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Cultura

27 de Septiembre de 2014

Louis Armstrong y su visita a Chile en plena guerra fría: El jazzista que encarnó el sueño americano

Louis Armstrong aterrizó en el aeropuerto Los Cerrillos de Santiago el jueves 14 noviembre de 1957 junto a su sexteto All Stars para ofrecer seis conciertos en el teatro Astor y dos audiciones en radio Cooperativa Vitalicia. Los motivos de esta primera gira sudamericana no eran exclusivamente musicales. Armstrong había asumido la condición de “Embajador de los Estados Unidos ante el mundo”, representando el estilo de vida norteamericano en el contexto de la guerra fría.

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Elevado a la dignidad de plenipotenciario del swing, no es fortuito que su último disco se titulara “Ambassador Satchmo” y que debutara en estas tierras poco después del lanzamiento del Sputnik, el primer satélite artificial de la historia. Este pequeño y brillante artefacto había asombrado al mundo, borrando de golpe la idea de que los soviéticos eran una nación atrasada. Los Estados Unidos vieron con inquietud esa estrella roja que surcaba impune los cielos del hemisferio. Apurados por la amenaza cósmica, se afanaron en la construcción de su propio satélite y esta decisión desató la carrera espacial. En Chile, la brega entre capitalismo y socialismo empapelaba muros con las candidaturas de los socialistas con Allende, los demócrata cristianos de Frei y la derecha con Jorge Alessandri, inaugurando los clásicos tres tercios de la política chilena.

Armstrong, de bien llevados 57 años y flanqueado por su bella cuarta esposa Lucille, se presentó ante los periodistas con los labios embadurnados en un pomada especial. Mostró además un insólito artefacto, especie de bozal de cuero y metal, el que aseguró se colocaba al salir de cada concierto para proteger su legendaria boca de los embates de la fanaticada. Interrogado sobre el rock and roll, ritmo de moda que amenazaba al jazz, declaró que le gustaba, así como el calypso y todos los temas populares, ya que pertenecían al pueblo y en consecuencia, al ámbito del jazz.

Desmontó la arremetida de los nuevos ritmos advirtiendo que en el jazz se podía interpretar cualquier cosa, lo importante era el estilo y que “siempre debe brotar del corazón”. Cada frase la remataba con una sonrisa descomunal que le sumergía los ojillos en la cara llena de arrugas. Esta simpatía casi majadera provocó la crítica de muchos de sus colegas y hermanos de raza, como Miles Davis, quien admiraba su música pero detestaba profundamente esa actitud de negro bonachón.

Armstrong, de la vieja escuela, criado en las plantaciones y formado como músico en un reformatorio, sabía que bien vale aparentar condescendencia ante los blancos, pero cuidando atentamente la billetera. Para entonces era el músico mejor pagado del mundo y viajaba pertrechado de una moderna grabadora portátil en la que registraba todos sus conciertos y entrevistas.

Ese mismo día se presentó en el teatro Astor en función doble de vermut y noche. Lo acompañaron Trummy Young en trombón, Edmond Hall en clarinete, Billy Kyle en piano. Barrett Deems en batería, Squire Gersch en bajo y Velma Middleton en voz. El recinto desbordaba de público a pesar de los onerosos 2500 pesos de la entrada. A las siete de la tarde Armstrong y sus All Stars atacaron con una seguidilla de clásicos incombustibles. When it´s Sleepy Time Down South, West End Blues, Mack The Knife y el entonces de moda Now You Has Jazz de la película “Alta Sociedad”. Su voz rasgada y juguetona combinaba a la perfección con la dulzura de la Midldleton en baladas y blues. A medida que avanzaba el show Satchmo, como un prestidigitador que desembolsa palomas, iba sacando una infinidad de pañuelos con los que enjuagaba el sudor que manaba a chorros de su maciza calavera.

Sus frases de trompeta, brillantes y rotundas, rajaban el espacio en disparos calientes y certeros. Cada cierto tiempo, aprovechando los solos de sus camaradas, recurría a una enorme jarra de cerveza encaletada en el piano con la que humedecía sus magullados labios. El espectáculo se prolongó por dos horas de vértigo para acabar justo a las 9 de la noche. El público, como si hubiera despertado bruscamente de un hechizo delicioso, exigió el bis de rigor. Satchmo, sonrisas mediante, no tuvo compasión y desocupó el escenario a toda velocidad. Esta aparente insensibilidad hacia el respetable se debía a su apretada agenda. Armstrong y los All Stars corrieron al siguiente compromiso en radio Cooperativa. A las 9:30 iniciaron la trasmisión en vivo desde el teatro Auditorium. En apretados 27 minutos el jazz estalló en los hogares chilenos. Sentados junto a sus receptores, los radioescuchas encajaron una pieza tras otra, sin descanso, unidas por solos de piano o batería encima de los cuales Sergio Silva y Javier Miranda intercalaban avisos comerciales a gritos. Extinguidas las últimas vibraciones del dial, la banda salió a todo escape para dar una nueva función en el Astor, entre las 10 y las 12 de la noche. La excitación les impidió irse a dormir. El dinámico Satchmo enfiló al Club de Jazz de Santiago, donde lo esperaban como al Mesías que al fin desciende sobre tierra chilena. Los jazzistas criollos habían peregrinado desde todos los rincones de la República para homenajear al maestro.

