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Opinión

2 de Abril de 2013

La fiesta brava de Mario Bellatin

No se sabe ni se sabrá nunca con seguridad si el mexicano Mario Bellatin es un autor autobiográfico o no, o hasta qué punto lo es y desde qué punto es un elucubrador, un simulador de autobiografías posibles e imposibles, casi siempre terribles. Más relevante es lo que puede haber tras esa voluntad de confusión. […]

Vicente Undurraga
Vicente Undurraga
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No se sabe ni se sabrá nunca con seguridad si el mexicano Mario Bellatin es un autor autobiográfico o no, o hasta qué punto lo es y desde qué punto es un elucubrador, un simulador de autobiografías posibles e imposibles, casi siempre terribles. Más relevante es lo que puede haber tras esa voluntad de confusión. Alan Pauls, en su ensayo “El arte de vivir en arte”, toma el trabajo de Bellatin, de César Aira y de Héctor Libertella para ejemplificar lo que entiende por “literatura expandida”: aquella que, echando mano al cruce y la confusión con la vida y con otras artes, rehuye a toda costa la suficiencia o el ensimismamiento literario. Una obra que se opone a cualquier tesis posible acerca de la especificidad de la literatura, liberándola “del cepo de lo propio para arrojarla a un más allá donde se disuelva por fin en la vida”. Una literatura, pues, de avanzada, que reorienta los esfuerzos por hacer y por comprender el arte literario: “¿Qué es lo que le importa a Bellatin de la literatura? No ‘las palabras en sí’, dice; no el ‘contenido de las historias’, sino definir las ‘reglas del juego’ de un sistema del que las obras serán apenas manifestaciones accidentales”, escribe Pauls.

Y efectivamente, si bien con frecuencia Bellatin da indicios para pensar que él y su vida son la materia de sus libros, una lectura más atenta indica que a su propia biografía más bien la despedaza, la exagera, la deforma: la mutila en función de esas reglas que quiere establecer. No le interesa el autor al autor. O le interesa pero para difuminar su identidad o, derechamente, para desintegrarlo en la obra. Hay una escena en su novela Damas chinas que, no siendo ni de lejos la más brutal ni llamativa suya, nunca se me ha olvidado: una mujer viaja junto a su marido en barco y al segundo día un tripulante grita que se han caído al mar dos vacas de la bodega: “Estaban, más o menos, a diez metros del barco. Nadaban moviendo las patas delanteras rápidamente. Algunos pasajeros propusieron que el barco se detuviera para rescatarlas. Nadie les hizo caso. Aquel espectáculo duró cerca de quince minutos. Pasado ese tiempo, las vacas no eran sino dos puntos en la lejanía”. Algo así hace Bellatin en sus libros con su biografía y con su identidad; a medio camino las deja ir, convirtiéndolas, también, en dos puntos en la lejanía, no importantes. Habría que agregar, eso sí, que Bellatin puede volver –vuelve– en cualquier momento por esas dos vacas.

Pienso en todo esto a propósito del último libro que Bellatin ha dejado caer desde Sexto Piso Editorial: El libro uruguayo de los muertos. Pequeña muestra del vicio en el que caigo todos los días. ¿Qué novedad puede tener el libro número cuarentaitanto de Bellatin? Por lo pronto es el más extenso que ha publicado. Y aquel donde, de alguna manera, están incluidos o al menos referidos, guiñados, casi todos sus anteriores trabajos. Pero, mucho más que eso, Bellatin demuestra aquí que tiene muñeca para seguir girando, en cualquier sentido o contrasentido, la tuerca de la que pende su incomparable universo narrativo –“los misterios se hacen cada vez más insondables”–, porque eso sí que se puede decir con toda seguridad: Bellatin es creativo en grado superlativo y es, también, un soberbio constructor de eso que se suele llamar universo literario: un horizonte de posibilidades narrativas amplísimo y en permanente ensanchamiento. Y no se trata de un universo cuyos puntos cardinales estén dados por temas y personajes, lugares y estilos (como en García Márquez u Onetti, por poner dos casos admirables), sino por aires (o auras) y mecanismos.

No se me ocurre en Latinoamérica un autor vivo cuyas tramas sean más difíciles de referir que las de Bellatin. Quizá porque el principio rector de su obra sea aquello que el narrador de este nuevo libro le dice a la misteriosa interlocutora a la que se dirige durante las casi trescientas páginas que le escribe: “La realidad es inmanente y se viven en simultáneo todos los tiempos y todos los espacios”.

