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Nacional

25 de Marzo de 2013

La bala loca que mató a Juan Pablo Jiménez

Durante un mes, su familia, varios sindicalistas y un grupo de trabajadores acusaron a la empresa Azeta de haberlo mandado a matar de un tiro en la cabeza. Alimentaron este relato con marchas y afiches, y transformaron su historia en una leyenda. Los seguimos en sus encuentros hasta que la PDI concluyó que la bala de esta historia insólita fue disparada a un kilómetro de distancia, en un tiroteo en La Legua.

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El 21 de febrero pasado, al sindicalista Juan Pablo Jiménez –líder del sindicato número uno de la empresa subcontratista eléctrica Azeta- lo mató una bala perdida y la mala fortuna. A la Fiscalía ya casi no le caben dudas que los dueños de la empresa para la que trabajaba no están vinculados a este insólito homicidio, como el círculo cercano al sindicalista ha contado hasta ahora. A casi un mes de su muerte, se sabe ya que la bala 9 mm –o de .40, aún no está claro- que lo mató fue disparada desde Sánchez Calchero con Comandante Riesle, durante un tiroteo en la población La Legua. Dos llamados a Carabineros, realizados ese día a las 16:02, denunciaban a bandas que se enfrentaron por casi una hora. Aunque parezca increíble para quienes desconocemos los alcances de las pistolas, el proyectil recorrió 900 metros en 3 segundos, sobrevoló techos de casas, fábricas y varias cabezas, antes rozar levemente en un cable eléctrico y atravesar -en diagonal y de arriba hacia abajo- los 17 centímetros del parietal izquierdo del dirigente, hasta llegar a su nuca.

Juan Pablo Jiménez murió de forma instantánea. Tanto que nadie se dio cuenta que había fallecido: sus compañeros de trabajo lo vieron desplomado sobre el piso y lo cargaron pensando que le había dado un ataque cardiaco. Lo trasladaron, ya muerto, a la mutual. Allí, los doctores le dijeron a la familia que había fallecido por un golpe en la cabeza que se había dado al caer. Pero más tarde, cuando los detectives de la PDI lo examinaron, llamaron al fiscal para informar que a Jiménez le habían dado un tiro.

Durante semanas, la bala que mató a Juan Pablo Jiménez estuvo también en la cabeza de muchos personajes. La incertidumbre de su muerte tejió mitos, se organizaron marchas, brotó la indignación, y el relato de su fallecimiento tuvo más de tres versiones distintas. Aunque en privado la familia reconocía las ansias de creer que esto fue una simple fatalidad del destino, que nadie lo odiaba tanto como para querer asesinarlo, en público daban a entender que los dueños de la empresa lo habían mandado a matar, como escuchaban decir a los dirigentes sindicales y abogados que se organizaron para martirizar a Juan Pablo Jiménez, apenas supieron que tenía un balazo: “un obrero se murió, Azeta lo mató” –fue uno de los gritos que se repitieron en cada manifestación pública.

JUAN PABLO, ¿QUIÉN TE MATÓ?

6 de marzo
Cuando Juan Carlos Jiménez y Nancy Garrido, los padres de Juan Pablo, contaron su versión para esta crónica, ya habían pasado varias cosas en el caso. La PDI ya había dicho que una bala perdida lo había matado, pero pocos se lo creyeron, y la televisión difundía un video con sus últimos momentos de vida: cincuenta segundos en que se le ve caminando rumbo a su lugar de trabajo y, cuatro minutos después, derrumbarse. No muchos días antes, también, el cantante Jorge González había dicho durante su presentación en el Festival de Viña del Mar, en la Quinta Vergara: “Quiero dedicar este concierto a ese señor, dirigente sindical, que estaba preparando los papeles para defender a dos compañeros que los habían echado injustamente del trabajo, y mientras estaba en su escritorio terminándolos, como en los viejos tiempos de los militares, vino alguien, probablemente mandado por los mismos gerentes, y le pegó un balazo”. El ex Prisionero no estaba ni cerca de la verdad, su relato no coincidía con los detalles intactos que la familia guardaba de ese traumático día. Sus dichos se convirtieron en uno de los tantos mitos que hasta hoy se repiten sobre esta historia.

