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Opinión

30 de Julio de 2014

Los acuerdos “macuqueros” de la clase política

Los consensos políticos en los living, cocinas o salones del Chile republicano no son ni una novedad. Hay decenas de episodios similares al actual pacto alcanzado por la Reforma Tributaria. Como botón de muestra está la elección de Ramón Barros Luco como presidente con el 100% de los votos en 1910 y el Congreso a la medida de Carlos Ibáñez del año 30.

Gonzalo Peralta
Gonzalo Peralta
Por

COCINA REFORMA TRIBUTARIA

Cementerio General de Santiago, tarde del 25 de agosto de 1910. Llueve a cántaros. Una multitud solemne y enlutada rodea la fosa del fallecido Presidente de Chile don Pedro Montt. El frío vendaval se cuela por los finos abrigos y escurre hacia la tumba, que succiona torrentes de agua. Al borde del sepulcro el vicepresidente Elías Fernández Albano pronuncia el discurso de rigor. Como todo presidente muerto en ejercicio, la figura del tenebroso Montt se eleva a los confines del héroe y del santo republicano. La fama de yeta que rodeó al extinto parece disolverse en un cielo que aparenta llorarlo a mares. Grandísimo error. La proverbial mala suerte de don Pedro lo acompaña hasta la tumba. Esa misma tarde el vicepresidente

Fernández Albano, traspasado por la helada y la humedad, cae enfermo y muere a los diez días. Negros augurios se ciernen sobre la patria. Chile ha perdido dos presidentes al hilo y faltan menos de dos semanas para celebrar el centenario de la República. Apurados por las exigencias del protocolo, los desconcertados políticos elevan a la primera magistratura al ministro más antiguo del gabinete, a don Emiliano Figueroa. Las celebraciones lucen mejor con el saludable y rubicundo Figueroa. No faltan los insensibles que comentan la buena fortuna de presentar un jefe de Estado más elegante que el chico, negro, feo y mal humorado Pedro Montt.

Sin embargo, Figueroa está bien para la foto, pero es necesario un Presidente a firme que se haga cargo del gobierno por los próximos cinco años. En una maniobra descarada, la clase política chilena aprovecha el sentimentalismo patriótico de tantas muertes y celebraciones juntas y decide elegir al jefe de Estado sin consultar a nadie. Se llama entonces a una convención de los partidos políticos para escoger a un candidato único, de consenso, para la presidencia. Llegan por manadas los representantes de las provincias.

Deslumbrados y un tanto infatuados por su repentina importancia, estos caciques locales se hacen querer por las grandes figuras de la capital. Los viejos tiburones de la oligarquía santiaguina aderezan con finas atenciones a estos incautos, y cuando menos se lo esperan, los devoran. El “cocimiento” se efectúa en el Congreso. Ahí, en interminables discursos, los convencionales creen que eligen, pero son tres los potentados que pesan. Agustín Edwards Mac Clure por los nacionales, Juan Luis Sanfuentes por los liberales y Enrique Mac Iver por los radicales.

Estos caballeros seducen, amenazan, compran, adoban y revuelven a los despistados convencionales. Pero son tantas las mañas, los trucos y los cambios de bando, que en cada elección la balanza se mueve y oscila sin inclinarse por ninguno de manera decisiva. El espectáculo de esta convención se convierte en atracción turística. Las ilustres visitas que llegan a Chile con motivo de las fiestas del centenario se acomodan en las gradas del Congreso para ser testigos de estos macuqueos. El show se prolonga de manera indigna y hasta los más impávidos operadores sienten vergüenza. Para salir del bochornoso impasse Edwards, Sanfuentes y Mac Iver deciden bajar sus candidaturas y levantar a un cuarto candidato que los satisfaga. ¿Pero a quién? ¿Dónde encontrar a un estadista que cumpla con tantas y tan preciosas prendas? El ungido, finalmente, no es otro que el proverbial Ramón Barros Luco.

¡Se ha cocinado un Barros Luco! Este caballero, ya de ochenta años, retirado y medio senil, asoma como el hombre ideal. El motivo: su anulada figura es tan poca cosa, que lo hace un sujeto dócil y manejable por el Congreso. Es el perfecto presidente parlamentario. Congratulados por la genial idea, lo mandan llamar a su casa. El caballero, sumergido en una de sus tantas siestas, se madruga con la sorpresiva propuesta.

Es llevado casi en andas al edificio del Congreso y ahí, arrastrando sus viejos huesos, con la mirada adormecida y sin reflejar emoción alguna, cruza el salón de honor entre vivas y ovaciones. Un mes más tarde, el 15 de octubre de 1910, Ramón Barros Luco es candidato único a la presidencia. La abstención es pavorosa, sin embargo, de los pocos sufragios saca el 100% de los votos. Así, cuando se honraba el centenario de la república y sus instituciones, el Presidente de Chile emerge como un plato a la medida y gusto de la cocina parlamentaria.

Congreso Termal de Ibáñez

Veinte años después se perpetra un cocimiento tan descarado como el de Barros Luco, pero al revés. En 1930 el país es gobernado por la férrea mano de Carlos Ibáñez del Campo. Ese año tocan elecciones parlamentarias y el coronel, queriendo evitar que se eligiera un Congreso “poco cooperativo” echa mano a la nueva ley de elecciones promulgada bajo su gobierno.

Ahí se estipula que, en el remoto caso de haber igual número de candidatos al Congreso que cargos a llenar, se puede evitar llamar a la ciudadanía a votar y el Tribunal Calificador los designará. Esta desfachatada normativa, paraíso soñado de parlamentarios apernados, se convierte en escándalo cuando Ibáñez, muy zorro, llama a los presidentes de los partidos políticos y les propone la mañosa maniobra de hacer listas con sus candidatos para ser designados. La excusa de Ibáñez ante la ciudadanía es la de “Evitar la lucha electoral” como si votar fuera un despelote peligroso y ojalá evitable.

Desde la derecha conservadora, pasando por los liberales y los balmacedistas, siguiendo con los radicales y cerrando a la izquierda con el partido demócrata, antiguo paladín de la clase obrera, todos ellos se suman alegremente al chanchullo electoral. En estas condiciones solo falta que los partidos le entreguen a Ibáñez las listas con sus respectivos candidatos, pero siempre que dejen un porcentaje de cargos para ser llenados “con amigos de su confianza”. Y ahí comienzan los problemas. Como los cupos son limitados y para que se cumpla la ley los postulantes deben ser tantos como los cargos, se ven escenas poco decorosas al interior de los partidos. Todos quieren ir a esta elección trucha que les asegura un sillón parlamentario por secretaría. Ibáñez se va de vacaciones y los deja peleando.

Retirado a descansar en su balneario favorito, las termas de Chillán, Ibáñez ve desfilar, sumisos y obsecuentes, a los líderes de los partidos políticos chilenos, quienes peregrinan a las termas llevando como ofrendas a un dios volcánico las sagradas listas con los honorables. El día 6 de enero de 1930 Ibáñez y los presidentes de los partidos se reúnen en la exuberante precordillera de Chillán y preparan la cazuela de este Congreso al vapor, que en vista de su caldeado origen es bautizado como “El Congreso Termal”. La tortilla ha dado una vuelta completa. Es el perfecto Congreso del presidencialismo autoritario chileno: sumiso y designado. Para fortuna y pudor de la república, no dura mucho este vaporoso parlamento. Empujado por la crisis económica y su atropellado autoritarismo, Ibáñez cae al año siguiente. Una de las primeras medidas adoptadas por la República Socialista que lo reemplaza es evaporar el sumamente desprestigiado Congreso Termal.

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