Tal vez esto explique o fundamente las flagrantes reiteraciones, las constantes reversas y desmentidos o contradicciones, las mínimas variaciones de lo mismo o los saltos que se pega a cada rato el narrador de Bellatin, que en este y en todos sus libros es ambiguo en su perspectiva y en su relación con los hechos y dilata los límites entre lo raro y lo fantástico, lo sagrado y lo banal, lo extraordinario y lo común, a tal punto que, por ejemplo, son los elementos infiltrados del mundo real los que producen extrañamiento en la lectura: descoloca la mención de marcas como Coca Cola, Converse All Star o Mayonesa Hellmann’s, pero no la existencia de realidades paralelas ni el hecho, por ejemplo, de que una antigua escuela de música siga produciendo sonidos años después de haber sido cerrada. Un efecto parecido producen los cuentos de Silvina Ocampo, por tirar una posible línea continental. Las subyugantes atmósferas de extrañeza que pueblan sus libros (“una realidad fantasma. Un espacio donde las normas eran otras”, se lee) se parecen a aquellas que hay en las novelas que integran la Trilogía involuntaria de Mario Levrero, especialmente la última, El lugar, por tirar otra posible línea continental.

Bellatin lleva al lector con frecuencia a retroceder en la lectura para hacer memoria y conectar hechos, sujetos, formas o libros. U obliga a parar simplemente para rumiar lo leído. Es más: es una escritura que puede agotar al lector, hervirle la cabeza, pero jamás aburrirlo, una escritura que busca (que a veces necesita) ser leída de una manera distinta al corriente método “de principio a fin”.

Una literatura que lleva constantemente a reparar. Por ejemplo a reparar en que lo que se está leyendo ha sido leído, idénticamente o apenas con ligeras variaciones, dos, cuatro o doce páginas antes, en el mismo libro, pero con otro sentido, un poco a la manera en que distinto sentido tenían las mismas palabras de los Quijotes de Cervantes y de Pierre Menard que Borges compara en un famoso cuento. Permanentemente reflejada y refractada en sí misma, la narrativa de Bellatin parece una telaraña cosida por una mano natural y otra artificial. Además, es una obra especialmente autoconsciente, preocupada siempre de ir visibilizando cómo se va sosteniendo. El mismo narrador no sólo se detiene y piensa en lo que está narrando y sobre todo en cómo narra lo que narra, sino que además se antepone a las elucubraciones del lector: las propicia, las matiza, las burla. O las corrobora, a veces.

La lectura de El libro uruguayo de los muertos puede resultar agobiante si no se está mínimamente habituado al autor y quizá no sea, por lo mismo, la mejor puerta de entrada a Bellatin. O quizá sí lo sea –¿cómo saberlo si ya no se le entró por ahí?– porque el libro tiene escenas que están entre lo mejor que Bellatin se ha despachado (como la de su abuelo, sin brazo a causa de la diabetes, manejando una moto Vespa). Y el largo aliento de este libro tiene el efecto distintivo de hacer resonar más duraderamente lo narrado en la cabeza de quien lee, socavando por un espacio de tiempo mayor su sentido de realidad. Y es pródiga en imágenes novedosas, sorprendentes, unas pocas cómicas: “Un auto convertible lleno de psicoanalistas mediocres en su interior”.

Siendo su título un elemento más de la incertidumbre reinante, El libro uruguayo de los muertos contribuye, como dice el propio narrador respecto a cierto alcance del sueño de un niño musulmán, a “mantener el espíritu de la fiesta brava”. Ese espíritu tiene que ver con la explosión de los sentidos (en el sentido de facultades perceptivas y en el sentido de direcciones lógicas), una fiesta brava y explosiva en la que abundan la violencia, los sueños que replican la realidad, los animales, los amigos escritores latinoamericanos y ciertos muñecos perturbadores como el que ilustra la portada de este libro, fotografiado por el propio autor.

En su afán por llevar la literatura y sus alcances a puntos impensados, Bellatin ha realizado congresos con escritores falsificados, impresiones artesanales de sus propios libros, apropiaciones de textos ajenos. En el caso de este nuevo trabajo ha engendrado un “libro-fantasma”. En la faja que cubre la edición se informa que quien quiera recibir un “libro-fantasma” de El libro uruguayo de los muertos debe escribir a tal correo. Lo hice y a los pocos días me llegó un mail (“Le adjuntamos el libro fantasma. Que lo disfrute”, decía) con un pdf con textos del libro y fotos de lo referido en él. Nuevamente Bellatin ha hecho del asunto editorial, supuestamente externo a la literatura, una parte clave de ésta. Si ya con los Cien Mil Libros de Bellatin había puesto en cuestión la circulación del libro como algo ajeno a su condición de obra, ahora lo que hace, según escribe él mismo en este libro-fantasma, es que la editorial, “en lugar de aprisionar la información, convirtiéndola en un coto cerrado, sirva como verdadero vehículo de aceleración y distribución real de las ideas”. Invasión artística de la vida, esta fiesta brava no termina nunca.

EL LIBRO URUGUAYO DE LOS MUERTOS
Pequeña muestra del vicio
en el que caigo todos los días
Mario Bellatin
Editorial Sexto Piso
2012, 276 páginas

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