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Opinión

9 de Mayo de 2014

La malentendida meritocracia

A partir del anuncio del fin de la selección académica, se ha generado un debate público donde sus acérrimos defensores aseguran que ésta sería una forma de meritocracia. Desde respetados personajes públicos hasta los típicos “trolls” de las redes sociales han cerrado filas defendiendo el actual sistema, con argumentos tan banales como que “es fácil […]

Miryam Aravena y Manuel Sepulveda
Miryam Aravena y Manuel Sepulveda
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A partir del anuncio del fin de la selección académica, se ha generado un debate público donde sus acérrimos defensores aseguran que ésta sería una forma de meritocracia. Desde respetados personajes públicos hasta los típicos “trolls” de las redes sociales han cerrado filas defendiendo el actual sistema, con argumentos tan banales como que “es fácil odiar la selección cuando tu cabeza es del montón”.

La meritocracia, tal y como lo presentan los defensores de la selección académica, sería un sistema basado en el esfuerzo personal de los alumnos que los haría merecedores de una mejor educación que el resto.
Este argumento presenta 2 grandes errores:

1. Creer que la educación de calidad es un privilegio que debe ser “merecido” y, por lo tanto, no un derecho que debe ser garantizado.
2. Creer que el mérito es un atributo personal donde la situación socioeconómica de las familias y la extrema segregación (a todo nivel) no tendría mayor importancia.

Queremos detenernos en este segundo argumento. Lamentablemente eso que llamamos “mérito” está fuertemente determinado por la vergonzosa desigualdad que campea en nuestro país. Para muestra un botón: cuando los niños y niñas entran a primero básico ya llegan con un capital cultural distinto. Mientras los niños que provienen de ambientes vulnerables dominan alrededor de 500 palabras, los de los quintiles más ricos conocen unas 4 mil. Y lo peor es que nuestro sistema educativo en vez de resolver estas desigualdades las perpetúa.

Actualmente, la Ley General de Educación permite seleccionar académicamente a partir de 7° básico. Esto significa que desde 6° básico los niños y sus familias comienzan a prepararse para estresantes procesos de admisión que muchas veces incluyen clases especiales (con un costo extra para las familias) y toda la presión de sentir que se están jugando buena parte de su vida en eso. A los 11 años.

Variadas investigaciones dan cuenta de la estrecha relación entre resultados académicos y nivel socioeconómico. Año tras año el Simce nos muestra que las brechas por rendimiento según ingresos de las familias son brutales y se profundizan con el tiempo.

El estudio “Desigualdad, segregación y resultados educacionales” del Centro de Estudios Públicos realiza un interesante cruce entre los datos de remuneraciones promedio y puntajes Simce según la estación del metro en que se viva, encontrando, una vez más, estrechas correlaciones entre el lugar donde se vive, el grupo socioeconómico y resultados académicos. “De manera alarmante vemos que los puntajes de Simce siguen casi milimétricamente el patrón observado por los ingresos de los hogares”.

El rendimiento académico depende en gran parte del origen social. Lo que estamos avalando al permitir procesos de admisión académica desde 7° básico no es una malentendida meritocracia, sino la selección de los niños y niñas por el lugar donde nacieron y la familia que tuvieron. Esto es escandaloso.

Sabemos que los liceos emblemáticos son vistos como una oportunidad de educación de calidad para muchas familias de sectores medios y vulnerables, y por ello comprendemos las aprensiones que tienen ante la eliminación de la selección. Por eso es fundamental que este proceso sea gradual y vaya acompañado del fortalecimiento efectivo de la Educación Pública. Nuestro objetivo es contar no con una docena, sino con miles de colegios públicos de excelencia en todo el país.

¿Cómo terminar entonces con la selección en los liceos emblemáticos? Hay diferentes alternativas. Una de las propuestas consiste en comenzar con un porcentaje menor (por ejemplo un 20%) de alumnos que ingresen a 7° básico por variables distintas a la académica y que aseguren diversidad. Presencia de hermanos u otros familiares en el establecimiento, variables territoriales como la cercanía del trabajo de los padres al colegio, cuotas de alumnos vulnerables, o la aleatoriedad –esa terrible idea que cada niño y niña cuente con las mismas posibilidades de ingreso que el otro– serían algunos factores contemplados. Este porcentaje iría subiendo gradualmente.

¿Es un riesgo para estos colegios contar con un grupo de alumnos seleccionados por estas vías? Si estos liceos no logran mantener su tradición, prestigio y resultados con un porcentaje mínimo de estudiantes seleccionados por esta vía, ¿de qué calidad estamos hablando?

No hay selecciones más o menos graves. Ni sus notas, ni el dinero de sus padres, ni su religión, justifican la clasificación de niños a los 11 años de edad. Nuestro objetivo es que nunca más las oportunidades de desarrollo de un niño dependan del lugar donde nació. Que la buena educación deje de ser un privilegio de una vez por todas.

*por Myriam Aravena y Manuel Sepúlveda, de Educación 2020.

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