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Opinión

23 de Noviembre de 2011

La resurrección de los Stone Roses

Foto: green stage @ fuji rock festival 2012 No puedo evitar arquear un poco la ceja cada vez que uno de esos grupos-leyenda-del-rock anuncia su disolución. Lo primero que pienso es “sí, claro, hasta que os falte la pasta”. Ahora parece que se ha abierto la veda para apuntillar a bandas que hacía ya tiempo […]

Pablo García Piñar
Pablo García Piñar
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The Stone Roses in 2012 From left: John Squire, Mani, Ian Brown, Reni

Foto: green stage @ fuji rock festival 2012

No puedo evitar arquear un poco la ceja cada vez que uno de esos grupos-leyenda-del-rock anuncia su disolución. Lo primero que pienso es “sí, claro, hasta que os falte la pasta”. Ahora parece que se ha abierto la veda para apuntillar a bandas que hacía ya tiempo que habían adquirido el estatus de dinosaurios de estadio. Exceptuando a Sonic Youth, banda de perenne compromiso con la experimentación y la incomodidad a su audiencia —y que decidió decir adiós sobre las tablas latinoamericanas este pasado mes de noviembre—, las últimas desertoras hacía años que no producían nada relevante.

R.E.M. llevaba un par de décadas tratando igualar el éxito de sus dos obras míticas, Out of Time (Warner Bros, 1991) y Automatic for the People (Warner Bros, 1992), no consiguiendo otra cosa que transformarse en estos últimos años en una especie de tribute band de R.E.M (fenómeno parecido al de U2, salvo que éstos se niegan a bajarse de la limusina). Bien es cierto que desde entonces hasta su separación, el pasado 21 de septiembre, R.E.M. todavía ha sido capaz de algún fugaz destello de genio creativo, como el New Adventures in Hi-Fi (Warner Bros 1996) —“E-Bow the Letter” estremece como pocas canciones del trío de Athens, e “Imitation of Life” (Reveal, Warner Bros, 2001) roza la perfección pop—.

A pesar de esas efímeras dianas, ya nada era igual, y la dignidad ha prevalecido sobre el dólar (de momento). Algo parecido pasa con The Cure, que anunciaron gira de despedida para este noviembre. Su caso es como el de aquellos suicidas que se cortan las venas superficialmente, para llamar la atención. Han matado a Superman tantas veces ya que, para cuando venga el lobo, el cambio generacional ya se habrá producido y a nadie le importará un bledo.

Otros se han apuntado recientemente al “donde-dije-digo-digo-Diego”, cacareadas reuniones mediante. Me los imagino en la comodidad de sus hogares, añorando éxitos del pasado. Aquellos estadios llenos, nada que ver con sus proyectos vigentes, que apenas medio llenan una sala pequeña. Quizá repasando fotogramas mentales de la época heroica, espejismo romántico de sus primeros años: el trabajo duro para lograr la perfección en los ensayos, el compartir con los otros aquel acorde tan fresco que se le ocurrió mientras se duchaba, el montar el equipo para la prueba de sonido cuando todavía no tenían “pipas”, los viajes en la furgoneta… Cómo olvidar a las groupies, o las noches de farra, o aquel concierto hasta arriba de vete-tú-a-saber-qué en el que cada nota sonaba celestial —mientras que desde afuera parecía que estuvieran matando a un gato en una lavadora—. Atrás han quedado las disputas de egos, sólo pervive la sensación inefable de escuchar a 40.000 personas cantar a pleno pulmón aquella canción que escribiste en cinco minutos en la habitación de un hotel. Supongo que la perspectiva del dinero también ayuda a descolgar el teléfono y llamar a aquel compañero con el que hace 10 años que no te hablas.

Hace un par de veranos pude ser testigo de las reformaciones de Pavement y de The Pixies, en el Primavera Sound 2010 en Barcelona. Reconozco que me lo pasé en grande. Estaba emocionado con la idea de poder tachar dos nombres de la lista de leyendas que nunca había visto en directo. Lo de Pavement fue una orgía gamberra. Se podía ver que estaban realmente disfrutando sobre aquel escenario. The Pixies fue otra cosa, percibí como cierta separación irónica que enrarecía el ambiente. Frank Black, que llevaba años languideciendo con Frank Black and the Catholics, parecía absorto en la plena consciencia de que la batalla estaba ya ganada de antemano, que daba igual lo que hiciera, que la gente se volvería loca de todas maneras.

Hace unos días desperté con la noticia de que uno de mis grupos fetiche, The Stone Roses, se reunían. Todavía no sé muy bien qué esperar. Hasta el día de hoy tengo la espina clavada de no haber asistido al mítico concierto del FIB’96 —mítico por ser de los últimos y que, por lo malo que fue, terminó por desintegrar la ya por entonces maltrecha formación—. Yo era un estudiante de instituto, y mis padres no me dejaban irme por ahí de conciertos. Lloré de la rabia. Y ahora se reúnen. Me he pasado años leyendo cómo se decían de todo unos a otros en el New Musical Express (NME) y ahora los cabrones estos van y se reúnen. Sinceramente espero un concierto mediocre —la voz de Ian Brown, por poner un ejemplo, lleva años lejos de ser lo que era-. Y sin embargo, lucharé por conseguir una entrada y cantar todas y cada una de las canciones que se toquen esas noche. Y es que la nostalgia es una refugio (y estos cabrones se aprovechan de ello).

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