Lo primero que dice Nancy Garrido cuando habla de su hijo es que la situación la tiene destrozada, que lleva varios días sin querer dormir, porque tiene miedo de estar a solas con su conciencia. En cuanto cierra los párpados –explica llorando – la escena se le repite por cuadros: ve a su hijo tirado en una camilla, muerto, con un parche ensangrentado en la frente. Luego, ve el momento en que Ximena Acevedo, su nuera, convulsiona en llanto cuando firma el acta de defunción, y se entera que a su esposo lo mataron de un balazo en la cabeza. “¡Te asesinaron, amor! ¡Te asesinaron, amor!”, repite una y otra vez su mente.

Juan Carlos Jiménez ha llevado el duelo con iguales sobresaltos que su esposa. A él, sin embargo, lo atormenta la imagen del sitio del suceso. “Yo le puedo decir cómo mataron a mi hijo y creo que no me equivoco”, dice, aparentando seguridad. Su mente, sin embargo, está llena de conjeturas. Se obsesiona con la esperanza de encontrar algún detalle olvidado que resuelva el caso. Todas las noches repasa segundo a segundo los últimos lugares donde estuvo su hijo, y después esboza las posibles trayectorias del proyectil. Siempre llega a la misma cinematográfica conclusión. Como ya no cree en la tesis de la bala perdida, piensa que el tirador es un sicario que percutó la pistola con silenciador, porque nadie escuchó el disparo, y que pudo haber estado muy cerca. Para él, cada detalle extraño confirma una monstruosa conspiración. Cuenta:

-La bala vino de lo alto, de las oficinas. O también puede haber sido desde el taller mecánico, que está a un costado de la empresa. ¿Por qué lo mataron? Porque recién se estaba formando y ya estaba metiendo mucho ruido. En un año y medio más iba a tener una negociación grande, con varios sindicatos.

El discurso que repite ha ido creciendo en argumentos a medida que escucha a otros dirigentes y a Margarita Peña, la abogada que defendía las causas del sindicato de Azeta. Ella -dice- fue la primera que sembró las dudas. Partió junto al cadáver de su hijo, en la Asociación Chilena de Seguridad:

-(Ella) Le tomaba las manos y le preguntaba quién lo había matado y si ahora venía ella o no. Decía saber quién le había hecho esto. Desde un principio, sin que nosotros le dijéramos nada, ella decía que la empresa había mandado a matar a mi hijo -recuerda su padre.

EL EMPRESARIO ERA SU ENEMIGO
7 de marzo
La Primera convención ampliada de trabajadores, estudiantes y organizaciones populares no es más que un encuentro de líderes de movimientos sociales, que están allí para enterarse de primera fuente sobre la muerte de Juan Pablo Jiménez. La convocatoria del “plenario”, como le llaman a la asamblea, es en la sede de la Federación Industrial Ferroviaria, una vieja casona en el barrio Cumming. Todos allí quieren oír una exposición de un trabajador de Azeta que desmiente la versión de la “bala loca” y que comprueba que a Jiménez lo mandaron a asesinar sus patrones.

El vestíbulo está lleno de propaganda. La cara de Jiménez aparece en cientos de papeles amontonados, varios afiches y un par de periódicos alternativos. Por un aporte voluntario, uno se lleva un completo set de información sobre el caso, y textos sobre bajos sueldos, huelgas y subcontratación. Uno de ellos, una fotocopia, se titula “Situación actual de la clase trabajadora” y le dedica unas palabras a Jiménez: “No creemos en la justicia. Nada devolverá a nuestro compañero. Pero sí creemos en el pueblo, que con su acción dará a luz a miles de Juan Pablo, hasta poner fin a la explotación”.

