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Opinión

29 de Julio de 2013

El dolor que les tenemos prometido

Estas líneas pertenecen al libro “Filosofía para Médicos”, que el físico y epistemólogo argentino de 92 años, Mario Bunge, publicó hace unos meses en la Argentina, en editorial Gedisa: “Cuando una persona goza sufriendo, su psiquiatra suele diagnosticarle depresión e intenta curarla. Pero cuando un mujer rechaza una inyección epidural durante el parto, por creer […]

Leila Guerriero
Leila Guerriero
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Estas líneas pertenecen al libro “Filosofía para Médicos”, que el físico y epistemólogo argentino de 92 años, Mario Bunge, publicó hace unos meses en la Argentina, en editorial Gedisa: “Cuando una persona goza sufriendo, su psiquiatra suele diagnosticarle depresión e intenta curarla. Pero cuando un mujer rechaza una inyección epidural durante el parto, por creer en la maldición bíblica “¡Parirás con dolor!”, o por preferir lo natural a lo artificial –como creen los “ecologistas profundos”- el obstetra tendrá que callarse”. La incorrección política es un bien escaso en un mundo donde la corrección política parece ser la única forma de rebeldía que estamos dispuestos a soportar, y permite, sobre todo, mirar al sesgo: no dar por sentado que las cosas que creemos buenas son, necesariamente, buenas. Viendo algunas noticias relacionadas con las leyes que regulan el aborto en América Latina se me ocurrió pensar que, a veces, las voces que defienden la despenalización terminan utilizando, en esa defensa, un argumento detrás del que se esconde aquella idea recalcitrante del dolor necesario: lo tendrás con dolor y, si no, no tendrás nada.

Para poner un poco de contexto: en junio de 2012, en Ciudad de México, se realizó una reunión de especialistas de veinte países llamada “La salud materna en América Latina y el Caribe- La Agenda Inconclusa”. Allí, entre otras cosas, se concluyó que el 93 por ciento de los abortos que se realizan en la región –que, según Silvina Ramos, del Centro de Estudios de Estado y Sociedad de la Argentina, tiene una de las tasas más altas de muertes por aborto en el mundo- son inseguros. En octubre de 2012, el parlamento uruguayo votó a favor de la ley que permite abortar hasta las doce semanas de gestación. Desde entonces, cualquier mujer uruguaya, o con un año de residencia en el país, puede acudir al Sistema Nacional Integrado de Salud y exponer su voluntad de abortar. Uruguay se sumó, así, a Cuba, Guyana, Puerto Rico y el Distrito Federal de México, los únicos que contemplan la práctica bajo una modalidad legal en un continente donde la modalidad es, más bien, otra y que, en algunos casos, es extremadamente otra: en El Salvador, Honduras, Nicaragua, República Dominicana y Chile el aborto está prohibido bajo todas sus formas, incluso si corre riesgo la vida de la madre.

En Argentina el aborto es un delito, excepto cuando está contemplado en las causales de no punibilidad (para evitar un riesgo en la vida de la madre, y si el embarazo es producto de una violación a una mujer idiota o demente) pero, aún así, es difícil que los médicos, por temor a represalias, cumplan con la norma sin una autorización judicial. En septiembre de 2012 se aprobó, en la ciudad de Buenos Aires, una ley que permite que las víctimas de una violación puedan someterse a un aborto sin necesidad de contar, precisamente, con esa autorización. La ley levantó su revuelo y, antes de que se aprobara, se propiciaron –en radio, en televisión, en los periódicos- debates con argumentos a favor y en contra, no sólo en torno a esa ley sino a la despenalización del aborto en general. Los debates recorrieron los carriles de siempre –el derecho a decidir, el derecho a la vida- pero lo sorprendente fue la insistencia machacona, por parte de muchas de las mujeres que defendían la despenalización, en una frase que podría resumirse así: “Un aborto es algo traumático, una experiencia que ninguna mujer quisiera tener que atravesar nunca. Deja una huella imborrable y es un dolor que te va a acompañar toda la vida”.

La frase aparecía, una y otra vez –en verdad, aparece desde hace años ante cada discusión en torno al tema- en boca de actrices, periodistas, abogadas, escritoras, etcétera, que, a favor de la despenalización, se sentían obligadas a remarcar la idea de que el aborto es, de todas las cosas que pueden pasarle a una mujer, la peor. Yo sé que no soy la única persona que conoce a mujeres que abortaron y no tienen, ahora, ningún trauma, ni padecen pesadillas recurrentes, ni se desgarran la piel con las uñas ante la sola visión de un pañal, ni son pacientes psiquiátricas ambulatorias. Y sé que no soy la única que cree que esa idea de firmar al pie con la promesa del dolor eterno no es un buen argumento para defender el derecho a abortar. Ni a ninguna otra cosa. Pero de este lado del mundo, cada vez que hay un debate sobre el aborto algunas de las mejores mujeres del continente defienden el derecho a disponer de su cuerpo trayendo a colación, antes o después, aquella vieja idea en la que el dolor funciona como la misma cosa crucifija de siempre: eso que redime y que limpia; la llama que, después de habernos revolcado por el fango, purifica. Como si para defender los derechos del cuerpo tuviéramos que jurar que el daño, de todos modos, se abrirá paso a través de nuestra psiquis como un gusano atroz dejando un rastro de úlceras oscuras. Como si para defender el derecho a no sufrir tuviéramos que prometer que, de una manera o de otra, vamos a encontrar la forma de seguir sufriendo.

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