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Opinión

30 de Octubre de 2013

Lo posible

Aristóteles definió la política como “el arte de lo posible”. Hay mentalidades a las que esto les resulta insoportable. Individuos que antes de discutir la extensión de lo factible, se irritan con la sola idea de la limitación, como si un hombre al querer algo debiera obtenerlo todo, como si nada importara la voluntad del […]

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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Aristóteles definió la política como “el arte de lo posible”. Hay mentalidades a las que esto les resulta insoportable. Individuos que antes de discutir la extensión de lo factible, se irritan con la sola idea de la limitación, como si un hombre al querer algo debiera obtenerlo todo, como si nada importara la voluntad del otro, como si su sueño fuera perfecto y no tuviera que aprender de la realidad.

Un pintor puede pretender ignorarla y -aunque a algunos ese arte no nos interese mayormente- perderse con inocencia en la fantasía, sin hacerle daño a nadie. Pero nunca un político. La realidad somos cada uno de nosotros mismos, y si todos importan por igual, ninguno debe ser ignorado, y si nadie vive completamente en el error ni en el acierto, el ejercicio democrático consiste en reconocerlo.

No es mala la búsqueda de acuerdos, aunque cunde entre algunos de nuestros candidatos presidenciales cierta tendencia a despreciarlos. El punto es en torno a qué objetivos se buscan los acuerdos. La vieja Concertación a un cierto punto olvidó volver a preguntárselo, y continuó gobernando con acuerdos viejos, firmados en tiempos del miedo, cuando la derecha tenía a sus espaldas un ejército fantasmal.

Los consensos de la Transición, no son los de hoy día. La prédica vehemente en el caso de las candidaturas testimoniales no importa. A veces incluso se agradece. Cuando habla Roxana Miranda es como escuchar a Violeta Parra. La entonación de sus voces es parecida, y también el ingenio duro y el humor inmisericorde: “allá donde yo vivo, las mujeres se arreglan los dientes con La Gotita”, dijo la pobladora en el primer debate de todos los postulantes. El Colegio de Dentistas ratificó que era cierto. Lo que parecía un chiste, no era chiste. La candidata Miranda, como Violeta en La Carta, “viene a decirnos que en la patria no hay justicia”, que mientras algunos se compran un Porsche, hay otros que no tienen ni carreta y se arreglan la boca en la ferretería. Y no es poco, porque se nos estaba olvidando.

Pero ella, finalmente, no quiere ser presidenta. Con gritar que hay pobres no se arregla la pobreza. Alfredo Sfeir tampoco corre por el cargo. Suponerlo implicaría pensar que está loco, y aunque para algunos sus túnicas de seda son el atuendo de un enajenado, basta escucharlo con atención para darse cuenta de todo lo contrario. El tema de la sustentabilidad, de vivir con la naturaleza en lugar de contra ella y entender el desarrollo como un crecimiento armónico más que como una carrera por la riqueza, ocupa desde hace décadas un sitial importante en las sociedades avanzadas, sin considerar, claro, esas otras que lo entendieron alrededor del fuego.

Ricardo Israel puja por las regiones, sin abandonar nunca el tono calmo de la amistad cívica. Otra cosa son Marcel Claude, el vanidoso, o Parisi, el cuestionado frivolizador. Ellos lo saben todo, tienen la solución completa, inmediata y definitiva para cualquier problema, y quién quiera que se los discuta está movido por intereses perversos, no como los suyos, maravillosamente inmaculados. Sus seguidores, igual que los de Meo, suelen ser odiosos. Se han apoderado de la chillona república del twitter. Constituyen barras bravas (la de Claude, la más brava de todas); prefieren el escupitajo de la caricatura y la consigna, al diálogo apacible que los cuestione. De estos, a decir verdad, hay en todas las huestes, pero en unas abundan más que en otras.

El caso de Meo es particularmente extraño, porque forma parte de un mundo mucho más amplio del que por razones personales ha preferido particularizarse. Continúa gustándole el rótulo de “díscolo”: en lugar de buscar los puntos de encuentro con los otros, disfruta descubriendo sus diferencias.

A fin de cuentas, todos ellos han sido los grandes promotores de Michelle Bachelet. Han terminado por convertirla en la única posibilidad atendible. Hasta su peor opositor sabe hoy que corre sin alternativa. Mientras ella consiguió expandir el abanico, el resto lo ha cerrado para echarse viento. No ha sido ni su encanto ni su simpatía lo que esta vez la ha llevado a conquistar las preferencias, sino la sensación instalada, en las grandes mayorías, de que su candidatura no es un capricho, sino un camino, repleto de imperfecciones, que puede llegar a alguna parte.

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