La recepción fue apoteósica. A las tres de la mañana se sirvió una espléndida cena presidida por Satchmo, quien sorprendió a los fieles pidiendo porotos. Mientras el invitado de honor despachaba una contundente guarnición de porotos granados, una procesión de jazzistas desfiló acreditando su valía en homenaje musical. De improviso el gran Satchmo elevó la vista del fondo de legumbres y miró desencajado a un par de muchachos, casi unos niños, que lo hicieron palidecer. Uno, Orlando Avendaño, baterista de 17 años, sacudía su instrumento con energía y ritmo inusitados. Pero este redoble endiablado solo fue el anuncio de lo por venir. Yuyo Renfigo, de cortos catorce años, sopló su trompeta con tal maestría y fuerza, que según testigos de aquella escena mitológica, Armstrong derramó lágrimas de emoción. “¡Ey, este chico toca igual que yo cuando tenía su edad!”, exclamó perplejo. El ídolo se abrió paso hacia el joven discípulo y lo estrechó entre sus poderosos brazos. Ungido heredero sudamericano, el menudo Rengifo recibió invitación y beca para estudiar música en Nueva York. Tres días más tarde Armstrong abandonaba el país con rumbo a Brasil.

SEGUNDO VIAJE A CHILE

Cinco años después el país vibraba con los acordes del rock and roll. Chile era sede del campeonato mundial de fútbol. En medio de la fiebre futbolera, la embajada norteamericana sufrió una repentina crisis de ansiedad. El embajador Mr. Cole descubrió alarmado la contundente presencia soviética en el certamen. No solo venía su selección de fútbol, sino que también nos visitaba el magnífico ballet Berioshka. Los Estados Unidos, ajenos al fútbol, brillaban por su ausencia. Esto era aún más grave cuando ese mismo año el Presidente Kennedy había lanzado la “Alianza para el Progreso”, iniciativa que pretendía evitar revoluciones al estilo cubano mediante el apoyo a reformas políticas en el continente. Como América Latina tenía los ojos puestos en Chile por motivo del mundial, era indispensable que los Estados Unidos tuvieran una presencia destacada que rivalizara con la arremetida soviética. El embajador exigió a Washington el envío inmediato de algún artista norteamericano que le hiciera el peso al fútbol y al ballet de los comunistas. Como si se tratara de una división de marines, el Departamento de Estado despachó hacia Chile a su arma más formidable en la lucha por la hegemonía cultural. Louis Armstrong y sus All Stars.

El día 1 de junio de 1962, segunda jornada del campeonato mundial, Armstrong descendió las escalerillas de su avión ataviado de huaso. Interrogado sobre las motivaciones políticas de sus giras, la prensa le recordó su reciente show efectuado en medio de la guerra civil del Congo, donde fue llevado en andas por los africanos en alegre cese al fuego. En aquella ocasión Radio Moscú lo calificó como “una distracción capitalista en la lucha de liberación del pueblo congoleño”. Armstrong se defendió hábilmente diciendo que sería mucha pretensión de su parte arrogarse la paz en el Congo, pero que el espectáculo de multitudes de africanos disfrutando del jazz en lugar de rajarse con metralletas y machetes “tiene que ser para algo bueno”.

La precipitación de su venida se hizo patente al llegar al local de su presentación. Era una humilde carpa de circo levantada en la Alameda con San Martín. Introducido en su camerino, éste resultó un vagón marcado “Ponies ingleses, elefantes y dromedarios”. Siempre jovial, Satchmo apeló a la bohemia y sentenció “Esto tiene ambiente”. Había pecado de optimista. Al salir a escena pudo ver numerosas ubicaciones desocupadas. Y ello a pesar del auspicio del Departamento de Estado, quien había financiado las entradas a económicos 500 y 1000 pesos. El arranque del concierto fue más bien frío. En las pausas que le otorgaban los solos de sus colegas, Armstrong ya no corría a refrescarse con cerveza, sino que fumaba sentado un cigarro tras otro. El público, variopinto, parecía más interesado en lanzar tallas que en disfrutar del jazz. Un pelmazo creyó gracioso el chiste racista y le gritó a la banda ¡Que le ponen color! Poco después, cuando la cantante solista Jewell terminaba una canción, un ocurrente la remató con un sonoro estornudo que provocó la hilaridad del respetable. Satchmo encaró la borrasca y fue cautivando al auditorio a punta de éxitos y carisma. Ya hacia el final, cuando interpretó Blueberry Hill, el público escuchaba en un silencio religioso.

Acabado el show la banda regresó al pintoresco camerino. Armstrong se mandó un taco de whisky y firmó autógrafos para una esmirriada barra compuesta por un teniente y algunos pacos rasos de carabineros. Luego se dirigió al hotel Carrera a descansar. El embajador Cole se quejó formalmente de la pobreza del establecimiento, muy inferior al Teatro Municipal donde se presentaba el ballet ruso. A despecho de la gira improvisada y la perfidia soviética, el público nacional estaba más interesado en el fútbol que en la música de jazz. El mismo día del concierto se jugó el partido entre Chile e Italia, de ribetes épicos e inusitada violencia, bautizado como “La Batalla de Santiago”. El escenario de su actuación en Valparaíso fue aún más deprimente. Una feria industrial llamada ASIVA emplazada en Playa Ancha. El día 3 de junio Louis Armstrong abandonaba Chile para no regresar jamás. La contienda entre jazz y ballet fue irrelevante. Lo más parecido a una epopeya de la guerra fría fue el partido de fútbol entre Chile y la Unión Soviética por el tercer lugar en el mundial, jugado cuando Armstrong ya no estaba en el país. No es casual tampoco que la música del campeonato fuera un rock and roll. Tres días después de la partida de Satchmo, el 6 de junio de 1962, los Beatles registraban su primera grabación en los estudios EMI de Londres. El joven trompetista Yuyo Rengifo nunca viajaría a estudiar música a Nueva York. Por largos años y de manera tenaz, sería el mejor intérprete del viejo estilo dixieland en Chile.

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