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Opinión

14 de Diciembre de 2012

Bajo la luz turbia de los puteríos infectos

A Marita Verón la vieron encerrada. Las testigos dijeron que tenía el pelo rubio y los ojos celestes. Que tuvo un hijo de su secuestrador y que era esclava de una red de trata. En las 20 mil páginas del expediente los jueces tucumanos no encontraron las pruebas suficientes para condenar a los posibles captores y a los dueños de prostíbulos. No se sabe dónde está, quién la secuestró, qué pasó. Gabriela Cabezón Cámara y Sebastián Hacher, narradores del mundo delincuencial en clave periodística y de ficción, apelan a los relatos de las mujeres que se animaron a hablar y la investigación de la madre de Marita, Susana Trimarco, para reconstruir el funcionamiento de las redes de trata. La peregrinación de las mujeres esclavizadas por prostíbulos de diferentes provincias o países y los vínculos de los proxenetas con las fuerzas de seguridad y el poder político.

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Revista Anfibia / Gabriela Cabezón / Sebastián Hacher – Fotos: Verónica Treuer

El martes a la noche, después del anuncio de que ninguno de los 13 acusados por la desaparición de María de los Ángeles Verón, Marita, sería condenado, hubo catarsis. Convocados por las redes sociales, cientos de personas se concentraron frente a los tribunales, en Buenos Aires. Eran gritos, alguna pancarta pidiendo justicia, diciendo que todas somos Marita. El miércoles la marcha fue más organizada —a la bronca se le sumó el cálculo político— y sobre el fallo ya se sabían más detalles: que los ciento cincuenta testigos no le habían alcanzado al tribunal para reconstruir qué había pasado con ella. Que la investigación, siempre en manos de la justicia y la policía de la provincia, solo se activó cuando el caso se volvió nacional y puso la lupa sobre la trata de mujeres en Tucumán, dos años después de la desaparición de Marita. Que las cinco testigos que estuvieron secuestradas en redes de trata habían presentado algunas contradicciones. “Lo que hay que tomar en cuenta —había dicho uno de los abogados de la querella durante el juicio— es que estas mujeres sufren de estrés post traumático por algo que pasó hace diez años y que tienen que hablar frente a sus propios secuestradores”. Ellos, los acusados, con “Mamá Lili” secundada en todo momento por sus hijos mellizos y por esas mujeres de pelos larguísimos, tacos altos y rostros curtidos, estaban siempre dispuestos a la amenaza en el baño, el comentario por lo bajo, la miradas amenazantes. “Usted es una madre fracasada”, dijo Medina –propietaria de prostíbulos- en sus palabras finales. “Marita se fue de su casa para prostituirse”, agregó Daniela Milhein, primero víctima y luego captora de mujeres. Y así, con esos insultos, terminó el juicio. Sin condenas, y sin saber donde está Marita.

