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Opinión

20 de Junio de 2012

¿Por qué nadie odia a los suegros?

Por Alberto Salcedo Ramos para Revista Don Juan, Colombia En aquellos tiempos lo peor que podía sucederle a un hombre en el Caribe era que, al pasar por una esquina, los adolescentes le gritaran “adiós, suegro”. El saludo tal vez resultara inocente para la gente de otras latitudes, pero no para quienes nacimos en esa […]

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Por Alberto Salcedo Ramos para Revista Don Juan, Colombia

En aquellos tiempos lo peor que podía sucederle a un hombre en el Caribe era que, al pasar por una esquina, los adolescentes le gritaran “adiós, suegro”. El saludo tal vez resultara inocente para la gente de otras latitudes, pero no para quienes nacimos en esa región. Nosotros -es decir, los muchachos y el suegro- estábamos en capacidad de traducir aquella frase aparentemente inofensiva a la jerga insolente de la barriada. ¡Adiós, suegro!

Eso quería decir varias cosas inquietantes. Primera: usted, señor, se estaba volviendo viejo. Después venía el tema de la chica que había motivado la frase. Quizá usted la veía todavía como una niña, su niña, quizá usted seguía comprándole zapatos blancos de trabillas, de esos que se limpian con Griffin, pero la muchachita ya era una Eva apta para el pecado original, y allí estaban esos truhanes notificándoselo. ¡Adiós, suegro!

Había otra advertencia brutal implícita en la frase: cualquiera de aquellos haraganes que le espetaban el venenoso saludo en la calle estaba dispuesto a zumbarle a la chica en el oído para hacerla caer. De modo que, en principio, yo creía que la palabra suegro era una ofensa que se habían inventado los muchachos para provocar a los adultos en la calle.

El suegro favorito de los adolescentes del barrio en aquellos tiempos era el señor Alfredo de la Hoz, un mecánico que había enviudado temprano y estaba criando solo a sus tres hijas voluptuosas. Cada vez que el señor De la Hoz caminaba hacia la tienda de la esquina en busca de cigarrillos, tenía que oír el consabido saludo. Nunca reaccionó con violencia, pero más de una vez lució alterado. Al verlo así los muchachos se ponían más molestosos:

– Suegro, le cambio a su hija Doris por la llave inglesa de mi papá.

– Suegro, si se porta bien le regalo un nietecito de ojos azules.

– Suegro, vaya con Dios y yo con su hija Amalia.

Entonces me puse mentalmente en los zapatos del señor De la Hoz y concluí que en algunos ámbitos del Caribe la condición de suegro se asimilaba a la de penitente. Había que aguantar muchas impertinencias, muchas bromas pesadas.

Ahora bien: el señor De la Hoz también era padre de un varón, Alfredito, y yo nunca vi que se molestara cuando algunas adolescentes lanzadas del barrio le llamaban suegro. Por el contrario, recibía el calificativo con una sonrisa de oreja a oreja, como si se tratara de un cumplido. “Qué raro”, pensaba, “los señores no se ofenden cuando son las muchachas las que les llaman suegro”.

Para resolver la duda consulté a mi tía Libia.

– ¡Eso se llama machismo, mijo! -me respondió.

A mis tiernos doce años me encontraba de golpe ante este hallazgo: ser llamado suegro en el Caribe se tornaba simpático cuando ya no había que entenderse con potenciales yernos sino con aspirantes a nueras. Es decir, a los señores les molestaba que sus hijas fueran pretendidas, pero les encantaba que lo fueran sus hijos.

– ¡Machistas! -concedí ante mi tía Libia.

Años después, dicho sea entre paréntesis, conocí en Barranquilla una definición de machismo tan errónea como divertida. Habíamos ido a un homenaje que se le tributaba a Alejandro Durán, juglar analfabeto que se ufanaba de sus veinticuatro hijos. Cuando se le preguntaba si tenía ese montón de críos con la misma, respondía, malicioso: “Sí, con la misma, pero con diferentes mujeres”.

Aquella tarde, después de cantar varias de sus canciones más recordadas, como 039 y La cachucha bacana, Durán empezó a responder las preguntas del público. De pronto una mujer de lentes gruesos y boina estilo Che Guevara levantó la mano.
-Señor Durán -dijo, cuando le concedieron la palabra-: ¿usted por qué es tan machista?

La masa soltó un rugido que me pareció tenso. Pero Alejo Durán, lejos de inmutarse, soltó aquella respuesta memorable.

