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Opinión

1 de Diciembre de 2012

Columna: La ficción chilena, últimas décadas

Vía Elpais.es La inclusión de dos escritores chilenos en la lista de “Los mejores narradores jóvenes en español”, confeccionada por la revista Granta hace dos años, no premiaba sólo a Carlos Labbé y Alejandro Zambra (los dos escritores incluidos) sino a todo un grupo de autores que desde su heterogeneidad narrativa, temática y generacional exponen […]

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Vía Elpais.es

La inclusión de dos escritores chilenos en la lista de “Los mejores narradores jóvenes en español”, confeccionada por la revista Granta hace dos años, no premiaba sólo a Carlos Labbé y Alejandro Zambra (los dos escritores incluidos) sino a todo un grupo de autores que desde su heterogeneidad narrativa, temática y generacional exponen la vitalidad de una literatura que prosigue su camino, tras haber superado las trágicas secuelas del pinochetismo, además de ir desprendiéndose de la prestigiosa (pero no por ello menos pesada) herencia del boom. Si se mira atrás, los nombres de José Donoso y Jorge Edwards mantienen intactas sus aureolas de referentes narrativos como desenmascaradores de la realidad: la ideológica y la que se esconde con pudoroso cinismo entre las cuatro paredes de la alta burguesía chilena. Se mantienen intactos esos nombres de la misma manera que se mantenían (aunque tal vez con no tanta resonancia crítica y lectora) los nombres señeros de un Jorge Guzmán o Carlos Droguett (del que nunca dejo de recordar, por cierto, su hermosa novela Eloy, publicada en los años sesenta pero escrita en 1954), o ese extraño escritor llamado Francisco Coloane, autor de un excelente libro de memorias titulado Los pasos del hombre (2000). En España, entre novelas de Donoso y Edwards, de vez en cuando alguien se acordaba de María Luisa Bombal, aunque lamentablemente no ocurría lo mismo con Eduardo Barrios, del que nunca ninguna editorial de nuestro país atinó a editar uno de los textos clásicos de la narrativa chilena del siglo veinte: me refiero a El niño que enloqueció de amor.

Un aparte lo comprenden tres nombres muy vinculados por la popularidad que alcanzaron sus libros: me refiero a Isabel Allende, Antonio Skármeta y Luis Sepúlveda. Tres maneras muy personales de entender la literatura como vehículo de sentimientos a flor de piel, en su vertiente sentimental, política y de aventuras ecológicas, respectivamente.

Hacia la mitad de los años noventa del siglo pasado, un libro llama poderosamente la atención entre los críticos literarios españoles: se trata de Literatura nazi en América, de un escritor llamado Roberto Bolaño. Vienen más tarde La estrella distante y Nocturno de Chile (para mí una auténtica joya literaria en el subgénero que llamaría “literatura en torno al mal”). Con Los detectives salvajes (premio Rómulo Gallegos) llega la consagración definitiva. Estamos sin lugar a dudas ante un maestro, como así lo consigna definitivamente la publicación de su última novela, 2666. Con Bolaño, en la literatura chilena se produce un corte de la episteme literaria que regía la representación novelística hasta ese momento. Su modo de encarar los múltiples problemas que ofrece la narrativa contemporánea (por supuesto que no sólo la chilena y ni siquiera solo la latinoamericana), es un adiós a las obsesiones socio-psicológicas de un Donoso o las socio-ideológicas de un Edwards. Con Bolaño y con los novelistas que se incorporan a ese proceso de derrocamiento formal y temático en la narrativa chilena, se cierran los coletazos del boom en Chile y se abre una narrativa, no solo renovada sino que más de las veces, nueva.

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