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Opinión

21 de Septiembre de 2012

Santiago Carrillo: el comunista que nunca se escondió

Por Nathan Jaccard, periodista de SEMANA “Hay un teniente coronel con una pistola. Sube hacia la tribuna, entran más policías, están apuntando al presidente”. En la televisión española, suenan en directo disparos y gritos marciales que le ordenan a todos: “¡Al suelo, al suelo!”. La narración del reportero es angustiosa. Es el 23 de febrero […]

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Por Nathan Jaccard, periodista de SEMANA

“Hay un teniente coronel con una pistola. Sube hacia la tribuna, entran más policías, están apuntando al presidente”. En la televisión española, suenan en directo disparos y gritos marciales que le ordenan a todos: “¡Al suelo, al suelo!”. La narración del reportero es angustiosa. Es el 23 de febrero de 1981 en el Palacio de las Cortes, en pleno centro de Madrid. Una fecha oscura, en la que militares golpistas, nostálgicos de Francisco Franco, quisieron liquidar la transición democrática. Todos los parlamentarios obedecieron, acurrucados debajo de su curul. Todos, menos el general Manuel Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo del Partido Comunista Español.

Dos conocidos de vieja data, veteranos de más de setenta años, enemigos a muerte en la Guerra Civil, unidos en esa larga noche. Carrillo contó que: “estuvimos sentados toda la noche, el uno junto al otro, y aunque no nos dejaban hablar, sí podíamos intercambiar cigarrillos, miradas… Y yo me sentí entonces muy cercano a él en muchas cosas. Eso te muestra que la gente cambia, y que dos personas que han sido enemigos con el tiempo con la experiencia, pueden terminar juntos”.

A pesar del miedo, su final no iba a llegar ese 23 de febrero. Resistió al golpe, como sobrevivió a su juventud de revolucionario leninista, a los combates de la Guerra Civil, a las recriminaciones por ser cómplice de una de las peores masacres del conflicto, a su dogmatismo, a las luchas internas del Partido Comunista, al difícil tránsito hacia la democracia y al paquete de cigarrillos que se fumaba todos los días.

Carrillo, quién fue sinónimo de un siglo de dudas, luchas, dramas, totalitarismos y milagros políticos, murió el martes pasado a los 97 años en Madrid. Más de 32.000 personas fueron a su velorio, según reportó el diario El País: Desde el rey Juan Carlos de España hasta sindicalistas, pasando por políticos de todos los colores e ideologías. Todos reconocieron su rol esencial en la transición y la consolidación de España hacia la democracia.

Nació en 1915 con la lucha en las venas. Su padre Wenceslao era dirigente del Partido Socialista Obrero Español (Psoe) y él, apenas pudo, se afilió a las Juventudes Socialistas de España (JS). Recordó en una entrevista de 2005 para el diario El País que “nací en un hogar socialista, y desde muy niño, antes de cumplir los cinco años, vi a la Guardia Civil que venía a detener a mi padre ¡tantas veces!”.

Era parte de la minoría más subversiva, que rechazaba el reformismo y la tibieza de la dirigencia. Para Carrillo solo había un camino: la insurrección bolchevique de 1917 en Rusia. A los 19 años ya era secretario general de las JS y en 1934 ayudó a organizar una huelga revolucionaria que dejó cientos de muertos y que puso a tambalear al gobierno de derecha por un par de semanas. Terminó en la cárcel hasta la victoria del Frente Popular en 1936. “A estas alturas yo estaba plenamente ganado para las ideas leninistas sobre el Partido y la Revolución”, escribió después.

1936 fue un año de efervescencia política en toda Europa. En Francia y en España se impusieron por primera vez la izquierda. En Alemania, Adolfo Hitler llevaba ya tres años como Canciller, mientras el italiano Benito Mussolini consolidaba su dictadura fascista. En Moscú, José Stalin terminaba la Gran Purga y en Estados Unidos Franklin D. Roosvelt buscaba su reelección. Soplaban vientos negros, cargados de miseria, de rabia acumulada y de violencia. El mundo iba a volcarse en cualquier momento.

El 17 de julio, Franco se sublevó en Marruecos. En pocas horas, por toda España las guarniciones se rebelaron. El golpe fracasó pues el gobierno y la mitad del país resistieron. La Guerra Civil podía empezar. Carrillo empuñó de inmediato el fusil y fue nombrado capitán.

El 6 de noviembre la maquina de guerra franquista estaba a las puertas de Madrid. El gobierno huyó despavorido, mientras Carrillo se afilió al Partido Comunista y se atrincheró en la capital. Lo nombraron Consejero de Orden Público, tenía que asegurarse de que el caos no se tomara a Madrid. Las calles estaban llenas de campesinos, que huían del avance fascista. La población estaba siendo bombardeada y entre los habitantes cientos de franquistas estaban infiltrados, la Quinta Columna que saboteaba y atacaba los republicanos desde adentro.