– Lo que pasa -dijo, con su voz profunda- es que por donde yo me muevo hay muchas hembras bonitas. Las últimas dos hijas mías son unas hembras que están buenísimas. La vecina que me brinda el café por la mañana es cipote hembra. ¡Y viera usted la secretaria de la casa disquera donde yo grabo! ¡Esa es mucha hembra que está muy buena! Entonces, como hay un hembrismo tiene que haber un machismo.

Que Durán incluyera a sus hijas en la lista podía interpretarse como un gesto democrático, al hacerlo les concedía el mismo derecho suyo: tenían que enamorarse inevitablemente, puesto que hombres había de sobra. También cabía la posibilidad de que el disparatado argumento fuera una simple reafirmación del donjuanismo: en el mundo de Durán el machismo andaba a la caza del hembrismo, es decir, los machos debían conquistar a las hembras, y ese postulado valía, incluso, cuando las cazadas eran las hijas propias. Una cosa quedaba clara: Durán, yerno de decenas de tipos, entendía que según las reglas del juego a él también le correspondía ser suegro.

Ah, el suegro.

Siempre me he preguntado por qué el suegro carece de la mala propaganda de la suegra. A él no se le representa con estereotipos negativos. A él ninguna leyenda sarcástica lo muestra como un ser malvado ni como una pesada cruz para el yerno y la nuera. En la infancia, desde mucho antes de saber lo que es una novia, uno ya cree saber lo que es una suegra porque se lo ha oído a los adultos en sus humoradas:

– Las suegras deben estar como las yucas: enterradas.

Chistes, sí, claro. Pero ¿simples chistes? Los seres humanos creamos el humor para sacar a la luz, sin avergonzarnos, ciertos deseos reprimidos. Hasta ahí me queda claro. Lo que no entiendo es por qué quienes crearon la leyenda negra de las suegras jamás enfilaron sus dardos contra los suegros.

Ya en la infancia empecé a plantearme esa pregunta, mientras leía los cómics de Condorito. Tanto don Cuasimodo como doña Tremebunda vivían inconformes con el novio vago y mujeriego que tenía su hija Yayita, pero en la historieta solo la suegra era caracterizada como arpía. El suegro, en cambio, era un viejo apocado, incapaz de tramar maldad alguna en el sillón en el cual permanecía arrellanado.

Me hice la pregunta otra vez en la adolescencia, cuando leí la novela Doña Perfecta, de Benito Pérez Galdós, cuyo personaje principal es una mujer malvada dispuesta a impedir como sea el matrimonio de su hija.

Volví a planteármela años más tarde, cuando descubrí a Roberto Arlt y vi que en varios de sus relatos la suegra es una fiera que se la pasa gruñendo. Y me la planteo ahora, al hojear el libro Suite Française, de Irène Némirovsky. Me he detenido en el pasaje en el cual un soldado alemán, que acaba de perder a su familia en un bombardeo, lanza esta frase: “Murieron todos, menos mi suegra. ¡Nunca he tenido suerte!”.

¿Y los suegros?, vuelvo a preguntarme.

O no aparecen o son retratados compasivamente, como lo hacen Italo Svevo en La conciencia de Zeno, y Paco Ignacio Taibo II en Primavera pospuesta. Yo mismo, al verme ahora precisado a escribir sobre ellos, me siento casi tentado a dedicarles una alabanza. A lo largo de la vida me he topado con suegros afables, quizá por un golpe de suerte, o quizá porque he sabido guardar una distancia prudente. Eso sí: tampoco me ha ido mal con las suegras.

A ellos y ellas los compadezco un poco por el rol que les correspondió en el reparto. Como ven la película romántica desde afuera, como no se encuentran bajo la hipnosis del enamoramiento, dicen ciertas verdades incómodas, se atreven a señalar las goteras en el techo del castillo.

En eso pensaba recientemente cuando volví al barrio Cevillar de Barranquilla a visitar a mis primos. Don Alfredo de la Hoz murió hace varios años. El taller es ahora de Alfredito, a quien los adolescentes le dirigen el mismo saludo picaresco que, en el pasado, le dirigían a su padre.

Alfredito sonríe, sabe que su hija Patricia es la más linda del sector. Aunque jamás vio en persona a Alejo Durán, entiende que donde hay un hembrismo tiene que haber un machismo. Al parecer, sigue preparándose en silencio para tomarse unas cervezas con el yerno que le toque en suerte y convertirse en un suegro feliz.

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