la estrambótica teoría de Lombroso, que deslindaba toda responsabilidad social y política ante el crimen y lo instalaba en los feos rasgos del pobre y del extranjero, se apuraron en instalar una completa batería de instrumentos de medición antropométrica, para así clasificar a la oscura marea que inundaba periódicamente las comisarías y cárceles del país. Debutó entonces el año 1900, en la Sección de Seguridad de la Policía de Santiago, la modernísima “Sección Antropométrica”, por donde desfiló toda la galería criminal chilena, desde los sospechosos hasta los rematados, para ser medidos, pesados, fotografiados y prontuariados por feos.

Con esta batería de absurdos prejuicios seudo científicos y fascistoides tuvo que lidiar Manuel Verdejo. Este hombre, fichado en la sección Antropométrica por una acusación de hurto, es entrevistado por los reporteros de la revista “Sucesos” de Santiago. Ahí afirmó ser gañán de oficio, de 38 apaleados años, sin padre ni madre conocidos y oriundo de Maipú. Y como justificando su ruinoso y trajinado aspecto, confesó que a los veinte años le volaron los dientes de una patada, y que desde entonces se las arregla así, desdentado.

Divertidos con la aporreada cara de Verdejo, los reporteros sólo atinan a la burla y el desprecio. La boca sin dientes les parece inconmensurable. En sus palabras, no faltas de ingenio, muy maldito por lo demás, aseguran que “cuando Verdejo abre la boca, ocurre la idea al que lo mira o le escucha de que se ha destapado el brocal de un pozo muy profundo y que hay que ponerse firme sobre los talones a trueque de ser absorbido por el pozo”.

De ahí, implacables, pasan a la nariz del reo: “…otro órgano singular que tal vez por depresiones sucesivas, o acaso otros fenómenos inescrutables para la fisiología, ha llegado a tomar todo el aspecto de un pimiento morrón, partido por gala en dos, mirándole de frente, o de un cuerno de rinoceronte, si se le mira de perfil… Los labios con las comisuras y belfos respectivos, forman bajo su nariz una especie de nudo de coliflor y aquello no se sabe si es una boca humana o un hocico de chancho,- con perdón sea dicho”.

Y para cerrar, la feroz descripción recorre y destaza al gañán encarcelado: “…un par de ojos oblicuos que arden como ascuas en el fondo de sus cuencas; una frente que parece propiamente el testuz de un buey; una piel cetrina, untuosa, casi negra; y por encima de todo ello, un pelo ensortijado, tieso y brillante como crin de caballo, se tendrá una idea aproximada del conjunto fisonómico más horroroso que pueda concebirse…”

Al igual que Lombroso y que la elite criolla, los periodistas chilenos ven en Manuel Verdejo –apellidado como Juan Verdejo, símbolo y caricatura del “rotito chileno”-, al criminal nato, al sujeto lombrosiano de ojos oblicuos, pelo negro y ensortijado, y sobre todo, incivilizado y salvaje. Así completan, tal como el italiano y su desquiciada tipología, la figura de este hombre con una descripción moral, caracterizando su vida de sujeto pobre como sigue: “…la vida semisalvaje de una bestezuela en el monte, durmiendo en el santo suelo, guareciéndose de la lluvia bajo la copa de los árboles o en la primera choza; alimentándose de cualquier modo, hozando la tierra siempre, siempre en tinieblas y sin conciencia alguna del bien ni del mal”. Así es para ellos “el hombre más feo de Chile”.

Sin embargo, bajo la dura costra de la ignorancia y la miseria, Manuel Verdejo asoma como un hombre conciente de ser el eterno sospechoso. Así, acusado de hurto, cuando es cuestionado por los periodistas acerca del motivo de su apresamiento, desnuda toda esta maraña de prejuicios y racismo, cuando afirma seguro que: “Han dado por acriminarme el robo del despacho, pero eso es mentira, una mentira muy grande… ¡A mí me han agarrado porque soy feo, nada más que por feo…!”

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