Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Mundo

1 de Octubre de 2012

Puerto Berrío: la ciudad donde se adopta a los muertos

Por: Jaled Abdelrahim para El País La avería estaba en el alternador. Estaba roto y por eso el coche dejó de andar. La intención era salir temprano del sur de Venezuela y pasar el día al volante para llegar del tirón a Medellín (la segunda ciudad más importante de Colombia), pero el Volkswagen dijo hasta aquí […]

Por

Por: Jaled Abdelrahim para El País

La avería estaba en el alternador. Estaba roto y por eso el coche dejó de andar. La intención era salir temprano del sur de Venezuela y pasar el día al volante para llegar del tirón a Medellín (la segunda ciudad más importante de Colombia), pero el Volkswagen dijo hasta aquí a tan solo 190 kilómetros de tocar destino.

“Claro que tiene arreglo, hermano”, dice un mecánico que aparece como caído del cielo en la noche a lomos de una motocicleta. “Pero en este pueblo no creerá que existe esa pieza, tengo que pedirla, así que tendrá que quedarse aquí al menos un par de días”. La diminuta localidad inesperada se llama Puerto Berrío, un municipio de escasas calles, gente sencilla y constantes ofrecimientos amables a la orilla del río Magdalena. Resulta que a veces, por pura casualidad, uno se encuentra con las historias más curiosas e inverosímiles de un viaje. Me hallo posiblemente en la única ciudad del mundo donde los muertos tienen padres adoptivos.

Colombia es un país agradable de visitar. Eso no quita para que el forastero perciba a simple vista los cuatro elementos inalienables que esta nación posee acuñados en su ADN: naturaleza, folclore, profunda fe cristiana y un doloroso conflicto armado que ya supera los 50 años de realidad. Digamos que Puerto Berrío es el paradigma de esa carga genética.

Barcaza en el río Magdalena, a su paso por Puerto BerríoLo natural se lo pone a este enclave el río Magdalena, la principal arteria fluvial del país, con sus más de 1.500 kilómetros de torrente desde los Andes al mar Caribe. En este punto de su curso medio, las aguas bajas del colosal cauce dejan, con su corriente suave, un puerto que significa el motor de la economía de esta urbe de 50.000 habitantes. Lo que deja la corriente escarpada es más desagradable. Se trata de la rúbrica de un estado que aún hoy -aunque en menor medida que en el pasado- sufre la lacra de la violencia de paramilitares, guerrilla, sicarios y cuerpos armados.

Ocurre que muchos de los cadáveres que son arrojados por sus verdugos a lo largo del transcurso de este río, quedan atascados en los remolinos que las aguas generan frente a la ribera de Puerto Berrío. Fallecidos a menudo inidentificados. N.N. (Ningún Nombre), les dicen aquí. Tan comunes, que acabaron por convertirse en parte del folclore cultural, místico y tradicional de estos porteños de religiosidad profunda.

La situación, habitual en la ciudad desde los años 60, es sin duda macabra. La consecuencia que ha generado, sin embargo, parece destilada de una novela de realismo mágico. Una secuela casi romántica que sorprende al visitante y que es propia tan solo en esta villa ribereña de Antioquia.

Resulta que estos anónimos cuerpos errantes del Magdalena, una vez levantados de las aguas, se reconvierten en cotizados santos que los oriundos de Puerto Berrío se disputan por adoptar. “Almas de purgatorio” sin atención ni reclamo. Supuestos intercesores celestiales que estos lugareños acogen, velan, rebautizan y apelan en pro de su propia fortuna.

Don Francisco Luis Mesa, un hombre de piel morena, pelo cano y devoción inquebrantable lo sabe todo sobre esta costumbre. Él es el propietario de la funeraria San Judas de Puerto Berrío. A sus 62 años lleva 25 de ellos dedicado a recoger del río, encofrar y dar sepultura a estos difuntos flotantes que se encallan en esta parte del cauce.

 

Tumbas de cadáveres adoptados en Puerto Berrío

 

“Yo trabajaba en un cementerio de Medellín”, relata el sepulturero, “un día me vine a pasear a esta ciudad, que en los años 80 sufría la violencia de una forma brutal. Ese día había 18 entierros en el municipio y tres cadáveres en el Magdalena. Esos últimos eran gente sin nombre y sin reclamar. En ese momento, decidí que me quedaría aquí a rescatar cuantos más cuerpos pudiese de las aguas para ofrecerles descanso eterno”.Hoy las manos de Don Francisco ya llevan sacados del río 320 fallecidos, a menudo tan solo la parte que queda de ellos. Enterrar, ha enterrado a más de 800 cadáveres anónimos de los que, pasado el tiempo y las investigaciones, aún conserva cerca de 200 sin identificar en su necrópolis. Él los llama Pepitos. Para sacar a los que llegan flotando existe un proceso costoso que Mesa sufraga y desempeña: “Los pescadores ven cuerpos en el agua y me avisan. Yo llevo mi camioneta hasta el puerto, alquilo una canoa, lo saco, llamo a la policía para que saque muestras y me lo llevo al cementerio a darle cristiana sepultura. Pongo hasta las uñas para hacer eso. Las instituciones, si es que tienen, apenas ponen el ataúd”, se lamenta. “Los que no saco yo, cientos, o miles, simplemente siguen el curso del río”.