Diez años atrás, los últimos que la vieron a la intemperie, dijeron que era una chica de unos 22 o 23 años, estatura normal, delgada, tez blanca, cabello lacio castaño. Vestida con jeans, remera turquesa y tacos altos, según varios, o zapatillas blancas, según otros. Demacrada, ojerosa, claramente drogada, “con la mirada como extraviada” y rengueando. Durmiendo entre los yuyos al costado de la ruta 304, caminando para el norte por la misma ruta después. Eso, durante la noche que fue del 5 al 6 de abril de 2002: la vieron en Los Gutiérrez, un pueblo de Tucumán de unos pocos miles de habitantes. Dicen que alguien le alcanzó un sándwich. Que otra, una enfermera, segura de que esa chica estaba drogada, le pidió al sobrino que le dijera que se vaya de la puerta de su casa. Alguien dijo haber llamado a la policía. El último testigo que la vio al aire libre contó que Marita Verón andaba cerca de la comisaría de La Ramada, a 23 kilómetros de Los Gutiérrez. Después, se va armando el caminito, la policía: que sí, que encontraron a una mujer medio perdida, pero que no era Marita, que parecía de 40, que bueno, que por ahí era, que no habían recibido la denuncia de su desaparición, que la tuvieron ahí, que ella les dijo que tenía que ir a Tucumán y no tenía plata y que ellos la subieron a un micro y listo.
Diez años después, el 23 de mayo de este año, el comisario Julio Fernández, Jefe de la División Trata de Personas, declaró en el juicio por la desaparición de Marita y dijo que él cree que fue abordada en la Terminal de Ómnibus, donde la habría dejado la policía, y ahí la volvieron a secuestrar. Por supuesto, muchos creen que la policía directamente la entregó a sus primeros captores. Y no se sabe. No se sabe.
Pasaron diez años, casi once, y la chica que hoy tendrá, si vive, 34, y, que de todo lo que era suyo, una hija, un almacén que funcionaba bien, la vida por delante, apenas conservará, y esto es seguro, la tez clara, porque desde ese 6 de abril en que, en la más benévola de las hipótesis, la policía subió a un colectivo en vez de llevarla a un hospital, a una mujer que estaba como perdida, ya nadie más la vio a la luz del sol. Las pocas que la vieron la vieron encerrada, bajo la luz turbia de puteríos infectos, lejos del sol y de los yuyos y de caminar por cualquier ruta. Las pocas que la vieron y vivieron y escaparon y pueden contarlo, dicen que tenía el pelo rubio y los ojos celestes y que tuvo un hijo de su secuestrador y que es esclava de una red de trata. Para los jueces de la causa, no está probado; o en todo caso, los señalados por los testigos, más bien las testigos, como dueños de esos prostíbulos y como captores de Marita, son inocentes. Y más no saben. No se sabe. No pudieron extraer mucho más saber de los cincuenta cuerpos, unas 20.000 páginas, del expediente. No saben dónde está, quién la secuestró, qué pasó con ella. No tienen cuerpo. Está desaparecida. Y eso, lo sabemos bien, ayuda mucho a que no se sepa más. Pero se saben otras cosas.

Los grises y los negros

Algunas cosas se saben porque, y en la mayor parte de los casos gracias a la investigación y la intervención de la madre de Marita, Susana Trimarco, algunas chicas fueron rescatadas de las redes y se animaron a hablar. Algo que tal vez los jueces no sepan es el trauma tremendo que sufre cualquier persona torturada, esclavizada, drogada y violada constantemente. De haber tenido noticias de esto, quizás sus señorías no hubieran permitido los malos tratos que la defensa le deparó a las víctimas de, depende del caso, unos u otros de los trece acusados por la desaparición y la explotación de Marita Verón. Las chicas, igual, pese a la mala leche de la defensa y la ignorancia de los magistrados, hablaron. Y es gracias a ellas que sabemos mucho más que hace diez años. Una de estas mujeres es Fátima M. A los 16 empezó a trabajar de niñera de Daniela Milhein, una de las acusadas, la de la historia más trágica, la que recuerda a la zona gris de Primo Levi, esa zona donde la víctima se transforma en victimario cuyo emblema es para siempre el pobre infeliz y tremendo canalla del rey del Ghetto de Lodz, Chaim Mordechai Rumkowski –infeliz porque también fue una víctima del nazismo, canalla por oprimir a los suyos-.
Fátima, 16 años, niñera de Milhein. Al poco tiempo de trabajar con ella, la patrona le pregunta si no quiere un laburo mejor pago, irse de copera a Río Gallegos. La chica no quiso. Y entonces Milhein no perdió más tiempo charlando; la secuestró y empezó para Fátima un infierno de palizas y amenazas de matar a toda su familia si no obedecía. La chica zafó y habló: que la vio a Marita. La primera vez fue en mayo de 2002: “No sabía que era ella, pero cuando vi los afiches que la buscaban me convencí. Me habían advertido que no cruzara palabra, que estaba demacrada porque venía de un largo viaje. Eso habrá sido para fines de mayo del 2002”. Y otra vez, a fin de año: “Luego volví a verla a fines de diciembre de ese año, pero esta vez en la casa que tenía Daniela Milhein en Yerba Buena, para ese entonces yo ya sabía que era Marita Verón”.
Y, gracias a Fátima, sabemos un poco más como se mueven las redes de trata. “Por la casa de Daniela Milhein pasaban muchas chicas que posteriormente eran prostituidas en La Rioja, Santa Cruz y otras provincias. De hecho a mí me habían secuestrado con esa finalidad, pero la denuncia que había hecho mi madre por mi desaparición le impedía sacarme de la provincia, porque junto a los afiches de Marita que estaban pegados por todos lados, también estaba mi foto. Yo sabía que si me sacaban de la provincia no iba a volver a ver nunca más a mi familia. Así que me negaba a aprender los datos que me enseñaban para que usara documentación falsa y como consecuencia de ello era constantemente castigada. Daniela Milhein se enfurecía conmigo por mi resistencia a ser trasladada a otra provincia y me privaba de comidas y agua para disciplinarme. Ella quería que me vaya a prostituir a Río Gallegos, por esos días había venido un señor Moyano, que me prometía hasta casamiento con tal que lo siguiera. Pero yo me negué rotundamente, porque sabía que me iba a llevar para prostituirme en Las Casitas. Durante esos días lo vi a este señor Moyano hablando con Rubén Ale y me llamó la atención que lo hicieran ante un plato que contenía una sustancia blanca que parecía azúcar o harina”.

