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Cultura

3 de Diciembre de 2013

El retorno de un rey

Para una parte nada desdeñable de quienes leímos a Cortázar cuando jóvenes, cachorros que masticaban la literatura que tenía la huella del descontento, el paso del tiempo tuvo un efecto pernicioso sobre el amor que sentíamos por el alto y accidental escritor argentino. Esto es normal. Pocos son los escritores que enamoran el corazón de […]

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Para una parte nada desdeñable de quienes leímos a Cortázar cuando jóvenes, cachorros que masticaban la literatura que tenía la huella del descontento, el paso del tiempo tuvo un efecto pernicioso sobre el amor que sentíamos por el alto y accidental escritor argentino. Esto es normal. Pocos son los escritores que enamoran el corazón de un adolescente y toleran el aterrizaje de la adultez: Twain, Poe, Quiroga, Felisberto Hernández, Verne, Stevenson. Es triste pensar en un joven, independientemente de su origen, que no haya soñado con los viajes y las máquinas de Verne, no haya querido emular las aventuras de Tom y Huck, no fantaseara obsesivamente con un barco en la selva o un tesoro enterrado. Sin embargo, esos son escritores –con la excepción, quizás, de Poe- que enfatizan el lugar de la juventud y el pasaje. También así ocurre en la obra de Cortázar. En “Rayuela”: el ansia existencial de Oliveira, su desconfianza sobre el mundo y las palabras que hablan de ese mundo, reverbera entre los jóvenes valientes, y no tan valientes, que abrazan todas las causas aliñadas con rebeldía. En las historias de cronopios y de Lucas: el juego y la ausencia de una seriedad aplastante. En Fantomas, en el “Libro de Manuel”: el mundo se cambia, también, con risas y descuidos.

Estas “Clases de literatura” tienen como uno de sus efectos el reencantamiento con la obra de Cortázar, que tal vez es también una manera de volver a ver la juventud sin la mirada malpensante del adulto escéptico. Ocho clases (magistrales) y dos conferencias que Cortázar impartió en Berkeley en 1980, como un favor a su amigo Pepe Durand, pero también, como menciona en su prólogo Carles Álvarez, como un desafío al establishment norteamericano, que no veía con buenos ojos la presencia de “rojos” en sus planteles universitarios, ni tampoco a profesores que intentan desarticular los métodos prescritos de enseñanza.

La primera clase, “Los caminos de un escritor”, es una reflexión sintética sobre el desarrollo de un escritor, en este caso el mismo Cortázar, sobre las etapas que transita a lo largo de su carrera, que para Cortázar, ya por ese tiempo largamente educado en el materialismo histórico, tienen un aire ineludible de emancipación social: estética, metafísica, e histórica; cada etapa, aun si no lo reconoce así, la idea que está detrás es la de progreso o evolución, una especie de correlato entre la “conciencia histórica individual” y la “conciencia de clase”. Así explica su paso de novelas como “Los premios”, que afirma haber aprobado “con una nota no muy alta, pero me aprobé en ese examen”, hasta “El libro de Manuel”, que es de alguna forma la coincidencia de ambas “conciencias”: “Me di cuenta de que ser un escritor latinoamericano significaba fundamentalmente que había que ser un latinoamericano escritor: había que invertir los términos y la condición de lo latinoamericano”. A pesar de poner esa idea activamente en su cabeza, Cortázar confiesa: “Siempre he escrito sin saber demasiado por qué lo hago, movido un poco por el azar, por una serie de casualidades: las cosas me llegan como un pájaro que puede pasar por la ventana”. Esa admisión va aparejada de que el lugar para los grandes temas es la novela: “los cuentos no son nunca o casi nunca problemáticos: para los problemas están las novelas”.

Las siguientes clases Cortázar las dedica principalmente a explicar, o más bien dar pistas, sobre sus cuentos y novelas, imbricando pequeñas teorías con su experiencia como escritor. Dice que nunca ha estado verdaderamente de acuerdo con las teorías que separan lo real de lo fantástico. Para él lo fantástico es algo indefinible con lo que uno lidia todos los días de su vida, que se cuela por las rendijas de la realidad y resulta tal vez más real y elocuente que la realidad misma. Sobre el cuento realista advierte que “el primer peligro que amenaza al cuento realista es el excesivo hincapié que se puede hacer, llegado el caso, en la temática considerándola como la razón fundamental de ser del cuento”. Dice Cortázar: “el cuento realista que se va a fijar en nuestra memoria es aquel en el que el fragmento de realidad que nos ha sido mostrado va de alguna manera mucho más allá de la anécdota y de la historia misma que cuenta”. Este es un consejo fundamental para algunos novelistas chilenos empecinados en describir con demasiado celo una realidad demasiado aburrida.

Pese a su incuestionable militancia de izquierdas, Cortázar no presume de tener una verdad para la literatura. Varias veces en distintas clases señala que un escritor escribe lo que le place (este el derecho a escribir mal, de I. Bábel); ataca el realismo social (“Si uno se descuida, el lenguaje es una de las jaulas más terribles que nos están siempre esperando”), y, como ya sabe todo el mundo, cree con fervor en el “lector cómplice”.

Sus últimas dos clases sobre el erotismo y la musicalidad en la literatura siguen plenamente vigentes. Observa que desde finales de la década de los ’50, los escritores latinoamericanos comenzaron a desembarazarse de los tabús sobre el sexo y el erotismo. Quiere dejar claro que erotismo y pornografía son dos cosas muy diferentes, pero su explicación no es del todo satisfactoria: “la pornografía en la literatura es siempre negativa y despreciable en el sentido de que son libros, o situaciones de libros, escritos deliberadamente para crear situaciones eróticas que provoquen en el lector una determinada excitación o una determinada tendencia”. El problema de su argumento yace en la imputación de voluntad o sentido: pueden existir escenas pornográficas violentas y humillantes (como en el “Don Juan” de Apollinaire) que buscan provocar un efecto y, al mismo tiempo, hacer volar en pedazos la sexualidad convencional. Queda la impresión que Cortázar en este pasaje, tratando de negarle valor literario a la novela rosa y la novela erótica de masas, da una explicación maniquea e insuficiente.

“Clases de literatura” es el libro de un escritor monumental, injustamente relegado a la categoría nefasta de ídolo juvenil por los animales serios y súper pensantes de la literatura actual. Pese a estar asociado con escritores como Carlos Fuentes y Vargas Llosa, escritores cuya espina dorsal es y era tan flexible como la de una medusa, Cortázar representa lo mejor del boom: el juego, la risa, la música, el ataque contra el tonto solemne, el compromiso total con la justicia social, la amistad. Sus cuentos están dentro de lo mejor de la literatura latinoamericana. Hay que volver a leer a Cortázar.


Clases de literatura
Julio Cortázar
Alfaguara, 2013, 312 páginas

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