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Opinión

26 de Agosto de 2011

La inteligencia en marcha

Foto: Alejandro Olivares Hasta recién, la voz de los filósofos resultaba hostigosa. Estábamos imbuidos en una burbuja de convicción casi absoluta, de no preguntas, de contentamiento. “¿Para qué sirven los filósofos?”, cuenta Nicanor Parra que le preguntaron a Luis Oyarzún, a lo que éste habría respondido: “Para hacer clases de filosofía. Se gana poco, pero […]

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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Foto: Alejandro Olivares

Hasta recién, la voz de los filósofos resultaba hostigosa. Estábamos imbuidos en una burbuja de convicción casi absoluta, de no preguntas, de contentamiento. “¿Para qué sirven los filósofos?”, cuenta Nicanor Parra que le preguntaron a Luis Oyarzún, a lo que éste habría respondido: “Para hacer clases de filosofía. Se gana poco, pero se sobrevive”.

Los que importaban, y en buena medida siguen importando, eran los economistas. En un libro publicado recientemente por Joignant y Guell queda demostrado con cifras su relevancia durante las últimas décadas. La cosa debía funcionar, no debatirse, y de ahí el valor de los técnicos; para reparar una radio de nada sirven los comités editoriales. Un chino le llamó “El fin de la historia”. El ancho de la banda de discusión en torno al modelo económico y de desarrollo, durante el período concertacionista, fue bajo. Lo que comenzó siendo una negociación para no violentar la transición democrática, con el tiempo se volvió una realidad incorporada. Cundieron los consensos. Las visiones críticas no les hacían ni cosquillas.

El ministerio de Hacienda se llevó todo el glamour. Había diferencias entre uno y otro bando, diferencias que podían ser profundas si se llevaban lejos, pero nadie quería ir lejos, ni arriesgar más de la cuenta una máquina que funcionaba bien, que generaba riqueza y disminuía la pobreza, que aumentaba el consumo y que, gracias al crédito milagroso, permitía realizar sueños imposibles. Todo era negocio, y entre los nichos interesantes se hallaban la vejez, la salud y la educación.

Las AFP se fueron haciendo de utilidades millonarias con la plata de los mortales preocupados por su deterioro; las Isapres amasaron fortunas con la enfermedad humana, con su fragilidad (antes de ser atendido en una clínica, todavía piden garantías); y no son pocos los sostenedores de escuelas que ahorrando en servicio, amasaron tesoros mientras mal educaban. Para qué seguir con las universidades. Rocha, el que se quemó intentando asesinar a un martillero, se enriqueció con una que lleva nombre de santo. La lógica imperante era batírselas con las propias uñas, que cada zorro matara su pollo, sin concederle dramatismo a que algunos crecieran como monstruos y se adueñaran de casi todos los gallineros.

La preocupación por la desigualdad estuvo, pero jamás fue suficiente para poner en duda ninguno de los órganos vitales del fantasma al que obedecíamos. Ahora vuelve el tiempo de los filósofos. Aunque el poder se resista y la fuerza de la costumbre desconfíe, debieran cundir los cuestionamientos ilimitados. Ya verá la política cómo se las arregla en el terreno de lo factible, pero se siente en el aire la rotura del marco y los colores se están moviendo al interior del cuadro. La pregunta por cómo queremos vivir está sustituyendo a la de cuánto debiéramos ganar para ser felices.

“Un momento no es simplemente un punto que se desvanece en el curso del tiempo. También es un momentum, un desplazamiento de los equilibrios y la instauración de otro curso del tiempo”, escribió Rancière. “Un ‘momento’ comunista –así le llama a los períodos de emancipación, a los instantes en que la igualdad no es un proyecto si no un principio en práctica, algo muy distinto de las sociedades comunistas o los partidos con ese nombre-, es una nueva configuración de lo que significa ‘común’: una reconfiguración del universo de los posibles. No es solo un tiempo de libre circulación de partículas inconexas. Los momentos comunistas han demostrado más capacidad de organización que la rutina burocrática”.

Cuando la ciudadanía se manifiesta, por lo general, no sólo está reclamando; cada uno de sus miembros está confirmando que tiene un saber irrenunciable, un conocimiento que no puede ser despreciado, una inteligencia, en algún sentido, tan valiosa como cualquier otra. El compañero P.V. asegura que durante el paro podrían producirse apagones (escribo antes de que acontezca), pero yo, aún sin entender del todo sus motivos, no pierdo las esperanzas de que sirva para prendernos las ampolletas. Aquí hay mucho por repensar.

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