El 7 de noviembre el combate era cuerpo a cuerpo en las cercanías de la capital. Los republicanos temían que los golpistas se tomaran la cárcel Modelo, donde aguardaban cientos de prisioneros fascistas. De ser liberados, desequilibrarían la batalla. Carrillo dio la orden de trasladar los presos a Valencia. En Paracuellos del Jarama, a pocos kilómetros de Madrid, los bajaron de los camiones y los fusilaron. El horror se repitió las semanas siguientes. Se calculan que así masacraron a por lo menos 2.500 reclusos. La responsabilidad de Carrillo nunca se aclaró. Franco siempre lo acusó de ser el culpable del crimen de guerra, una mancha que lo persiguió toda la vida y del que nunca dio explicaciones convincentes.

En una entrevista de 1977 con la revista Guadiana, dijo: “El 7 de noviembre de 1936 yo tomo posesión de la Comisaría de Orden Público, al formarse la Junta de Defensa de Madrid. Me encuentro con que en la Cárcel Modelo hay un núcleo muy numeroso de detenidos franquistas que están a punto de ser liberados por las tropas que llegan a cuatrocientos metros de la cárcel. Tomé la decisión de trasladar a Valencia a esos detenidos. En el camino, fuerzas que en ese momento no pudimos concretar quienes eran se apoderan del convoy y ejecutan a los presos fuera de mi jurisdicción. ¿Cuál es mi responsabilidad? Mi responsabilidad es no haber sacado una brigada al frente para proteger a esos prisioneros. Pero en ese momento en el frente de Madrid no se podía sacar no ya una brigada, sino ni un soldado… Era una cuestión militar. Yo no he intervenido personalmente. Ni me considero responsable en nada de la desaparición de esos hombres”. Aunque la masacre de Paracuellos del Jarama es sujeta a una polémica sin fin, los historiadores Ian Gibson y Paul Preston, españolistas de los más respetados, han dicho que tal vez Carrillo no ordenó el crimen, pero que probablemente sabía.

El primero de abril de 1939, en los muelles de Alicante, los republicanos dispararon sus últimas balas. Fueron tres años de guerra, que dejaron más de 450.000 muertos. Franco anunció que “no ha llegado la paz, sino la victoria”. Su interminable dictadura podía empezar. Y para Carrillo, 38 años de exilio. Salió de la guerra radicalizado, endurecido, era un estalinista convencido.

Pasó por Bélgica, Argelia, Rusia y terminó encallando en París, donde lo conocían con el alias de camarada ‘Jacques’. Trató de buscar apoyo en los regímenes socialistas para armar una guerrilla comunista contra Franco, pero Stalin le hizo entender que en tiempos de Guerra Fría era mejor dejar las cosas así y tratar de socavar la dictadura desde adentro. En 1960 se volvió secretario general del Partido Comunista. Dinosaurio de la política, no abandonó el puesto hasta 1982. Aunque se distanció poco a poco de Moscú, para algunos fue un dirigente cruel, que no vaciló en expulsar corrientes que no se ajustaban a su línea. Para otros fue quien logró que el partido sobreviviera en el destierro y volviera a España.

En 1975 por fin murió Franco. Pero nadie sabía lo que le esperaba a España. Carrillo fue clave para que el país no se volviera a partir en mil pedazos después de la desaparición del dictador. Según el editorial de El País “no le importó sacrificar algunas señas de identidad de su partido, reconocer a la Monarquía encarnada por don Juan Carlos y moderar las palabras, los actos y los gestos” y “antepuso los intereses del conjunto de los españoles a los de su propio partido en un momento histórico crucial”.

Una apuesta que tal vez le sirvió al país, pero que fue desastrosa para el PCE. En las primeras elecciones difícilmente llegaron al 9 por ciento de los votos. Pero el golpe definitivo llegó en 1982, cuando los españoles votaron en masa por el socialista Felipe González. Los comunistas apenas obtuvieron cuatro por ciento de las voces. Carrillo renunció, pero su liderazgo, su estilo y sus decisiones fueron cada vez más criticados. En 1985 terminaron por expulsarlo del partido con el que confundió su vida.

Pero nunca dejó de ser comunista. Su combate continuó, en libros, conferencias y en medios de comunicación, donde era frecuentemente entrevistado y consultado. Con él sin duda se va una página de historia del convulso siglo XX español. Su muerte alegró a algunos. Otros la lamentaron. Pero nadie la pudo ignorar.

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