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Nacional

12 de Septiembre de 2011

Los malabares de una familia para sobrevivir con 220 lucas al mes (Parte I)

Los visitamos en su casa durante todo junio, en lo peor del invierno. Tres generaciones -nacidas y criadas en distintos campamentos- nos mostraron su vida, hablaron de lo que comen, cómo se educan, qué salud reciben y dónde trabajan. Dijeron qué piensan del país y de la desigualdad, que no les ha dado la libertad para elegir. Es la historia de una familia pobre a la que el chorreo nunca mojó, el vaso vacío del desarrollo.

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FOTOGRAFÍAS: ALEJANDRO OLIVARES

En El Peñoncito, un campamento de Puente Alto, dicen que no te ven ni para bien ni para mal. Hoy, primero de junio, se dictó preemergencia ambiental en la ciudad pero sobre el tejado raso de calaminas de la casa 25, un tubo de chimenea humea al lado de una antena de televisión satelital. Allí, ninguna autoridad ha llegado jamás a partear a alguien por quemar leña. Viven tan al margen -explica la gente de El Peñoncito- que situaciones como ésta son parte de la invisibilidad en la que se encuentran.

La casa número 25 pertenece a Elena Moya (42) y Orlando Carrasco (46). Los dos son dirigentes vecinales. Nos conocimos el 19 de mayo, cuando la Corporación También Somos Chilenos, que agrupa a los dirigentes de los campamentos del país, lanzó en su barrio una triste estadística: 25 mil, de las 33 mil familias que viven en campamentos, no están inscritas en el programa Chile Solidario, paso fundamental para salir de la pobreza.

Esa vez le propusimos a Elena y a Orlando que nos dejaran entrar a su casa durante un mes, para conocer en detalle las dimensiones de su marginalidad. Y aceptaron.

Así llegamos ese primero de junio a la casa de Elena y Orlando. Una mediagua levantada con una serie de cubos armados con paneles de pino -en sus versiones tabla, prensado y planchas carpinteras- que con el tiempo, casi como si tuviesen vida propia, se han ido acomodando a las necesidades de la familia. Allí viven sus hijos: Francis (7), Giselle (14), Yesenia (17), Sergio (21) y Estela (24), que tiene su propia mediagua hace cinco años en el patio, donde vive su pareja y sus hijos Esteban y Marcela. Genoveva, la mayor de los Carrasco-Moya, vive en Renca, también con sus hijos y su pareja.

Por fuera de la casa, por el camino principal que es de tierra y piedras, suenan los cascos de un par de caballos. Pasan dos carretoneros, el oficio más común en El Peñoncito. En la puerta se escucha una mezcla de ruidos y conversaciones indescifrables al comienzo, pero que al cruzar el dintel de una rústica mampara se hacen audibles: la cortina de inicio del noticiero de Canal 13 que Orlando mira en la pantalla y la alabanza cristiana ‘Mora en mi vida’, que Yesenia toca en su banjo. También se oye el serruchar trabado de una vieja sierra sin dientes sobre un palo. Es Sergio, quien a sus 21 años frustradamente trata de hacer un barco, una Esmeralda que aparece en un Icarito edición “Mes del mar”, para una tarea escolar. Al frente, Elena pela papas para cocinar un ajiaco y Estela amamanta a su hijo Esteban. Francis y la Marcela –los niños de la casa- colorean unas imágenes que aparecen en una página web educativa en el computador que tienen en el living.

Orlando nos invita a sentarnos en un sofá azumagado, y mientras mira los titulares de las noticias cuenta su historia. Una que Elena me había adelantado el día que nos conocimos: “llevo toda una vida viviendo en campamentos”, dijo ella esa vez.

Miércoles 1 de junio:“Nací en un campamento, salí del campamento y después volví a un campamento”, Elena Moya

Orlando quiere ver las noticias de la tarde porque durante la mañana, el nuevo ministro de Vivienda Rodrigo Pérez Mackenna, visitó el campamento con prensa. Allí confirmó el compromiso que la ministra Magdalena Matte había asumido con el campamento antes que renunciara por las irregularidades en el caso Kodama: la entrega de subsidios con asignación directa. Si todo sigue su curso, a fines de 2012, y luego de 35 años, el campamento estaría por fin erradicado.

