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Opinión

11 de Febrero de 2014

De la guerra fratricida a la alianza estratégica

El fallo de La Haya marca un importante hito en la diplomacia peruana. El logro del país vecino permite erradicar la idea de un “conglomerado de tribus, sin estado y sin sentido de nación” del que hablaba Vicuña Mackenna, permitiendo la llegada de la igualdad y el surgimiento de un espacio alternativo “donde lo que prime sea el reconocimiento y el respeto por el par”.

Carmen Mc Evoy
Carmen Mc Evoy
Por

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El 17 de septiembre de 1884, y anticipando la celebración de las fiestas patrias, los santiaguinos recibieron con júbilo al último contingente de expedicionarios que regresaba del Perú. En el histórico evento, Isidoro Errázuriz analizó las consecuencias de la guerra sobre el Estado y el ser nacional. El engrandecimiento territorial y la entrada de la República a “la edad viril” eran, de acuerdo al renombrado político liberal, los efectos concretos de esa apuesta iniciada en 1879. Así, lo ocurrido en Chile fue “una transformación profunda y de consecuencias incalculables”. Esta hazaña, en la cual el antiguo satélite colonial no sólo maduró sino que abandonó su tradicional aislamiento para incorporarse de lleno a la comunidad internacional, “con sus pasiones e intereses, sus zozobras y grandezas, sus solidaridades y antagonismos”, no fue una mera casualidad. La victoria, recordaba Errázuriz, se debía al liderazgo político-militar y a la fortaleza de su sociedad civil.

No voy a describir lo que acontecía en Bolivia y el Perú mientras miles de banderas flameaban en Santiago. Lo que sí quiero plantear es que las palabras de Errázuriz celebrando la transición política y económica de Chile, a partir de su victoria militar, son aún relevantes. En efecto, a pesar de que la rectificación de la frontera peruano-chilena, a partir del fallo de la Haya, plantea un escenario inimaginable para Errázuriz -uno que a decir de la presidenta Bachelet supone “una pérdida muy dolorosa” para Chile- hay elementos del discurso del editor de La Actualidad que vale la pena analizar. Teniendo en consideración que el fallo emitido esta semana ha definido la última frontera que le faltaba delimitar al Perú, permitiéndole, además, recuperar decenas de miles de kilómetros cuadrados de mar, el triunfo de su diplomacia marca un antes y un después en su historia republicana. Resulta anacrónico utilizar el concepto del ingreso a “la edad viril” que usa Errázuriz. Sin embargo, el logro peruano, sustentado en una política de Estado, muestra una gran transformación política que rectifica la vieja idea planteada alguna vez por Benjamín Vicuña sobre Perú: “un conglomerado de tribus, sin estado y sin sentido de nación”. Ello, obviamente, con el objeto de relevar la fortaleza política y cultural de Chile decimonónico.

Además de permitirle sellar su última frontera con sus vecinos, el fallo de La Haya ayuda a que el Perú revierta, al menos de manera simbólica, un ciclo de subordinación frente al antiguo enemigo. Un renovado encuentro con los límites claros y una soberanía refrendada por una corte de justicia internacional es ahora posible en términos de igualdad. El cambio cualitativo del modelo decimonónico propuesto por Errázuriz, en el cual la validación de Chile ante la comunidad internacional derivaba de una victoria militar, basada en el sometimiento y degradación del otro, plantea nuevos retos. Entre ellos la eliminación del escenario de vencedores y vencidos, propio de la visión dicotómica y excluyente del siglo XIX. En su lugar debe surgir un espacio alternativo donde lo que prime sea el reconocimiento y el respeto por el par. Este cambio, que obviamente tomará tiempo socializar, es imprescindible para dar el gran paso que Errázuriz recomendaba a Chile, en 1884. Aquí me estoy refiriendo a su necesaria incorporación a la “comunidad internacional”, que hoy al igual que ayer está llena de desafíos.

A diferencia del siglo XIX que fue el de la definición de los estados-nación, el siglo XXI se nos presenta como el de los bloques estratégicos operando a nivel global. Porque sin descuidar su identidad y el resguardo de sus propios intereses, los Estados del siglo XXI deberán trabajar en conjunto por un bien común que trascienda las viejas fronteras de antaño. Es así que la agenda para una realidad mucho más compleja que la de los siglos previos requiere de la paz pero también de la complementariedad, la integración y, qué duda cabe, del progreso compartido. Porque a pesar de ser un liberal comprometido, Isidoro Errázuriz fue un hombre de su tiempo y ello no le permitió avizorar que los viejos enemigos se volverían a encontrar, esta vez para unir fuerzas y conquistar el futuro. Era difícil imaginar que la república yaciente se levantaría de sus cenizas para poner a disposición de su antiguo rival esa comprensión del mundo global y esa diversidad cultural que es parte constitutiva de una historia milenaria. Tampoco que la única república sudamericana que logró escapar del caudillismo y construir institucionalidad trasladaría su pragmatismo burgués a una alianza estratégica que debe ser competitiva para sobrevivir.

Las repúblicas no necesitan perdonarse, abrazarse y mucho menos quererse. Las repúblicas deben únicamente respetarse y a partir de ese respeto forjar alianzas que favorezcan intereses mutuos. De esa manera será posible desplazarse por una realidad que como bien la describió Errázuriz sigue plagada de pasiones, intereses, grandezas, solidaridades y grandes antagonismos. Dentro de ese contexto, queda claro que ya no es posible caminar por el mundo global en solitario y menos mirando al otro como a un enemigo. Por ello es necesario despedir al siglo XIX y dar la bienvenida al siglo XXI, donde Bolivia, la otra república derrotada, también deberá de disfrutar del mar que anhela y de las oportunidades económicas que, al igual que Chile y Perú, sin lugar a dudas merece.

*Historiadora peruana. Autora de
“Guerreros Civilizadores”.

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