En la sala, la cara de Juan Pablo inunda el espacio. Su iconografía -un joven crespo, de mirada preocupada y con una barba tipo candado- está en todas las paredes. En una de ellas se proyecta una imagen que lo muestra en la última movilización. Aparece con un casco, hablando por megáfono, y con el puño izquierdo al aire. El borde de la imagen llama a asistir a un beneficio, donde actuarán destacadas figuras de la música nacional. El lema del acto es “Todos somos Juan Pablo Jiménez”, una importación del “Todos somos José Luis Cabezas” que se usó en la Argentina de los 90 por el asesinato del fotógrafo, que apareció en un auto incendiado, esposado y con dos tiros en la cabeza.

Frente a la asamblea está la abogada Margarita Peña, acompañada de unos dirigentes y del padre de Jiménez. Lo primero que advierten es que sólo los acreditados pueden tomar fotografías o grabar.

La abogada lee a la asamblea un apunte con el minuto a minuto de la muerte del sindicalista. Su versión enfatiza en detalles que demuestran que él no tenía enemigos, salvo los dueños de la empresa. Ellos -asegura- le tenían mala porque en la última negociación pospuso la discusión para junio de 2014, fecha en que se producen más emergencias eléctricas. Además, dice, el dirigente estaba peleando con las empresas mandantes –Chilectra, Enersis y Endesa-, para cambiar el arnés de seguridad que usaban. El día en que murió, estas compañías habían respondido al reclamo.

–Justo se murió cuando iba leyendo una carta que decía que la empresa tiene como prioridad la seguridad de sus trabajadores –cuenta con tono de sorpresa. –Qué ironía, ¿no? Por eso acordamos comunicar nacional e internacionalmente que se asesinó a un dirigente sindical en su puesto de trabajo –continúa explicando la abogada, antes de darle la palabra a Néstor Sepúlveda, compañero de Jiménez en la Federación de trabajadores.

Él tiene una teoría para descartar la bala perdida. La asamblea lo escucha:
-Le hemos dado mil vueltas al lugar donde cayó y todavía no hemos encontrado por dónde puede llegar una bala. El techo no tiene nada. Muchos dicen que la bala vino de La Legua, pero estamos a un kilómetro de distancia.
La asamblea murmura y un joven de un colectivo de La Legua se ofrece para declarar que la bala no salió de su población. El día en que mataron a Jiménez, argumenta, la veleidad no había caído por allá; la penúltima balacera había ocurrido el 15 de febrero y la última, ayer. La asamblea lo aplaude.

La abogada aprovecha el fervor para denunciar las “manipulaciones de la prensa”. Además, reclama por los reportajes sobre las “balas locas” que se han emitido en los últimos días y la emprende contra una nota que vinculaba al dirigente con la Concertación. “Él los repudiaba y participó activamente en la campaña ‘Yo no presto el voto’”, aclara ella.

Un veinteañero levanta la voz para denunciar más manipulaciones. Le pregunta a los organizadores si saben por dónde ingresó el proyectil. “Todos sabemos que los medios y las policías manipulan los escenarios para decir que fue un accidente. Juan Pablo no va a ser el último que va a morir en esta lucha, nosotros estamos en una dictadura y ellos están en democracia. Por eso también quería preguntarles si ustedes manejan información sobre la posibilidad de que al compañero lo haya matado un esquirol, un rompehuelgas, pagado por Azeta, que es lo más probable”, dice, ante el asombro de todos. El padre le responde. La hipótesis que el joven plantea le hace sentido, igual que el relato del sicario que disparó desde el taller mecánico, la versión que repasa todas las noches. ¿Sicario o esquirol? Lo importante para él es que todo lo que ha escuchado en este encuentro lo convence aún más de que a su hijo lo mandaron a matar.

“No existen las balas locas, existen las balas localizadas”, me dirá más tarde la madre del dirigente al enterarse de lo que se habló en la asamblea.