Llegar hasta acá les ha costado. Orlando y Elena nacieron en el campamento Isabel Riquelme Lo Valledor, en San Miguel. Según Elena, su vida fue más dura que la de su esposo: mientras la familia de Orlando tenía nana, la de Elena salía a pedir para comer. Su padre, Jorge Moya, había ideado un sistema para no tener que trabajar y vivir de lo que sus 15 hijos podían traer a la casa: “mi hermano mayor salía a pedir a La Vega, el otro salía al mercado a buscar el pescado, el otro salía a vender candy, Fernando a pedir el pan. Todos los lunes había que ir a pedir. Nosotros, con mi hermana, salíamos a vender ajo”.

La imagen que Elena tiene de su infancia es la de una niña ‘sin polera y con puros shores’, a la que la pelaban al cero para evitar los piojos: “andábamos igual que los cauritos hombres jugando a la pelota a pata pelá”, recuerda.

Elena creció con la idea de ser un peso para su familia. Una vez muerto el padre, se casó y le quitó presión a su madre. Tenía 14 años.

Orlando recuerda que pololearon una semana y se fueron a vivir juntos: “yo la conocía de chica, cachai. Nos reíamos pero nunca hablábamos, nunca conversábamos, y un día nos pusimos a conversar, estuvimos cinco días pololeando y nos pusimos a vivir. Antiguamente eran muy rápidas las cosas”.

Se fueron a vivir a varias partes antes de caer en El Peñoncito. Pasaron por la casa de una amiga y hasta durmieron junto a unos caballos en la pesebrera de una abuelita que se apiadó de ellos. Tras eso, volvieron a la casa de la mamá de Elena. Estuvieron un año más en el campamento y los erradicaron en 1985. Los mandaron a Renca, junto a toda la familia de Elena. Llegaron a una casa chica, tan chica, que la mamá de Elena se puso a llorar cuando la vio. Allí vivieron como en un avispero más de 15 años. Armaron piezas sobre piezas, que a su vez estaban al lado de las piezas originales de la casa. El 2000, a sus 31 años, Elena decidió empezar de nuevo. El motivo principal fue la adicción de Orlando a la pasta base. Llevaba seis años consumiéndola.

-Pensaba en eso y decía: ‘cómo lo saco’. Un día le dije: ‘yo me voy a un campamento, si querí cambiar vente conmigo y si no, me voy sola con mis hijos’.

Eso fue el 30 de noviembre del 2000, cuando un amigo le recomendó hablar con una dirigenta de El Peñoncito, que la dejó instalarse en una esquina del campamento. Le pagó 15 mil pesos a un vecino en Renca para que le trajera cuatro paneles de madera, unas camas, un par de frazadas y una alfombra. Y se mudó.

-Me dio vergüenza. Tenía rabia y pena. Nací en un campamento, salí del campamento y después volví a un campamento. Pensaba: ‘¿adónde traje a mis hijos?’. Era raro, por el suelo, la tierra, los perros… Volver a lo mismo que vivíamos antes. Pero a ojos cerrados dije vámonos. Así que empezamos a ordenar… empecé de nuevo.

Era primavera y no hacía frío, quizás la mejor estación para vivir en los campamentos. Junto a sus tres hijos mayores, se demoraron un día en parar los paneles de la casa, y esa noche durmieron sobre un colchón, tapados con una alfombra. Al día siguiente, le pusieron el techo y el piso.

-Era primera vez que iba a tener algo que era mío. Me sentí orgullosa de tener mi casa. Pero me puse a llorar… es que yo no podía traerme a mis hijos chicos de allá, la Giselle, la Yesenia, porque era decirles: “miren adonde las traje”. No era algo bonito –cuenta Elena.

En el 2005, cuando erradicaron a la mitad de las familias de El Peñoncito, Elena y Orlando agarraron los paneles, el piso y el techo de su casa, y se mudaron a la mitad del campamento, donde están ahora.
Sergio escucha a sus padres hablar mientras lija La Esmeralda; Estela también, mientras hace callar a su hijo Esteban, que no para de llorar porque no le pasan el computador. Un corte de luz deja la casa en silencio.

Nadie se inmuta. Aunque los cables eléctricos se extienden como las ramas de una añosa hiedra por entre las paredes y vigas, toda la familia sabe muy bien qué cables retirar cuando pasa eso. Estela saca uno y se enciende la tele. Las noticias ya han terminado y no salió nada de la visita del ministro al campamento.