Ya es tiempo de contar la historia de nuestra Cenicienta de la zona gris, Daniela Milhein, y del padre de uno de sus hijos, la Chancha Ale. Empecemos por ella, la que es víctima y victimaria. Esto es lo que contó en el juicio: “Yo fui obligada por Rubén Eduardo Ale a ejercer la prostitución. Seis años fui forzada a ‘trabajar’ para él sin recibir ni un centavo porque él se quedaba con toda la plata”. Empezó a los 16, cuando hacía la limpieza de una agencia de autos y lo conoció. “Yo no era su pareja, era la mujer a la que él hacía trabajar. Me llevó a un prostíbulo que se llamaba Delby. Ahí había otros proxenetas. Su señora era María Jesús Rivero –una de los acusados, expropietaria de la remisería Cinco Estrellas, de los Ale–. Me hizo trabajar hasta que me detuvo el Malevo Ferreyra y me picaneó durante más de seis horas; por eso Ale quiso que dejara de trabajar y ahí fue que me quedé embarazada de él.” Víctima, es claro, por donde se la vea. Pero sobrevivió. Y por su casa pasaron muchas chicas que terminaron prostituidas. En su propio relato, reconstruido por Marta Dillon para Página 12, la historia es así: después de que Ale la mandara a “trabajar” a un prostíbulo en Catamarca, “fui a La Rioja por mi propia voluntad, porque después de haber trabajado para otro quería hacer dinero para mí y para mis hijos.” Voluntariamente, dijo: “Primero me llevaron al Candy, pero ahí estuve sólo un día. Después me llevaron al Candilejas y ahí conocí a Hilda Lidia Medina, pero no por ese nombre, la conocía como ‘Mamá Lili’; y también conocí a Azucena Márquez, se hacía llamar ‘Doña Claudia’”. Son otras dos de los 13 imputados en el caso Verón, Medina como dueña del prostíbulo y la Márquez como regente. “Estas mujeres no me querían dejar ir cuando yo me quise volver a Tucumán porque extrañaba a mis hijos. Cuando insistí, me encerraron en una habitación con tres personas. Tuve que decir que tenía una hija con Ale para que me dejaran volverme.” La dejaron. Y, según surge de las declaraciones de varias de las víctimas, “ascendió” en la red y no se dedicó más a prostituirse si no a captar, ya sea convenciéndolas o secuestrándolas, chicas: de víctima a victimaria.

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