EL LUGAR DONDE CAEN LAS BALAS
8 de marzo
-Aquí siempre caen balas –cuenta un mecánico con un overol engrasado y una llave en la mano. –En el último tiempo he cambiado tres techos de mis vecinos y todos tenían balazos –agrega, sin mostrarse impresionado por la muerte del dirigente. Dice que era cuestión de tiempo para que las balas guachas, que atraviesan La Legua, buscaran otro blanco que no fueran las calaminas del tejado. Él trabaja en el taller ubicado a un costado de Azeta, el mismo desde donde Juan Carlos Jiménez cree que le dispararon a su hijo.

–De acá no salió la bala. ¿Que si estoy seguro? Claro, nosotros estamos todo el día y nos habríamos dado cuenta si alguien dispara de tan cerca -explica.

Azeta está ubicada en la calle Isabel Riquelme, a un kilómetro de La Legua Emergencia. La zona es algo así como su antejardín, el lugar donde caen las balas al aire que allí se disparan. Por este sector, todos dicen haber escuchado alguna. En la entrada principal de la compañía, los mismos trabajadores hacen memoria. Cuentan que una vez encontraron una incrustada donde se guardan las herramientas, a muy pocos metros donde se desplomó Jiménez. Otra vez -dicen- el proyectil llegó más lejos y se metió en la puerta del auto de otro dirigente sindical. Esas balas, anecdóticas hasta hoy, han servido para demostrar habitualidad. La empresa las cita para decir que es casi una obviedad que las balas caigan por allá, mientras que el grupo de apoyo a la familia piensa que este antecedente demuestra que la empresa ya le había corrido bala a otro dirigente.

Los obreros en la puerta no tienen claro si a su líder lo mató una bala perdida o una direccionada. De lo que sí están seguros es de que las malas condiciones laborales que ofrece Azeta son tan mortales como las balas. A Azeta ellos le dicen Azota, y a la gerenta de personal, la llaman la jefa de recursos inhumanos. Los empleados no van felices al trabajo: denuncian que les pagan mal y que ocurren muchos accidentes. En su historial, la compañía acumula 52 demandas laborales. Todos los años se mueren trabajadores electrocutados y por caídas, y otros varios quedan heridos y quemados. El 27 de mayo del año pasado, el eléctrico Richard Trincado se cayó de un poste, después de haber trabajado en un turno de emergencia de 36 horas, entre viernes y sábado. Seis días después murió. Jiménez lo conocía y le escribió una columna en el periódico laboral “Tareas Urgentes”. Allí denunció que mientras despedían a su compañero, los jefes estaban más preocupados del partido de fútbol de la Selección con Bolivia, que del fallecimiento.

Lo peor de todo -dicen los trabajadores- es que la empresa tiene prácticas antisindicales, y ya nadie quiere afiliarse. De los mil trabajadores que tiene la compañía, ni siquiera trescientos están asociados a los seis sindicatos que existen. El de Jiménez tenía apenas 40, la misma cantidad que el sindicato dos, que en el semestre pasado mantuvo una huelga por 12 días, pero sin generar mucha presión. Jiménez pensó en eso cuando en diciembre pasado postergó la negociación en un año y medio más. En ese tiempo, tenía planeado pedir la unidad económica de la empresa -que tiene más de siete RUT distintos- y fortalecer los sindicatos. Llegado el momento pararía la faena en el peak de su demanda.

Era un hecho que Jiménez estaba haciendo las cosas distintas. No era un gran líder sindical aún, pero estaba en camino. Llevaba dos años como dirigente y muchos recuerdan haberlo visto leyendo muy detenidamente la “Historia del movimiento obrero chileno”, de Humberto Valenzuela, el fundador del trotskismo en nuestro país.
Sus compañeros -que hoy andan con un ojo al frente y otro en el cielo, arrancando de balas imaginarias- piensan que a lo mejor es verdad que la empresa lo mandó a matar. Recuerdan que desde que Jiménez había optado por aplazar la negociación, un gerente lo acosaba, le preguntaba diariamente por qué los quería cagar. Seguramente –sugieren- descubrieron que era un gran líder.

