Opinión
30 de Septiembre de 2013Levrero en la ventana
Mario Levrero, que nació en Montevideo en 1940 y murió donde mismo en 2004, es para muchos que por edad o lo que fuera no tuvimos la ocasión o suerte de leerlo mientras vivía, un autor cuya obra sigue y seguirá por un buen rato llegando como noticia esperada, un fantasmal autor en activo del […]
Compartir
Mario Levrero, que nació en Montevideo en 1940 y murió donde mismo en 2004, es para muchos que por edad o lo que fuera no tuvimos la ocasión o suerte de leerlo mientras vivía, un autor cuya obra sigue y seguirá por un buen rato llegando como noticia esperada, un fantasmal autor en activo del cual cada año llega un par de novedades a librerías. Esto porque hay en marcha un plan de reedición de casi la totalidad de su obra, de la mano de un interés creciente por parte de lectores y críticos, de lo que dan cuenta las reimpresiones y los libros sobre sus libros que han aparecido, como La máquina de pensar en Mario, publicado hace poco por Eterna Cadencia.
Aparte de sellos independientes como Criatura o Interzona, a Levrero principalmente lo está reeditando Mondadori, que cada año despacha algún rescate, lo que se inició con la incomparable La novela luminosa y El discurso vacío y ha seguido con libros tan originales como los que componen la Trilogía involuntaria y los para mí sobresalientes El alma de Gardel y Dejen todo en mis manos. También dentro de este rescate se cuentan algunos de sus trabajos autodenominados folletinescos, híper imaginativos, paródicos, como Nick Carter (se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo) o La Banda del Ciempiés, que personalmente me han interesado mucho menos por no darse en ellos esa veta de autoexploración que marca al más luminoso y deslumbrante Levrero –aunque cómo no reconocer, por ejemplo, que el arranque de La Banda del Ciempiés es simplemente perfecto–.
Consigno todo esto ahora que, precisamente, acaba de llegar a Chile un libro que recoge dos relatos espléndidos, situados en la línea de La novela luminosa: Diario de un canalla –escrito en 1986– y Burdeos, 1972 –escrito en 2003–. Y también llegó Un silencio menos, compilación de entrevistas que preparó Elvio Gandolfo, que en su prólogo dice que “gracias a Levrero y su insistencia pudieron emplearse cada vez con menos culpa palabras como espíritu, realidad, hipnosis, creatividad, inspiración…”. Es cierto, sobre todo los alcances del rescate que Levrero hace de la palabra espiritual. Rescatar esa palabra fue, en su obra, rescatar esa dimensión.
De las entrevistas, que se vuelven por momentos algo repetitivas por las presentaciones y la recurrencia de cinco o seis asuntos (la influencia de Kafka, el uso de pseudónimos, los traslados de ciudad, la lectura de policiales, su muy curiosa idea de que los textos son preexistentes a la escritura…), destacan las hechas por el propio Gandolfo, la de Saurio, la de Hugo Verani y la final, de Álvaro Matus, así como sobresale un ejercicio que suele dar resultados deplorables, pero no en este caso: la divertida autoentrevista que Levrero se hace en 1987, la que, como él mismo dice, “forma parte de eso que llamás mi obra. Si se lee bien, aquí estoy yo, entero”. Esa entrevista funciona como una especie de resumidero de todas las otras, abordando además algunos asuntos menos recurrentes: “Mi posición política es variable; suele situarse habitualmente en el polo opuesto a la de mi interlocutor cualquiera sea su posición”.
Leyendo estas entrevistas se cumple un valioso efecto que Gandolfo apunta en su prólogo: se “conforma una buena manera de escuchar a Levrero en el tiempo”. De escuchar su inteligencia, su sencillez y originalidad, sus acentos, sus resuellos. De ver cómo se emociona o impacienta, cómo se delecta en sus propias mañas (“Actualmente escucho sólo tango y folcklore porque sólo soporto los avisos de una radio que transmite sólo tango y folcklore”) y en sus fijaciones, como cuando le da reiterado curso a la tirria que le produce la crítica. Discutiblemente, cree Levrero que la misión de ésta es destructiva (aunque a menudo le reconoce utilidad a esa destrucción) en el sentido de que toda crítica mata el efecto de encantamiento de una obra, su hipnosis, para racionalizarla, ordenarla y reducirla, cual policía ante un delincuente.
CONTRICIÓN
Diario de un canalla es un relato brevísimo que Levrero escribe cuando se va a vivir a Buenos Aires a mediados de los 80. Por estar con trabajo estable y ganando buen dinero, ha dejado de lado la escritura de un libro que lo había tenido atrapado desde que se había sometido a una operación a la vesícula: la entonces inédita Novela luminosa. Por abandonar su escritura y dedicarse a la buena y rutinaria vida, Levrero se considera un canalla y se autoimpone, como acto de contrición, retomar la escritura a como dé lugar en unas vacaciones de fin de año. En vez de cuentos o de más material para esa novela luminosa abandonada, se le va armando un diario en el que toma nota de las experiencias inmediatas que durante poco más de un mes vive, encerrado en su departamento. Esas experiencias –como en otra medida pasaría casi dos décadas después justamente con el diario que hace de prólogo a La novela luminosa– no son otra cosa que la observación minuciosa y supersticiosa de una rata y, luego, de un pichón de paloma y finalmente de un gorrión que se cuelan en su pequeño patio, y las reflexiones que dichas observaciones le gatillan, más los recuerdos y los alaridos que le suscitan.