Orlando nos muestra su hogar. Con más ingenio que ingeniería, la casa ha crecido, se ha ido tomando cada espacio disponible. En total, tiene 95 metros cuadrados, perfectamente organizados. En la entrada, está el living y una improvisada cocina-estufa a leña, que hicieron con un tarro de aceite de 200 litros que tiene una escotilla en la parte superior, para calentar las ollas, y una puerta por el frente para meterle cuanta madera encuentran. De camino al patio, una hamburguesa gigante aparece en una pared. Es la gráfica publicitaria de un Big Tasty Bacon, un combo de Mc Donald, que Orlando pegó a una pared para aislarla. ‘Todo sirve’, dice.

Por el patio se pasean constantemente las mascotas de la casa: siete perros y un gato. El lugar huele a comida grasienta y descompuesta, avinagrada. Es el alimento semanal de los animales que está dentro de un fondo. Allí cuelgan seis hileras de cables con ropa limpia a la espera de que el sol la seque. Como la casa, el patio también está dividido y organizado. Hay un viejo lavaplatos, una bodega, la mediagua de Estela y un baño con una tasa y una tina sin calefont, que vuelve un martirio la ducha invernal.

La casa tiene tres piezas: una matrimonial donde duermen Elena, Orlando y Francis, todos en una misma cama; otra para Yesenia y Giselle, también en una cama; y otra de Sergio con su polola Karina. Todo -piso, techo, paredes- armados con materiales que han rescatado, en estos 11 años, desde un botadero que hay a la entrada del campamento. Elena cuenta que hasta los muebles han salido de allí, de segunda o quizás tercera mano. Los actuales sillones –dice- los recogió hace un tiempo y el refrigerador se lo dio un vecino: “tú podí venir hoy y ver estos sillones y en un mes más puede que tengamos otros, porque acá los mismos carretoneros te dicen: ‘vecino, tengo esto ¿lo quiere?’ Teníamos unos de cuero, unos café grandes, pero yo quise éstos y los otros los tiramos pa’ afuera. Allí no falta el que pasa y se lo lleva”.
Ese es su patrimonio.

Jueves 9 de junio:“Hasta hoy nos duró la plata”, Elena Moya

La casa de Elena tiene las puertas abiertas. No es raro que en este barrio lo estén y que las rejas sean prácticamente decorativas. Nadie parece tenerle miedo al vecino o a que alguien que vaya pasando por fuera robe.

Orlando está con día de descanso, sentado frente al computador, concentrado. Juega a las carreras de autos. Cuando nota que estamos allí, le deja el turno a Giselle. La TV anuncia el comienzo de una teleserie. Salvo Francis, el resto no ha asistido al colegio.

Durante la primera visita le pedimos a Elena que anotara cada peso que gastara en una planilla de datos que le dejamos. Allí ella debía poner lo que compró, dónde lo compró, cuánto gastó y cualquier dinero extra que ganara. Con eso nos enteraríamos de cuánto dinero necesitan para vivir y de la calidad de la comida que comen.

Los ingresos de los Carrasco-Moya provienen principalmente del trabajo de Orlando como mantenedor de las vías del Metro. Trabaja para una empresa externa y gana mensualmente entre $195.000 y $220.000, dependiendo de las horas extras que haga. Trabaja por turnos de 12 horas diarias, eso quiere decir que durante una semana su jornada es de día y durante la otra es de noche. Los domingos, Elena y su hijo Sergio parten a la feria ubicada en Luis Matte a vender como coleros. Elena vende ollas y teteras de aluminio que compra en una fábrica y también ropa de muñeca. Habitualmente –dice- vende 60 mil pesos y de eso deja cuarenta para comprar más mercadería y 20 para los gastos de la casa.

Elena trae los apuntes de lo que gastaron. Ellos, cuenta, compran la comida justa que necesitan para el día, que hace mucho, mucho tiempo, que no van al supermercado. La feria y el almacén son los negocios más visitados. Allí compran la comida y también la ropa, como la polera Lacoste que lleva puesta: “acá hay hartas chiquillas que salen a machetear a la casa de los ricachones y ellos les dan sus poleras y acá las venden a 300 pesos. La gente se amontona a comprarles porque es pura ropa buena, de marca”.