COMO CLOTARIO BLEST
9 de marzo
Ximena Acevedo llega al colegio Paulo Freire, en San Miguel, con su hijo de dos años en coche y con el de nueve caminando a su lado. Este último le escribió unos versos a su papá el día en que se enteró de su muerte: “Lágrimas, gotas saladas provenientes/no de mares ni océanos/provenientes del corazón/son saladas porque cargan las tristezas/más profundas de nuestro corazón”. La letra fue musicalizada por un vecino y desde el interior del colegio suena la canción que de allí salió.

La familia de Jiménez está acá porque les organizaron un beneficio. En pocos minutos más, destacados músicos como Anita Tijoux y Tata Barahona cantarán para los asistentes. La entrada vale dos mil pesos y adentro venden comida, bebidas, poleras y todo el set de propaganda sobre la muerte del dirigente. Todo el dinero recaudado será para la viuda y para seguir apoyando la causa.

Hay más de cien personas en la actividad. Hablar con ellos sobre la teoría de la bala perdida es hacer el ridículo. Los dirigentes, de hecho, sólo la mencionan para decir que está descartada o que es sólo una hipótesis más de la PDI. A esta altura, nadie se compra esta explicación. Varios de los que fueron a la asamblea la semana pasada, en Cumming, están acá también. Uno de los dirigentes del movimiento lee el minuto a minuto que Margarita Peña leyó en la sesión anterior. Repite que Jiménez no tenía enemigos, salvo la empresa, y que los medios manipulan la información.

A 16 días de su muerte, su historia ha ido adquiriendo matices épicos. Cada vez son más los que creen que el sindicalista debe ser recordado como el mártir de la seguridad laboral, y que su muerte es inseparable de su lucha.

Asesinado, acá, es sinónimo de Juan Pablo Jiménez. Es la palabra que más se escucha durante la tarde. Así lo dan a entender, también, los discursos de las distintas organizaciones que toman el micrófono, el mismo con el que acaba de cantar Anita Tijoux. Habla el dirigente de la Asamblea de los pueblos, el del Frente de Estudiantes Libertarios, los de Venicia Cartonera, y un joven del periódico alternativo El Irreverente, que anuncia que el próximo titular de su pasquín irá en honor de Jiménez.

-A nadie le cabe duda que fue asesinado. Esto es una advertencia. No podemos dejar pasar un día más para que los poderosos tomen espacios, ni dar minutos de tolerancia a que se sigan asesinando luchadores sociales. Juan Pablo Jiménez era uno de los dirigentes más combativos que han tenido los trabajadores en el último tiempo, y hoy estamos a la altura de compararlo con Ernesto Miranda y con Clotario Blest –dice el joven y recibe aplausos.

El último discurso es el de Ximena Acevedo. En medio de un ataque de llanto, y con sus dos hijos a cuestas, ella da las gracias a los asistentes.

-No hemos tenido tiempo de sentirnos solos. Ahora somos una familia de millones. Cada vez que mi hijo de dos años ve un letrero en la calle pregunta por su papá, y nosotros esperamos tener la respuesta para decirle la verdad. ¡Verdad y justicia para Juan Pablo Jiménez! –concluye.

QUIERO CREER EN LA BALA LOCA
13 de marzo
Ximena Acevedo anda nerviosa, porque hoy en la noche tiene su primera entrevista televisiva, en el late de Álvaro Escobar, en Mega.

Llega con el libro “Historia del movimiento obrero chileno” bajo el brazo, para que vea los párrafos que tiene subrayados. Su esposo se había pasado el último tiempo estudiando esas páginas, marcadas una y otra vez para no olvidarlas. También trae unas fotos del 2010, donde él aparece con sus hijos elevando volantines.

