El año va a velocidad de crucero… ¿Hacia dónde?, hacia su fin, y no pudiendo abarcar la enorme cantidad de música que se compone, se toca, se publica y re-publica, lo último del cantante, compositor y guitarrista nacido en Maryland, Bill Callahan (Smog) no se nos puede pasar de largo, no señor: su Callahan antes […]
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El año va a velocidad de crucero… ¿Hacia dónde?, hacia su fin, y no pudiendo abarcar la enorme cantidad de música que se compone, se toca, se publica y re-publica, lo último del cantante, compositor y guitarrista nacido en Maryland, Bill Callahan (Smog) no se nos puede pasar de largo, no señor: su Callahan antes de que acabe el año.
Dream River es un buen título para un disco que conserva la impronta del Callahan de siempre, cosa que da gusto escuchar una vez más: su voz profunda, gruesa, serena, casi cansada y el uso nítido de las palabras y del lenguaje es lo que se nos vuelve a aparecer y sonar.
El disco abre sus puertas con “The Sing”, fascinante canción de sonido innegablemente norteamericano (gracias al modo en que, como lo hacía la cantante Natalie Merchant, da uso a un instrumento inseparable de lo folk o folklórico de por allá, el violín). Esto, es decir, lo de sonar no solo con la identidad de su autor sino de la región desde donde viene, pasa también con “Winter Road” y en menor medida con “Small Plane”, en donde es la guitarra la que se encarga de ubicarnos.
Suele pasar con los trabajos de Callahan que, aunque logra que todas las canciones estén más o menos a un mismo nivel (bueno, por cierto); hay puntos notoriamente más altos y sensibles, canciones sobresalientes en las que nos quedamos pegados y difícilmente podemos salir: “Ride My Arrow” es una de ellas, “Seagull” es otra. La primera se divide en dos partes (en principio lenta y de forma más libre para después dar paso al ritmo, un ritmo que aparece como quien viene a ordenar la casa, y que acomoda las piezas instrumentales que antes flotaban, dándole lugar a la misteriosa e inolvidable melodía que aparece).
Por cierto, en ambas canciones, y en el disco en general, la guitarra de Callahan encuentra de una u otra manera la forma perfecta para explayarse (siempre desde una factura sencilla, o sea, bajo la estupenda premisa que dice “de lo bueno, poco”). Lo que viene después, “Summer Painter”, funciona como contraste. Aunque es también de las maravillas del disco, de las canciones que uno no se cansa de escuchar una y otra vez, transita por aguas psicodélicas, ritualistas, medio indias, algo así como un puente hacia la música de los indios del país del norte, esa música en la que aparecen otros espíritus, otros fantasmas, otras reglas y sonidos, otros misterios.
Dream River es un disco de contrastes, de ecos, delays y sequedades, de efectos, texturas, timbres y sonidos tradicionales (como el de la flauta traversa) de canciones formales y de forma más bien, un disco tan introspectivo como extrovertido, tan íntimo como público, y ese equilibrio que logra conciliar estados o conductas que podrían parecer opuestas, es una de sus mayores gracias, y vaya qué gracia.