La planilla con los gastos dice que todos los días compran 15 panes para el desayuno y 15 para la once, por 2.500 pesos. Se lo comen con margarina, paté, huevos o cecinas (ver recuadro). Elena cuenta que la primera semana después de fin de mes y la primera semana después de la quincena son las más ‘abundantes’ en comida. ‘Abundantes’ quizás no sea el término correcto. Por ejemplo, el 2 de junio el almuerzo fue un pollo ¿Será abundante un pollo para una familia compuesta por nueve bocas? No. Lo que sí abunda en su dieta es el caldo, el arroz y los tallarines como alimentos base del almuerzo, a tal punto que Francis le pregunta a su mamá si son chinos o italianos.

Orlando cuenta que este mes sacó $103.000 de sueldo y que de eso sólo se dejó $10.000 para la micro. El resto se lo entregó a Elena. “Ella hace milagros” -dice.

Pero los milagros no siempre ocurren.

-Apenas Orlando se pagó, pagamos $30.000 en el almacén del lado, porque pedimos fiado jugos y bebidas para el Francis. Ya no debemos nada sí. Pero hasta hoy nos duró la plata. Se nos acabó en la mañana cuando compramos el pan. Siento rabia, porque igual ellos comen, el más chico pide pan, de todo, y uno tiene que aguantarse no más. A veces una señora por acá me da pan añejo, igual sirve –cuenta Elena

¿No tienes ni 100 pesos en el bolsillo?

-Nada, pero nosotros le decimos a diosito que nos apoye.

Elena muestra su refrigerador. Adentro hay un arroz, un flan y una sopa. La comida de mañana.
Para sobrevivir en los días siguientes, Elena le pidió cinco mil pesos a su hija Estela. Con eso se salva hasta el domingo, día en el que las ventas en la feria le permitirán llegar a la quincena.

¿Cuáles son tus lujos?

-¿Cuál es el lujo chiquillos? -le pregunta Orlando a los niños. Y se responde:- ¡¡Completos!! Ese es un lujo. O hacemos piczas. Se compra chancho, queso… con 3 lucas te hací una picza grande.

¿Y su asadito?
-No, nosotros compramos en la carnicería huesitos para los perros, una bolsa de 200 pesos, y ahí aprovechamos. Ayer hicimos un arroz y comimos huesitos fritos en el sartén. Pero asados acá no comimos -explica Elena.

¿Los huesitos son como de cazuelas?
-Sí, son como pa’ pucheros, pero los venden pa’ los perros. La última vez que comimos asado fue pa’ la pascua, porque mi sobrino trabaja en un matadero y le encargamos carne con mi hijo Sergio y la pagamos a media.

La situación podría ser peor si tuviesen que pagar cuentas, pero se las han ingeniado para no hacerlo.
-Estamos colgados del internet y también tenemos cable, pero ese lo pagamos. Son 10 lucas mensuales. También tenemos una línea de teléfono -un fax que sólo recibe llamadas- que nunca cortaron de la compañía. Luz tampoco pagamos y hasta del agua estamos colgados, porque la sacamos de una cañería que sale por ahí y la pasamos por los techos con varios vecinos –relata Orlando.

Elena y Orlando han visto en el crédito la posibilidad de salir de la pobreza en cuotas mensuales. Pero su nula idea de cómo funciona el negocio, los llevó a volverse más pobres. Según su Dicom, forman parte del grupo de los sobre endeudados. Elena debe dos millones de pesos a varias tarjetas de tiendas comerciales, de los cuales un millón 600 mil se los debe a La Polar y el resto a Ripley, Presto e Hites. Los números de Orlando son peores: debe 4 millones 300 mil pesos en cuotas al Banco del Desarrollo, al supermercado Jumbo y a las multitiendas Johnson’s y Corona.

-Sacamos una tele en La Polar y no la pagamos más. Pedí un equipo y se hizo tira. Además le hice un préstamo a una amiga y se fue pa’l sur y no la vi más. Cuando llaman pa’ cobrar yo me enfermo. Me dicen que me van a pasar pa’ jurídica, pero yo le digo que me esperen otro poquito, que cuando tenga plata igual voy a pagar –cuenta Elena.