El folclore por el muerto comienza después de ese trabajo. Dice Mesa que a menudo ni siquiera ha llegado al camposanto con su camioneta cuando ya le asaltan los devotos de las almas desconocidas: “Don Francisco, ¿Es un N.N?”, le preguntan. Con esas siglas marca él el nicho de los desconocidos que sepulta. Es entonces cuando la gente llega para cambiar el destino de ese difunto en siglas: “Escogido”, dibujan en la piedra los vivos que quieren adoptar al fenecido recién llegado. “Y desde entonces esa alma ya tiene un dueño”, dice Mesa. “O dos, porque hay casi el doble de adoptantes que de N.N., no quedan para todos”, apunta.

“El que escoge la tumba la cuida”, explica este incansable rescatador de muertos. Él también un día escogió velar el féretro de una persona que él mismo sacó del río “sin cabeza, sin manos y sin pies”. “La gente cuida la sepultura, la limpia, la decora, le pinta la piedra, normalmente de colores vivos, de hecho, son las tumbas más bonitas del cementerio”, se enorgullece. “Se le llevan velas, comida, agua, flores… Muchos les rebautizan, a menudo con un nombre que coincidan con las siglas N.N.”, prosigue con esta historia novelesca.

Jaled_puenteSegún cuenta, la relación entre el N.N. y vivo es algo así como un trato de favor. El adoptante le pide deseos a su escogido a cambio de sus cuidados y rezos por su alma. Una vez obtenidos los socorros, con frecuencia se le coloca una placa que dice: “gracias por los favores recibidos”. “Y si son muy grandes esas ayudas”, añade Don Francisco, “incluso hay quien le pone al N.N. el apellido de su familia y se lo lleva al osario familiar”.

Se mezcla otro motivo. Cinco décadas de conflicto armado y violencia han dejado en Colombia más de 50.000 desaparecidos. Los habitantes de Puerto Berrío saben muy bien lo que es sufrir esa desgracia en sus propias carnes. “Muchas veces”, dice el sepulturero, “el adoptante no solo quiere pedirle favores al N. N., sino que también cuida ese cuerpo como sustitución al del verdadero familiar que nunca llegó a encontrar”.

Blanca Nuri Martínez tenía ambos motivos para adoptar un muerto del río. Esta mujer de la localidad, madre de siete hijos, ha visto a tres de ellos desaparecer sin dejar huella. Ella escogió a dos N.N. a los que vela sin falta y a los que pide favores mundanos. Al primer cuerpo le puso de nombre Isabel, como su difunta mejor amiga de la infancia. Al segundo le promete el nombre del hijo, al que nunca pudo velar, si se porta bien con ella. “Yo le presto mis lágrimas a estas almas que no tienen quien les cuide y les rezo para aliviar su sufrimiento”, esgrime la curtida señora.

Puente de acceso a Puerto BerríoTanta es la devoción por los incógnitos muertos en esta localidad que al parecer lo más desafortunado que le puede ocurrir a un adoptante es que su N.N. sea identificado y pierda el anonimato. Con él pierde su nombre nuevo y la capacidad de hacer milagros. Vuelve a ser propiedad de la familia original. “Los que las autoridades reconocen pasan a un pabellón, después a una bodega, y si los familiares no retiran el cuerpo, se les lleva a una fosa común con su número de placa identificativa”, explica Don Francisco, “pero el que es reconocido ya no puede ser el escogido de nadie”.

Los que quedan para interceder por los vivos son los cuerpos sin nombre real. De los más de 2.000 N.N. puros registrados por el gobierno colombiano, más de 800 han sido hallados en Puerto Berrío. Aunque la cosa, según las estadísticas, es menos grave ahora. Mesa cuenta que atrás quedaron los tiempos en los que llegaban a bajar “20 o 30 cuerpos en un solo día por el río”. “Ahora el  país ha mejorado en cuestión de violencia”, alivia la tragedia, “ya no son más de siete, ocho o nueve fallecidos al mes los que encontramos en las aguas”. “Además”, añade, “antes eran pocos los que podían ser identificados, pero desde hace 13 años interviene en los exámenes la fiscalía y casi todos los cuerpos son reconocidos. Antiguamente ni se pensaba en buscar sus verdaderos apellidos”.

Pero a pesar de la mejora, este pescador de difuntos no piensa dejar de hacer lo que hace hasta que no quede ni un solo cadáver bajando por el Magdalena. Por eso aprovecha para hacer una desesperada llamada a “cualquier organismo, voluntario u ONG” que quiera colaborar con él en su bizarra tarea. “Yo lo tengo que pagar todo. La gasolina del carro, los plásticos, la canoa, los guantes… a veces hasta la caja si la alcaldía no quiere darme. ¿No hay alguien que me pueda donar una pequeña lancha en desuso o alguna otra cosa que me sea útil para poder seguir dando descanso a estas pobres almas? Pon eso en tu periódico”, implora Don Francisco.

El alternador arreglado y viento en popa rumbo a Medellín. Adelante queda un país de paisajes, cultura y bondades por descubrir. Atrás, el insólito folclore de Puerto Berrío, la pequeña ciudad empeñada en impedir a los verdugos que sus víctimas, anónimas, se ahoguen en el olvido de las aguas del gran río.

Notas relacionadas