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Opinión

20 de Junio de 2013

Longueira y la producción legal de la irregularidad

* La campaña municipal de 2008 fue la primera en que la inmigración apareció, aunque tímidamente, en el discurso político en Chile. Antonio Garrido, RN, entonces Alcalde de Independencia (comuna con alto porcentaje de población inmigrante) emitió en La Segunda algunas declaraciones xenófobas. Luego, en el marco de las parlamentarias de 2009, el Senador Jaime […]

Rocío Faúndez García
Rocío Faúndez García
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La campaña municipal de 2008 fue la primera en que la inmigración apareció, aunque tímidamente, en el discurso político en Chile. Antonio Garrido, RN, entonces Alcalde de Independencia (comuna con alto porcentaje de población inmigrante) emitió en La Segunda algunas declaraciones xenófobas. Luego, en el marco de las parlamentarias de 2009, el Senador Jaime Orpis (UDI) presentó un Proyecto de Ley que buscaba reformar la Ley de Extranjería para endurecer las sanciones a quienes auxilien o no denuncien a migrantes en situación irregular, y a sus empleadores (el proyecto nunca fue discutido en sala). En el mismo escenario electoral, el candidato a diputado UDI, Cristián Espejo, hizo declaraciones tendientes a la necesidad de deportar a los inmigrantes irregulares.

Vistas en este encuadre, las declaraciones de Pablo Longueira a propósito de la mal llamada “inmigración ilegal” (mal llamada, porque quien permanece en un país transgrediendo las condiciones de su visado no delinque, sino que infringe regulaciones administrativas) no son realmente nuevas. No para su sector. Pero sí debe concedérseles un mayor peso, por estarse discutiendo hoy en el Congreso una nueva legislación para migraciones en Chile, que debiera reemplazar una normativa obsoleta y que hace muchos años debiera haberse modificado.

Muchas y muy fundamentadas son las respuestas que han provocado estas afirmaciones del candidato presidencial ubicado más a la derecha. Quisiera aquí llamar brevemente la atención sobre un aspecto particular de este discurso, que apela a un sentido común ampliamente extendido en nuestra sociedad: la idea de que la irregularidad radica en el migrante. Como si las personas que migran a otro país, la mayor parte de las veces por trabajo, fueran en sí mismas portadoras de un cierto carácter peculiar (el “ser irregular”), eventualmente ligado a una cierta naturaleza oscura, delincuencial, clandestina o, al menos, transgresora; en todos los casos, digna de sospecha.

Por el contrario, muchas investigaciones a nivel mundial apuntan a que la irregularidad es producida por las mismas políticas de inmigración del país de acogida, y sus deficiencias. En el caso chileno, esto resulta particularmente cierto. De entre las muchas características perniciosas de la Ley de Extranjería (1975), me detendré en una en específico, que es responsable en gran medida de la situación de irregularidad en que se encuentran grandes (imposible cuantificar, claro) cantidades de migrantes en nuestro país: la visa sujeta a contrato de trabajo.

Para los extranjeros que desean permanecer en territorio chileno una vez que caduca su permiso de turista, la obtención de la residencia temporal está condicionada a la posesión de un contrato de trabajo. A primera vista, se trata de una disposición inofensiva; la misma, sin embargo, viola una serie de recomendaciones de la OIT, por cuanto se ha demostrado que las visas dependientes de contrato generan condiciones propicias para la explotación laboral; por ello, ha tenido a promoverse su reemplazo, al menos en países democráticos, por permisos de trabajo.

En el caso chileno, el impacto negativo de la visa sujeta a una relación laboral tiene varias aristas, que han venido siendo denunciadas por las organizaciones de la sociedad civil que trabajan con migrantes. En primer lugar, la exigencia de un contrato para obtenerla resulta poco realista, pues muchos migrantes no calificados (sobre todo los hombres) trabajan en la construcción y en servicios, rubros con bajo nivel de formalización de las relaciones laborales. Cualquier chileno que se emplee en estos sectores sabe que, con toda probabilidad, no llegará a firmar un solo contrato durante toda su vida laboral.

En segundo lugar, existen elementos como la “cláusula de viaje” del contrato -que obliga al empleador de todo trabajador migrante a pagar el pasaje de regreso al país de origen al trabajador y su familia cuando termine la relación laboral-, que encarecen la contratación de extranjeros y pueden actuar perversamente como disuasorios del establecimiento de un contrato escrito de trabajo. A su vez, esto impedirá que los trabajadores puedan regularizar su situación migratoria.

En tercer lugar, la terminación del contrato que haya servido de antecedente para el otorgamiento de la visa será causal de caducidad de ésta, y también de la que se haya otorgado a los familiares del extranjero contratado. Esta condicionante puede promover entre los trabajadores la aceptación de condiciones laborales abusivas, por temor a quedar sin visa, y también a perder la “antigüedad” para optar a la residencia definitiva. En efecto, tras dos años de trabajo bajo contrato con un mismo empleador, el inmigrante puede solicitar pasar a esta nueva categoría. Pero si cambia de trabajo, el tiempo se reinicia.

En cuarto lugar, para solicitar la prórroga de la visa sujeta a contrato, o el paso hacia la residencia definitiva, el trabajador debe acreditar que tiene todas sus cotizaciones previsionales al día; situación que le deja, nuevamente, en dependencia directa de la conducta de su empleador.

En síntesis, todas las disposiciones señaladas acaban por producir y perpetuar la irregularidad, tanto permanente (por haber caducado la visa de turista y no haber conseguido nunca trabajo con contrato) como cíclica (por término de la relación contractual, cotizaciones impagas, etc.). Ésta, y no otra, es la razón por la cual el Estado Chileno ha debido realizar, ya, dos procesos de regularización masiva (“amnistías”), en 1998 y 2007-2008: la normativa vigente no hace sino producir migrantes irregulares. De hecho, incluso quienes se han beneficiado del proceso de regularización pueden volver fácilmente a “caer” en la irregularidad, si no logran demostrar una condición económica favorable al cabo de un año. Por lo tanto, ésta no es una mera cuestión, como parecieran sugerir las palabras de Longueira, de “falta de voluntad” de parte de los individuos. Como si no fueran los mismos migrantes que se encuentran en situación de irregularidad los primeros en querer salir de tal estado de no-ciudadanía y reconocimiento-sólo-discrecional de derechos.

El foco en el individuo, olvidando las estructuras e instituciones sociales que generan diversas situaciones de mayor o menor exclusión, no es casual. De hecho, al menos en eso, el discurso de la derecha chilena nos construye a todos (nacionales y extranjeros) como iguales. Igualmente individualizados, igualmente culpables de no poder “rascarnos con nuestras propias uñas”. Igualmente sospechosos, en caso de no poder calzar con el canon. La pregunta por el canon mismo, una vez más, queda fuera del margen de lo que puede problematizarse. O bien, como en este caso, la opción natural pareciera ser: endurecer el canon. Puesto que la migración difícilmente se detendrá, en respuesta a una medida de este tipo, lo único que podría obtenerse, con una legislación más estricta, sería un volumen multiplicado de irregulares. Y un discurso político nacionalista siempre a punto y disponible para la próxima campaña electoral.

* Coordinadora de Contingencia, Revolución Democrática

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