Hoy La Polar acaba de reconocer que repactó unilateralmente la deuda de miles y miles de clientes. Probablemente a ti te pasó eso, por el monto de tu deuda…

-Quedamos debiendo como tres gambas, pero no he cachado mucho lo que ha pasado con La Polar. Puede ser que a nosotros nos haya subido, pero de todas maneras no se los vamos a pagar –dice Orlando entre risas.

A la única que Orlando le paga es a una amiga que le presta su tarjeta. A ella -dice- no le puede fallar. El contraer compromisos con gente cercana ha sido su forma de controlar sus ‘calillas’. Así le compró hace un tiempo “una blusita, un pantaloncillo y unos zapatitos” a Elena cuando estuvo de cumpleaños. El mismo sistema ocupó para comprar el computador a sus hijos hace un año y aún le quedan 24 cuotas por pagar.

A todas esas deudas, Elena y Orlando deben sumarle lo que le deben al ‘semanero’, un comerciante que pasa por el campamento en un furgón a vender cosas de primera necesidad. A él le deben 22 mil pesos de una frazada y un cubrecama. Claro que le pagan cuando pueden: “le damos dos lucas en quincena y dos a fin de mes”, cuenta Elena.

Los problemas no afectan el ánimo de la familia. Han aprendido a vivir con que la plata les dure poco. La pasan bien -dicen- pese a no tener un cobre en el bolsillo: “me río con ellos… antes nos amargábamos por todo. Ahora no, somos felices aquí”, dice Elena.

-Yo me he fijado en la gente con más recursos y ellos tienen menos contactos con sus hijos. Como que el trabajo los absorbe mucho o sus deberes no los asumen demasiado. Me he involucrado harto con los jóvenes de la clase alta, por lo del Techo, y no tienen un cariño moral, sino que más bien económico. Por ejemplo, una vez vino una rucia de un colegio de Las Condes a ayudarnos a hacer la sede. La invitaron y le dijeron ‘vamos a trabajar a un campamento’ y ella trajo ropa como para ir a un campamento de scout. La cabra lloraba porque no entendía cómo el papá no le había explicado lo que era un campamento. Acá no pasa eso. Estos 10 años han sido los mejores de mi vida. Poca plata, pero han sido lo mejor –dice Orlando.

Domingo 12 de junio: “El que te enseñen hace que perdai la vergüenza”, Elena Moya

Son las 11 de la mañana. Faltan nueve días para la llegada del invierno, pero el día está primaveral. Entre la gente que se acumula en la feria, en las esquinas de las calles Ramón Venegas con Luis Matte, aparece Elena. La acompaña su hijo Sergio con su polola, que tienen allí un puesto de pinches y artículos de paquetería. También está Isolina, una señora baja, desdentada y solitaria. La vecina y compañera de Elena en la dirigencia del campamento, a la que sus ocho hijos dejaron sola.

Elena lleva 12 años vendiendo en distintas ferias de Santiago. Está parada sobre la vereda, con la mirada perdida. Justo delante tiene su puesto de venta de ropa de muñeca y de ollas, que van desde los 600 pesos la más chica hasta los 5.500 la más grande. Para colocarse allí, en la cola de la feria, Elena paga 200 pesos a la administración. Eso le da derecho a usar el baño químico que entre todos los coleros arriendan. Elena me dice que la feria es barata y que por eso la gente compra harto. En los buenos días, ella vende como 60 mil pesos; en los malos, no pasa de los 15 mil. Hubo una vez sí, que batió todos los récords. Fue para el terremoto, cuando por los cortes de luz la gente compró teteras como loca. En un día vendió 100 mil pesos.

Hoy, dice Elena, la cosa no pinta mal. Pero no quiere decir cuánto lleva vendido, porque la plata sólo la cuenta cuando llega a casa.

A Elena hoy no le interesa hablar de dinero. Está con la cabeza en otras cosas. Cuenta que a fin de mes va a ir a la universidad.
-Vamos a hacer un diplomado de seis meses. Las clases son los miércoles en la noche en la estación Salvador –dice Isolina.

No es la primera vez que van a la universidad. Este diplomado es la continuación del que iniciaron en el 2008 en la Universidad Alberto Hurtado. Allí les enseñaron a “tratar con la autoridad”. De primera –dice Elena- “íbamos a la muni y echábamos las medias añiñás pa’ que nos atendieran” y en el diplomado les enseñaron que eso no se hacía, que había que ir con un discurso claro: “nos enseñaban a relacionarnos… a despabilar.
Si vai a llegar a hablar con el alcalde y vai a ir a hablar puras cabezas de pescado, el alcalde no te va a tomar en cuenta”.