Acevedo dice que toda la semana ha soñado con él. Cuenta que divaga por recuerdos y se ve interrogándolo por su muerte: “Amor, ¿qué te pasó?”, le pregunta todas las noches. Jiménez no le responde. En los últimos días, confiesa, ha pensado en la teoría de la bala perdida. “¿Y si fuera verdad?”, pregunta. “¿Si todo esto no fuera más que una jugada de la mala suerte?”.

-En el fondo, en lo profundo, mi corazón quiere creer que el Pablo murió por una bala perdida. Prefiero que haya sido así antes de pensar que alguien lo odiaba tanto como para querer asesinarlo –explica antes de irse a su casa.

La familia en pleno está dedicada a preparar la marcha de mañana. El padre, por ejemplo, tiene como misión ir a las universidades a explicar la muerte de su hijo y pedir que los estudiantes los ayuden en la causa. La madre se ha pasado toda la tarde escribiendo la fecha de la marcha en los panfletos que se mandaron a imprimir. En un lado está la cara de Jiménez y en el otro la historia de su muerte. Hay 50 mil de esos papeles amontonados en la sede de la Confederación Nacional de Sindicatos y Federaciones (Cepch), que solidariamente pasó la casona para que el grupo se reúna.

-Juan Pablo comprendió desde temprano que vivimos en un sistema capitalista que se basa en la explotación del hombre por el hombre, que la patronal se apropia de la riqueza producida por la clase obrera… ¡Verdad y castigo, donde uno cae miles se levantan! –dice el volante.

El grupo que organiza la marcha denuncia que la Central Unitaria de Trabajadores (CUT) no se ha puesto con nada y que Bárbara Figueroa, su presidenta, miente cuando dice que le ha prestado apoyo a la familia. Dicen que incluso hace pocas horas fueron a pedirles que por favor les fotocopiaran unos panfletos, pero les dijeron que no tenían fotocopiadoras.

Nancy Garrido, la madre de Jiménez, comenta que al igual que su nuera, también ha soñado con su hijo, y que también le ha preguntado quién lo mató. Ella, sin embargo, no cree en la bala perdida. Mientras no tenga respuesta, dice, los patrones son los primeros sospechosos y su compromiso con el movimiento es total.
El grupo sale a repartir los papeles al Paseo Ahumada. Para Nancy, esto de las manifestaciones es nuevo: la marcha que viene será su primera vez. Ella recorre la calle desde la Alameda a la Plaza de Armas entregando volantes. Algunos lo guardan sin leerlo, y otros se quedan pegados hasta analizar la última línea.

–A este señor lo mató el patrón –le dice un octogenario sentado en una banca. –Páseme otro más, porque yo voy a mandar esta propaganda a Venezuela, soy bolivariano –agrega.

Nancy lleva puesta una polera con la cara de Juan Pablo y la leyenda “Verdad y castigo”. Se mandaron a hacer 500 y se vendieron a dos mil pesos cada una. Es la misma con la que horas después, a la 1:30 de la madrugada, saldrá en la televisión su nuera, explicando cómo fue la muerte de su esposo y llamando a la gente a marchar para presionar a las autoridades a encontrar la verdad que tanto la atormenta.

-Para mí sería mucho más fácil de superar el hecho de que mi esposo se murió por una fatalidad de la vida –volvió a repetir la viuda esa noche.

LA MARCHA
14 de marzo
Hay poca gente reunida en la Plaza Los Héroes. La familia de Jiménez lleva encima poleras con su nombre que exigen verdad y castigo. A su alrededor hay lienzos que llaman a no detenerse ante las balas, banderas del Partido de los Trabajadores Revolucionarios, y un stand de serigrafía, donde uno lleva la polera que anda trayendo y le estampan la cara del dirigente muerto.