“Aquí me estoy recuperando, aquí estoy luchando por rescatar pedazos de mí mismo… No me fastidien con el estilo ni con la estructura; esto no es una novela, carajo. Me estoy jugando la vida”, escribe, con su inconfundible sentido leve del humor, Levrero. Y de eso, en efecto, se trata. Para él. Para el lector, en cambio, lo que queda es, si no se ha leído La novela luminosa, una suerte de comprimido o anticipo (material para una previa) de su lectura, mientras que si ya se la ha leído, permite este relato de una pura sentada recordar/revivir las ondulaciones espirituales que dan forma a La novela luminosa, en la que, conversando consigo mismo, Levrero dice: “Queremos escribir algo que resuene como un himno, que despierte las mentes dormidas, que haga vibrar la dimensión ignorada en ondas incontenibles, para mayor gloria de Dios”. Y no faltan –ni en La novela luminosa ni en el Diario de un canalla– el misterio, el humor ni la voladura.
VENTANA 1972
Burdeos, 1972 es otra cosa. Otra cosa que está en una línea similar a la antedicha –la del diario cotidiano/espiritual–, pero que a la vez tiene un par de diferencias muy marcadas. Por lo pronto, no es este libro una observación/anotación/reflexión sobre el presente, sino la búsqueda de un tiempo perdido, la caza –sutil, como las de Julio Ramón Ribeyro– de un lapso acotado del pasado. En 2003, Levrero se propone, asediado por los fantasmas de ocasión, recuperar los cerca de tres meses de 1972 en que, por amor, vivió en Burdeos, Francia, junto a una mujer, Antoinette, y su pequeña hija, Pascale. Los meses en que fue, o casi fue, un amante loco. Divertido, y también triste, Levrero en ese libro se propone, más que contar la historia de ese amor, “fijar las imágenes de Burdeos”, como escribe él mismo al principio, reiterando una clave de su literatura, que puede entenderse como una intrépida exploración de sí mismo y del mundo que lo rodea (que lo rodea inmediatamente) pero no para forma alguna de autoedificación ni de autodestrucción, sino simplemente para fijar en imágenes lo que ve configurarse en el exterior y en el interior, dimensiones para él en un punto indiscernibles.
“El texto de alguna manera es preexistente a la escritura” y “No se puede contar una historia sin imágenes”, dice una y otra vez en las entrevistas del libro de Gandolfo, y también insiste mucho en eso en el instructivo libro de conversaciones que, vía correo electrónico, mantuvo con el escritor (y alumno suyo) Pablo Silva Olázabal.
Si de imágenes perdurables se trata, Burdeos, 1972 tiene al menos dos absolutamente excepcionales. La primera: la del baile que, en un café de camioneros cerca de su departamento, le toca ver entre dos hombres que, emocionados por un valsecito que comienza a sonar en la radio, se paran a bailar simultáneamente y al encontrarse en mitad de salón se abrazan y bailan, teniendo el que le da la cara a Levrero un brillo en los ojos que el autor describe con tal fineza que uno llega a ver eso, el brillo en los ojos de un hombre que baila con otro hombre pero piensa y ve quizá qué amor del pasado.
La otra imagen que destaco, de orden más bien tragicómico, muestra a Levrero, una vez que la relación con Antoinette ha terminado, despidiéndose por la ventana trasera del bus de las dos mujeres que quedan en la calle, tristes: “Yo ponía caras cómicas y les sacaba la lengua para hacerlas reír. Llegaron a sonreír, pero sin dejar de llorar”. Esto me recordó la escena final de la primera parte de Los detectives salvajes, cuando García Madero, también mirando hacia atrás por la ventana de un vehículo en movimiento, dice ver cómo, “enmarcada por la ventana estrictamente rectangular del Impala, se concentraba toda la tristeza del mundo”. Tal vez estas ventanas tras las cuales dos hombres que se alejan contemplan la tristeza del mundo permitan tirar una línea comunicante entre dos de los escritores latinoamericanos más grandiosos, cercanos e inimitables del último tiempo. A propósito de ventanas, siempre me llamó la atención que las tres partes de la novela de Bolaño terminasen con ventanas: la del Impala, la de la casa de Amadeo Salvatierra y la del enigmático acertijo que cierra la novela: “¿qué hay detrás de la ventana?”.
CLIMA
Volviendo a Levrero, estas escenas o imágenes las destaco porque, aparte del valor visual que les atribuyo, humean, dan cuenta de algo más. Algo más a lo que el propio Levrero se refiere, si bien muy de pasada, en una de las entrevistas de Un silencio menos: “Y atrás de la imagen todavía está otra cosa: el clima, que me parece lo fundamental. Porque la imagen puede ser otra cosa, igual que la palabra, pero lo que yo trato de reproducir es el clima de lo que estoy viviendo en ese momento”. Y, más que un mundo o un adjetivo o un referente, lo que hay tras los diversos climas que Levrero trabajó en sus textos es un clima, un solo gran clima: el clima Levrero, en el cual, al modo de una vaguada costera, flotan entremezclados neblinosamente la angustia, el amor, el placer y un cierto sentido, más que crítico, cómico de la vida, de la literatura y, sobre todo, del individuo que luminosamente los mira, piensa y ata.
Mario Levrero
Conversaciones compiladas por Elvio Gandolfo
Mansalva, 2013, 213 páginas