Al diplomado iban Orlando, Elena e Isolina. La universidad les pagaba el transporte y les daba una colación. El único problema que Elena tenía era con la escritura. Ella sabe leer, pero no escribir. Explica:

-Las letras me le confunden, por ejemplo, a veces tengo que escribir y es con la ‘S’ de Zapallo y yo pongo la ‘S’ de sapo y ahí me equivoco. Por ser escribir lento y después le decía a Orlando que si estaba bien y me decía que bueno. En la casa, con Orlando le explicábamos a los chiquillos. Les decíamos lo que hacíamos y ellos contentos de que nosotros fuéramos a la universidad.

¿Perdiste la vergüenza?
-Yo, antes de ser dirigenta, decía: ‘ya, habla vo, Orlando’. Y ahora no. El que te enseñen hace que perdai la vergüenza.
¿Qué te pareció la universidad?
-Buena, me gustó. Nosotros igual nos sentíamos extrañas. Los cabros nos miraban, porque buscábamos las salas y veíamos que ellos dormían en los sillones largos. Nosotros decíamos: ‘estos ¿vienen a estudiar o vienen a dormir?’

Con el diplomado conocieron gente de campamento y se compararon. Descubrieron que su organización era fuerte, que habían logrado cosas que otros campamentos aún ni siquiera pensaban.

El proceso de El Peñoncito ha sido largo. Elena se hizo cargo de la directiva cuando las anteriores dirigentas recibieron sus casas y se fueron. Lleva cuatro años de presidenta, los mismos cuatro años que lleva esperando la casa propia. Hoy están más cerca de obtenerla. El ministerio de Vivienda ya les entregó los subsidios de las 125 casas que se construirán en dos terrenos que compraron, a una cuadra de donde viven.

Allí no sólo se van a ir las 59 familias del campamento, sino que también 66 familias de El Manzano. Sólo falta firmar con la constructora para que comiencen con las obras. Cada familia ha debido juntar 660 mil pesos para postular. Como son viviendas sociales, una vez que la reciban no deberán pagar dividendo.

Hace un año les entregaron la maqueta de la casa nueva y no han parado de mirarla. La pusieron encima del refrigerador. Es de dos pisos, tiene 54 metros cuadrados y se puede ampliar a 64 metros. Viene con tina, calefont y tiene tres dormitorios: uno para Sergio, uno para las niñas y otro matrimonial.

Estela también está postulando, así que ella tendrá su propia casa.

Orlando y Elena ya se han imaginado todos los arreglos que le harán.
-Quiero que me salga luego pa’ que mis hijos duerman calentito. Quiero tener árboles en el jardín y en el patio una parra para que dé uva. Si Orlando sigue trabajando bien vamos a pedir un préstamo para ponerle cerámica” –cuenta Elena.

La única preocupación que tienen es que ojalá la gente se acostumbre al nuevo barrio y a lo que implica vivir en una casa, cuentas y todo eso.

-Les hemos enseñado a las familias que cuando tengan su casa tienen que pagar cuentas, porque van a salir de aquí y van a vivir más dignamente, más limpio, pero van a tener más deudas –dice Elena.

A la una de la tarde, Elena comienza a levantar el puesto en la feria y a guardar las ollas en un triciclo que el Fosis le compró. Antes, le anota en una hoja a una clienta el precio de todas las ollas que tiene, por si quiere comprar el juego completo. Hace unos minutos ha mandado a Giselle en bicicleta para la casa con una bolsa con verduras y un pollo, para que haga una cazuela mientras ellos llegan. Elena aprovecha de comprarle unas golosinas al Francis, para que lleve de colación al colegio durante la semana. También le compra parches para reparar la rueda pinchada de la bicicleta. Ha sido un día bueno. Vendieron 60 mil pesos. De eso dejó 40 mil para comprar más ollas y pagó 13 mil entre comida y lo que le debía a su hija Estela. Con los 7 mil que le quedan deberá llegar a la quincena.

Pero hay un impoderable: en dos días más a Orlando lo van a echar del trabajo.

(Esta historia continúa en la próxima edición de la revista The Clinic, jueves 15 de septiembre)

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