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Opinión

23 de Diciembre de 2012

La hermandad del osito

  Las niñas tienen miedo. Siempre lo han tenido (al menos desde que se inventó la juventud, hace unos tres siglos) y siempre lo tendrán. Las jovencitas de doce, trece años, tienen miedo, y es tan natural que parece increíble que logren engañarnos con sus desplantes, sus faldas cortísimas, sus noviazgos precoces, la actitud de […]

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Las niñas tienen miedo. Siempre lo han tenido (al menos desde que se inventó la juventud, hace unos tres siglos) y siempre lo tendrán. Las jovencitas de doce, trece años, tienen miedo, y es tan natural que parece increíble que logren engañarnos con sus desplantes, sus faldas cortísimas, sus noviazgos precoces, la actitud de tedio y desdén con que pretenden conjurarlo. El paso desde una niñez dulce, doméstica e inocente a la trastabillante adolescencia y la rutinaria adultez es una de las experiencias más potentes y a veces más duras de la vida entera. Para los hombres también, pero para las niñas, postulo, afirmo, aseguro: más.

Si es casi de ciencia ficción. Tienes un cuerpo, el tuyo, el de siempre, el que todo el mundo conoce, y de pronto tienes otro, un cuerpo nuevo, con ondulaciones desconocidas, extrañas proporciones y oscuridades donde antes había lisura y olor a infancia. El increíble Hulk en cámara lenta. La Mujer Maravilla en el dormitorio. La llegada del período en las niñas suele ser celebrada por algún adulto de la familia, muchas veces el padre, y con la mejor de las intenciones, con un emocionado “Ya eres una mujercita”. No imaginan el terror que produce esa frase. Es tanto lo que supone, lo que parece venirse encima cuando se es apenas un proyecto de mujer grande.

Como un auto en rodaje (aunque eso ya no existe, parece), muchas niñas se retraen a la melancolía sin objeto o en cambio chirrían, actúan destempladamente, se sobreactúan. Creo que es por la presión del entorno, por lo desconcertante de las reacciones a los cambios físicos y el brote del interés sexual; es demasiado para unas emociones nuevitas, balbuceantes, no templadas todavía por la experiencia y la mentira.

Como viví por supuesto ese largo e invisible rito de paso, y hoy lo adivino en una niña que se parece a mí, nunca he podido olvidar un relato de Steven Millhauser que sin decir nada de esto lo dice todo. El cuento se titula “La Hermandad de la Noche” y se presenta como una serie de testimonios acerca de unos hechos que tienen trastornado a un pueblo cualquiera de los Estados Unidos más provincianos: las niñas de ese pueblo, las hijas adolescentes de la respetable clase media, jovencitas que conservan un osito polvoriento en dormitorios que rezuman todavía el dulzor de la niñez, abandonan subrepticiamente sus hogares por las noches, se escabullen por patios apenas iluminados y se reúnen en casas abandonadas, en bosques o cementerios.

Nadie sabe con certeza qué hacen allí, pero entre los adultos empiezan a correr rumores de una sociedad secreta, de actos inconfesables, sacrilegio, trances religiosos, el diablo, brujería, depravación. Los murmullos y el terror de los padres aumentan porque las niñas no revelan el secreto ni siquiera bajo los peores castigos o amenazas. Mientras algunos padres desesperados acumulan ojeras preguntándose qué hicieron mal, mientras los pusilánimes se limitan a contemplar la terrible desolación que se cierne sobre sus vidas, otros amarran a sus hijas a sus camas rosas con vuelos: en sus propios dormitorios con ositos las golpean, las espían y maldicen el día en que nacieron.

Pero las muchachas no hablan. Y entonces los padres las acusan de crímenes que en el fondo los tranquilizan, porque son algo conocido, algo que, aunque horrible, se puede comprender. Porque lo verdaderamente tenebroso es esa nada, esa oquedad donde debiera haber una explicación. ¿Qué ocurre en realidad en ese pueblo perdido de Minnesota? La verdad es simple y devastadora: las niñas solo ocultan su pasión por el retiro y el silencio. No están haciendo nada extraño, o en realidad lo que hacen es extrañísimo, impensable. Las niñas huyen por las noches para estar quietas, calladas, en paz. En los sótanos, en la oscuridad de los parques, por unas horas no hacen más que estar en silencio. No quieren oír nada, no quieren ser oídas.

Millhauser retoma el tema desde otro ángulo en Enchanted Night(creo que no se ha publicado una traducción; hace muchos años hicimos una a cuatro manos con la escritora chilena Andrea Maturana, pero la editorial había comenzado a morir y ese trabajo se perdió). Las narraciones de Millhauser funcionan por acumulación, crecen como un tumor mutante, y por eso no es raro encontrarse con historias suyas que parecen haber brotado en otra parte para no agotarse jamás; aquí, a medianoche, una banda de chicas de trece o quince años irrumpe en las casas del barrio como sombras sibilantes bajo la luz de la luna. Dejan inocentes huellas en las cocinas de sus padres, potes volteados, restos de comida, notas en hojas de cuaderno que dicen, nadie sabe por qué, “Somos vuestras hijas”.

Este es, y no hay que ser adolescente para percibirlo, un mundo opresivo a fuerza de abundancia, abundancia de palabras, de órdenes, de engaños, de información falsa, incompleta o perniciosa. Es la ansiedad la que habla, un habla de burbujas y de algodón de azúcar, palabras que se disuelven en el aire, sin sustento, sin calma. La incontinencia verbal se celebra, la parquedad es una tara social. Hay libros, sistemas en diez pasos, metodologías de psicología barata para dejar de ser introvertido. En las escuelas se aviva al joven líder lleno de energía y seguridad, al que habla con desplante, mientras el mundo mucho más diverso de los callados pasa por fuera, sin ser detectado en el radar de los adultos. En casa la televisión nos insulta al elevar el volumen durante las tandas comerciales, los omnipresentes vendedores nos aterran con la certidumbre de que mienten sin remedio, la comunicación instantánea nos acerca sin habernos preguntado si queríamos acercarnos realmente, y a quién.

Entonces es cuando recuerdo la Hermandad de la Noche y pienso algo simple: qué gran idea. Pues si la vida interior de las niñas ha tenido siempre un gran dilema –el osito o el escote, quiero pero no quiero, quiero saber pero no todavía–, ¿por qué no resolverlo abriendo espacios mudos para soltar la presión? Los especialistas recomiendan hablar, hablar, hablar: contar todo lo que te pasa. Bah, yo no, no siempre. Quizás a veces sea más sano mandar al diablo esa nube de voces y buscar la calma en un paisaje sin palabras, en una hermandad que sabe cuándo callar y cuándo levantarse para seguir con la vida. Quizá ese sea un consejo extraño pero no tan desquiciado para una adolescente. ¿Y luego los grandes no podemos hacer lo mismo?

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