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Opinión

21 de Junio de 2012

Contra los museos modernos

¿Cumplen realmente los museos modernos su papel como nuevas iglesias de Occidente? ¿Qué podrían aprender de sus predecesoras?

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Por Alain de Botton para Revista Mal Pensante
Amenudo escuchamos decir que “los museos son nuestras nuevas iglesias”. En un mundo que busca secularizarlo todo, el arte ha reemplazado a la religión como piedra angular de nuestra reverencia y devoción. Se trata de una idea intrigante que hace parte de una ambición más amplia: que la cultura reemplace a las Escrituras. Sin embargo, por la forma en que manejan las colecciones que les son confiadas, en la práctica los museos de arte a menudo renuncian a una porción muy grande de su potencial de funcionar como nuevas iglesias (santuarios, lugares de consuelo, significado, redención). Si bien los museos nos exponen a objetos de una importancia indiscutible, parecen incapaces de enmarcarlos de tal modo que se vinculen con suficiente fuerza a nuestras necesidades personales.

El problema es que los museos modernos no logran decirle directamente a la gente por qué el arte importa, y la razón es que la estética modernista (en la que se entrenan los curadores) sospecha profundamente del menor atisbo de una aproximación instrumental a la cultura. La posibilidad de obtener una respuesta a la pregunta de por qué es importante el arte, a la que todos podamos acceder, es vista de inmediato como “reduccionista”. Nos hemos tragado con demasiada facilidad la idea modernista según la cual el arte que tiene como objetivo cambiar o ayudar a consolar a su audiencia es por definición “mal arte” (se cita rutinariamente al arte soviético como ejemplo), y que solo el arte sin un objetivo muy definido puede ser bueno. De ahí la pregunta con la que abandonamos los museos modernos con demasiada frecuencia: ¿qué significa eso?

¿Por qué debería continuar esta veneración de la ambigüedad? ¿Por qué la confusión debería ser una emoción estética central? ¿Es realmente la ausencia de intención, por parte de una obra de arte, un signo de su importancia?

La cristiandad, en contraste, no deja duda alguna de para qué es el arte: es un medio para enseñarnos cómo vivir, qué amar y a qué temer. Este tipo de arte es extremadamente simple en cuanto a su propósito, sin importar qué tan compleja o sutil sea su ejecución (Tiziano, por ejemplo). El arte cristiano suma montones de genios que dicen cosas tan extraordinariamente básicas e importantes como: “Mira la imagen de María si quieres recordar cómo es la ternura”, “Mira la pintura de la Cruz si quieres una lección de valentía”, “Mira esa Última Cena para que aprendas a no ser cobarde ni mentiroso”. El punto crucial es que la simplicidad del mensaje no implica absolutamente nada acerca de la calidad de la obra como pieza artística. En lugar de refutar el instrumentalismo citando el caso del arte soviético, podríamos defenderlo haciendo referencia a Mantegna o Bellini.

Lo anterior lleva a una propuesta: ¿qué pasaría si los museos modernos tomaran como ejemplo la función didáctica del arte cristiano para repensar de vez en cuando la forma como presentan sus colecciones? ¿Arruinaría a Rothko resaltar ante la audiencia la función que él mismo declaró esperar de su arte: permitir al espectador un momento de comunión con un eco del sufrimiento de nuestra especie?

Intenten imaginar qué pasaría si los museos seculares modernos tomaran más en serio el ejemplo de las iglesias. ¿Qué ocurriría si también ellos decidieran que el arte tiene un propósito específico –volvernos un poco más cuerdos, o ligeramente buenos, o un poco más sabios y amables por momentos– e intentaran usar el arte en su poder para tal fin? Quizá el arte no debería ser solo “por el arte”, una de las máximas estéticas más malentendidas, faltas de ambición y estériles que se han dicho. ¿Por qué no puede el arte servir más explícitamente para algo como lo hacía en épocas religiosas?

Los museos modernos incluyen casi siempre galerías con nombres como “El siglo XIX” y “La escuela del norte de Italia”, que reflejan las tradiciones académicas en las que se educaron sus curadores. Un sistema de organización más fértil podría agrupar obras de arte de géneros y épocas distintos de acuerdo con nuestras necesidades más íntimas; una caminata por un museo de arte debería ser un encuentro estructurado con algunas de las cosas que hacen más fácil olvidar, y más esencial y vital recordar.

El reto es reescribir los objetivos de nuestros museos de tal forma que sus colecciones puedan empezar a cumplir necesidades psicológicas tan eficientemente como lo hizo por siglos la teología. Los curadores deberían intentar poner de lado sus profundos miedos frente al instrumentalismo y en ocasiones invitar al arte a tener la ambición de ayudarnos a vivir. Solo entonces los museos serán capaces de afirmar que han logrado cumplir el excelente, pero por ahora esquivo, objetivo de convertirse en los sustitutos de las iglesias en una sociedad que se vuelve secular cada vez más rápidamente.

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