-Compañero Juan Pablo Jiménez, presente. Hasta la victoria, siempre -grita la esmirriada masa.
La policía les dice a los organizadores que están autorizados para reunirse, pero no para marchar. Si quieren hacerlo, la única opción es caminar por la Alameda en dirección a la Universidad de Santiago. El grupo cita a una reunión de emergencia para evaluar la ruta. En el comité no está presente la familia, sólo miembros de agrupaciones políticas y dirigentes de distintos sindicatos, entre ellos Néstor Sepúlveda y la abogada laboralista Margarita Peña.

-Podemos hacerle la cuática y marchar a La Moneda, pero por la vereda -propone un organizador.
-Es que nadie va a aceptar marchar por la vereda -responde una joven.

-Busquemos una alternativa y lo sometemos a consenso general -agrega el mismo organizador de la idea de avanzar por la vereda.

-Consenso popular, compañero -le corrige la joven. -Lo otro es irnos a la mala no más, por la calle hacia La Moneda, ir al choque -agrega.

-Esa es una buena idea, podemos ir hasta el centro y si queda la cagá, queda no más -apoya un dirigente minero subcontratado de Codelco.

-Si la ‘repre’ llega eso es bueno para nosotros, porque podemos decir que nuevamente no se permitió hacer la marcha del compañero -propone otro dirigente.

La familia, que recién se integra al grupo, no está de acuerdo.

-No quiero que nadie se exponga al peligro -advierte la viuda.

-Yo sé que va a quedar la cagada, así que mejor hagamos las cosas bien y caminemos por donde los pacos quieren que vayamos. Allí vamos a hacer lo que queramos. Esa es la opinión de la familia -apoya un primo de Jiménez.
-No seas iluso, los pacos nos van a pegar igual -replica una joven que se acaba de integrar. -Lo que pasa es que la marcha no tiene sentido si se hace hasta la Usach, porque lo que deberíamos hacer es llegar a Chilectra, la empresa para la que el ‘compa’ trabajaba como subcontratado.

-Oye, respetemos el recorrido. Yo vengo acá porque es mi sangre, es mi primo, y ustedes se están pasando a la familia por la raja. ¿Ustedes creen que esta es la última manifestación que se le va a hacer a Juan Pablo Jiménez? -pregunta su primo.

-No, no es la última, pero nosotros no estamos acá apoyando a la familia por lástima, sino por un objetivo político, por la responsabilidad que tiene la empresa en la muerte del compañero -contesta una mujer, que lleva en el cuello una credencial de prensa de un medio alternativo.

La columna de no más de mil personas finalmente caminó rumbo a la Usach. Detrás del lienzo principal, la familia de Juan Pablo Jiménez debutaba en una manifestación. A pocas cuadras de haber partido, sin embargo, abandonaron la fila, cuando vieron a un grupo de jóvenes con antorchas y a otros más que rayaban las murallas con la frase “caos social”.

-Ya vamos camino a la casa -me dice el padre de Jiménez cuando le hablo por teléfono. -Esto es mucho para nosotros, agradecemos el apoyo que nos han dado, pero cuando vimos fuego mejor nos vinimos, porque andamos con la Ximena y mi esposa -concluye.

La columna continuó sin la familia, gritando: “un obrero se murió, Azeta lo mató”. La afirmación se ha convertido en un mito. La fiscalía tiene descartada esa posibilidad, pero muchos siguen creyendo que eso fue así. Los organizadores del grupo de apoyo a la familia se han encargado de mantener con vida esa tesis. Que su asesinato quede en la nebulosa -dicen- ayuda al movimiento sindical, porque da lo mismo cómo haya muerto el “compañero”, lo importante es por qué murió, qué estaba haciendo cuando la bala le cayó. Días después, un dirigente me diría que este relato está tan extendido entre los “viejos” y los estudiantes, que aunque el peritaje diga que fue una bala perdida, van a pasar 20 o 30 años, y muchos seguirán creyendo que a Juan Pablo Jimenez lo mandaron a matar.

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