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Opinión

24 de Septiembre de 2013

Bill Morrison: luz de la destrucción

Entre los cineastas recientes cuya obra linda con la poesía se cuenta Bill Morrison (Chicago, 1965), quien en Decasia (2002) le dio un papel protagónico a la quemadura. El recurso found footage –habitual en la obra de Morrison– se ha extendido tanto por el mundo que su expresión más popular (y casi siempre superficial) es […]

Julián Herbert
Julián Herbert
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Entre los cineastas recientes cuya obra linda con la poesía se cuenta Bill Morrison (Chicago, 1965), quien en Decasia (2002) le dio un papel protagónico a la quemadura.

El recurso found footage –habitual en la obra de Morrison– se ha extendido tanto por el mundo que su expresión más popular (y casi siempre superficial) es el humor involuntario: ni los guionistas de Saturday Night Live podrían ser tan corrosivos como el tiempo, y basta ver un video de aerobics de los 80 para confirmarlo. El reciclaje cinematográfico posee no obstante una tradición más larga –a partir por lo menos de la Rose Hobart de Cornell, realizada en 1939, donde el artista extrae de una película B el retrato fetichizado de la actriz principal– y sin duda mucho más interesante. Durante los 60 y 70, creadores como Ken Jacobs, Hollis Frampton o el inolvidable Bruce Conner le dieron al found footage su condición más duchampiana. Décadas después, en los 80 y 90, una nueva generación de artistas planteó la reformulación rítmica de este tipo de cintas, profundizando en su cualidad narrativa. En tal tesitura se distingue la obra de Peter Tscherkassky, autor de maravillas como Happy end, Manufraktur u Outer space.
Por supuesto, todas las obras de esta índole ofrecen una implícita reflexión acerca de lo que el cine es. Sin embargo, prevalecen en ellas elementos discursivos que no son estrictamente metacinematográficos: el retrato idealizado en el caso de Cornell; la documentación de representaciones sociales en Conner o Frampton; la deconstrucción narrativa en Tscherkassky… La obra de Bill Morrison, en cambio, nos propone aprehender el cine, ante todo, como un proceso de materiales. Aunque también –y esto puede sonar paradójico– como una metafísica.

Morrison debutó en 1990 con Night Highway. Realizó luego otras cuatro películas (Photo Op, Film of Her, Ghost Trip –una serie de manchas blancas sobre fondo negro que refieren el tránsito en automóvil como una experiencia de plasticidad minimalista–, Trinity). Hasta que, en 2002 y aliado al compositor Michael Gordon, realizó una de sus piezas más ambiciosas: Decasia, un collage cinematográfico de poco más de una hora de duración.

La cinta inicia con la imagen de un hombre que danza con los brazos abiertos, haciendo giros sobre el eje de sus pies. El siguiente corte desemboca en un laboratorio donde apreciamos, ordenados sobre estantes, decenas de carretes de película. Luego vemos, alternados con tomas de los procesos químicos que requiere un filme, a distintos grupos de personas interactuando en torno a espacios circulares: una rueca, un taller artesanal, una rueda de la fortuna… La dimensión temática y geométrica no es el único (ni siquiera el principal) eje de estas composiciones. Lo que le da unidad al ensamblaje es la textura de la cinta, cuyo deterioro es radical: en ocasiones es imposible discernir a los seres que yacen bajo las quemaduras que dejó la luz del foco tras sucesivas proyecciones. Después de la belleza del cine, parece decirnos Morrison, está la belleza del cine destruido por la mirada. Más que reciclar imágenes, el autor recicla procesos: las cicatrices acumuladas en una superficie a 24 cuadros por segundo, como si varias generaciones de ojos fueran las responsables del incendio. Morrison enfatiza, también, el otro extremo del desgaste: huellas que el agua, el polvo y los químicos han dejado en cada rollo tras años de olvido.

No es gratuito que los créditos de Decasia nos presenten la obra como “un filme de Bill Morrison” y “una sinfonía de Michael Gordon”: la música es el principal catalizador de este ensayo visual. Sin duda se trata de una feliz obra hecha a cuatro manos, indivisible; la sinfonía es mucho menos intensa si carecemos de las imágenes, y aunque muchos músicos se han apropiado de fragmentos del filme para ilustrar su propia obra (supongo que la tentación era demasiada) ninguno de estos intentos roza siquiera la dimensión sublime alcanzada por Gordon.

Bill Morrison ha interiorizado los tics del videoarte, disciplina que entroniza el ritmo visual por encima de la sintaxis o la narrativa. Sin embargo, se hace eco también de la vocación voyeurista que está en la raíz de nuestra cultura cinematográfica. Si, para un creador como Buñuel, el cine perfecto sería uno que pudiera verse a través de una cerradura, Morrison nos ofrece jirones de relatos (dos mujeres vestidas de negro, una frente a la otra; una pareja que baila quizás un vals; un hombre siguiendo por un pasillo abierto a una muchacha) que debemos discernir, reorganizar, espiar a través del cerrojo que es la película maltratada. Este enfoque resulta especialmente perceptible en Light is calling (2004), cortometraje donde el autor continúa –de nuevo junto a Michael Gordon– su exploración del metraje arruinado.

A diferencia de Decasia, donde se emplean fragmentos extraídos de distintos carretes, Light is calling muestra un solo relato: un grupo de soldados de caballería liderados por un oficial encuentra a una joven en un descampado; los militares socorren a la doncella y, se infiere, un idilio surge (¿o continúa?) entre ella y el oficial. Mas lo que digo es, en última instancia, invención mía: la cinta se halla en tan hermoso estado de descomposición que, bajo su abstracto y luminoso movimiento, apenas es posible distinguir unos cuantos fantasmas. Encuentro en esta lectura del pasado una metáfora compleja: amén de materializar la filosofía del reciclaje que obsesiona a las sociedades posmodernas, Morrison nos advierte que solo mirando cara a cara la luz de la destrucción en la que estamos inmersos podemos acceder sin cinismo a lo que subyace bajo nuestras ingenuas representaciones de lo real. El gesto me parece trascendente lo mismo en su ética que en su estética. De ahí su hondura: su verdadera poesía.

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