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Opinión

6 de Febrero de 2014

Editorial: Bienvenida flojera

Ya se vació la capital. Todos los días parecen feriados. Desapareció el apuro y, por mucho calor que haga, los peatones sudan menos. La política entró en receso. Hasta nuevo aviso, no habrá conflictos de interés. A la renunciada subsecretaria de Educación se las verá en el balneario con ese hijo que la negó antes […]

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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Ya se vació la capital. Todos los días parecen feriados. Desapareció el apuro y, por mucho calor que haga, los peatones sudan menos. La política entró en receso. Hasta nuevo aviso, no habrá conflictos de interés. A la renunciada subsecretaria de Educación se las verá en el balneario con ese hijo que la negó antes de que cantara el gallo, no por miedo a los centuriones, sino al ejército revolucionario. ¿Qué habrá dicho el hijo cuando renunció? ¿Habrá festejado?

Todo indica que sigue de moda la radicalidad, aunque durante febrero se derrita bajo el sol. ¡Qué cansancio más grande tener las cosas tan claras! ¡Y qué crueldad! “Ya no se le puede acusar de que mienta, porque ha conseguido abrogar la propia idea de verdad”, decía el polaco Kolakowsky.

Pero el verano lo disuelve todo a su manera y contradiciendo los preceptos escolares invierte el principio de la responsabilidad para darle una chance a la flojera: “no hagas hoy lo que puedes dejar para mañana”, parece decirnos febrero, con esa lánguida esperanza de que no sea siempre la voluntad la mejor consejera. “Hay que dejarse llevar por el cuerpo” me contó una vez Nicanor que le había dicho Enrique Lihn, medio en broma y medio en serio.

Es el mes de la flojera, de la muerte de los despertadores y sus alarmas crueles, esas que suenan para hacer trizas sin contemplación la armonía del sueño. Y los que durante febrero continúan trabajando, no lo hacen del mismo modo que el resto de los meses, porque si la mayoría descansa pierden fuerza los gritos de urgencia. Ni las guerras se perciben tan terribles, ni la pobreza tan hostil.

Los lectores se extravían en novelas largas y los fanáticos del trabajo, por única vez en el año, son mirados con desdén o como enfermos. Nada es tan importante en febrero, o sólo lo verdaderamente importante sigue siéndolo. El resto de las cosas se acomoda a la calma lucidez de la pereza. Cunden los pensamientos inútiles y las conversaciones vacuas, e incluso lo mismo que al llegar marzo despertará pasiones, durante febrero es tratado como una excusa para pasar el rato, para justificar las cervezas que se suceden mientras recorremos territorios desconocidos de nuestro espíritu atolondrado. Las ganas se imponen por encima de los deberes.

Dicen que otro de los subsecretarios recién nombrados le tocó el poto tiempo atrás a una pasajera del Metro, dejándose llevar por esas ganas. Vivió un instante de febrero en un vagón de marzo, y si durante el año el hecho resulta francamente escandaloso, en este mes de laxitudes y sosiego, me dio mucha más risa que estupor al escucharlo. Cuando volvamos del verano de seguro pagará las consecuencias.

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