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Nacional

2 de Diciembre de 2014

Manuel Almeyda, un hombre nuevo

Manuel Almeyda, quien se desempeñó como presidente del Movimiento Democrático Popular (MDP) en dictadura, estuvo tres años clandestino y fue secretario general del Partico Socialista, falleció el 15 de enero de este año tras tomar una drástica decisión: dejar de alimentarse. La determinación se originó debido a una insuficiencia cardiaca y respiratoria que lo afectaba desde hace tiempo y que lo dejó incapacitado para realizar sus actividades diarias. Su hija, Rocío Almeyda, relata su historia.

Por

rocío y manuel almeyda

Era enero de este año, cuando Manuel Almeyda, de 89 años, llamó a su hija Rocío para que fuera a visitarlo. Hace días venía reflexionando sobre su estado de salud y la cada vez más complicada insuficiencia cardiaca y respiratoria que lo afectaba. “Mire, el escenario aquí ha cambiado, esto no es lo que yo creía. Claramente no va a haber ningún avance en esta situación, al revés, esto va a ir cada vez peor, y yo no estoy dispuesto a vivir bajo estas circunstancias”, fueron las palabras con las que comenzó a explicarle a su hija la decisión que había tomado: dejar de alimentarse para acelerar un desenlace que sí o sí llegaría.

Manuel Almeyda cargaba con esta enfermedad desde hace varios años, sin embargo, recién en enero pasado, todo comenzó a dificultarse. Cuarenta años fumando dos cajetillas diarias de cigarros provocó que tuviera que comenzar a utilizar inhaladores, hasta tener que depender las 24 horas del día de una máquina que producía oxígeno.
Al ser médico de profesión, sabía perfectamente el daño que se estaba provocando, por lo que de un día para otro nunca más volvió a prender un cigarro. “Estoy pagando un tremendo castigo por haber fumado cuarenta años”, acostumbraba decir durante sus últimos años.

Aquella tarde de enero, Rocío estuvo largas horas conversando con él sobre su determinación. A diferencia de las muchas otras veces que pasaban tardes enteras hablando, esta fue más silenciosa y desoladora. “Para mí fue muy doloroso, pero también entendí de dónde venía esta información, y venía de mi papá que había sido un hombre intachable, un luchador toda su vida, y yo no podía pasar a llevar ese sello. No podía pasar a llevar su libertad”, explica Rocío mientras intenta encontrar las palabras precisas para explicar por qué apoyó a su padre en esto. “Desde mi parte tenía que ver con un acto de profundo amor”, agrega.

Después de hablar con Rocío, Manuel le comunicó la decisión al resto de su familia: a sus hijastras Rubí y Lía Maldonado, a sus sobrinos y amigos más cercanos.

“Cada día que pasa mi deterioro es mayor, impidiéndome realizar hasta las actividades habituales e incluso leer. La vida que tengo es insufrible e indigna, como es la que llegan a tener las personas en mis mismas condiciones”, dice una carta que Manuel le dictó a sus hijas 14 días –aproximadamente- antes de morir y que iba dirigida al Presidente del Colegio Médico de Chile, Enrique Paris.

En la carta solicitaba la creación de una “comisión de hombres justos” para que estudiaran una manera de poner fin a la vida de quienes se encuentren en una condición de vida terminal, y deseen tomar esa decisión. Para él esta posibilidad se ajustaba “a los derechos humanos que cualquier ciudadano debería tener”.

Durante esos días, Manuel ya no podía levantarse de su cama, se encontraba débil y con pocas fuerzas. Debido a esto, y sobre todo por el perfeccionismo que lo caracterizaba, se demoró varios días en firmar la carta. Primero se negó a hacerlo en el original sin antes ensayar en una hoja aparte. Después de varios intentos fallidos, y de llenar hojas enteras con su firma, aún no se encontraba conforme. Finalmente, y por insistencia de sus hijas, firmó el papel y aun así consideró que no estaba bien.

A pesar de las reiteradas veces en las que Rubí Maldonado, también médico, fue a preguntar qué pasaba con la carta, nunca tuvo una respuesta por parte de Paris durante ese periodo. Fue solo después de nueve meses que recibieron un documento rechazando la petición.

Durante los últimos días de vida de Manuel, su hija Rocío, en compañía de sus hijastras y sobrinos, comenzaron a hacer turnos para cuidarlo en su departamento, pues nunca quiso estar internado en un hospital. Fueron largas jornadas que no tenían principio ni fin. Pese a que su decisión de no alimentarse había sido tajante, siempre le ofrecían algo de comer, pero siempre su petición era la misma: un vaso grande de agua y harto hielo.

“Yo lloraba todo el tiempo frente a él, me costaba mucho aceptar la situación, porque era difícil. Mi papá fue mi compañero de vida”, cuenta Rocío.

LOS VIAJES

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Era un día caluroso en Salvador de Bahía, Brasil, cuando justo en una calle cercana al hotel donde se hospedaban, Manuel le expresó a Rocío su agotamiento. “Yo creo que este será el último viaje”, le dijo.

Ambos eran muy unidos y acostumbraban viajar juntos para conocer otros países. Efectivamente el viaje a Brasil fue el último que hicieron al extranjero, pues para Manuel ya era muy difícil caminar largas distancias. “Viajar con mi papá era muy provechoso siempre. Había un sistema estricto en el que había que levantarse temprano, caminar harto, ir a todos los lugares posibles, y él siempre estaba muy informado de la historia completa del país donde íbamos”, relata Rocío a quien su papá siempre llamó “Batticaloa”, como el nombre de una ciudad de Sri Lanka. “A él le gustaba ese nombre. Mi papá era de los que pasaba tardes enteras con mis primos recitando las capitales, los países del mundo. Yo creo que se sabía todas las capitales y muchos lugares que nadie conocía”.

Aparte de visitar otros lugares, como Egipto, Guatemala o México, Manuel y Rocío pasaban todas las navidades juntos. El último 25 de diciembre que celebraron fue más bien recatado, pues él ya se encontraba utilizando la máquina de oxígeno. “Para mí es difícil olvidar ese momento, sobre todo porque ahora se viene la próxima navidad y no va a estar…”, comenta.

Antes de que aparecieran las complicaciones de su enfermedad, Manuel acostumbraba tener una rutina de vida activa e independiente. Su día comenzaba tipo seis de la mañana y dedicaba sagradamente gran parte de esta a leer “El Mentiroso”, como le llamaba a El Mercurio. Rocío recuerda que “a veces me decía que había estado una hora y media leyendo el diario, y yo le decía que para qué lo leía completo. Él tenía que estar al tanto de todo, pero consideraba que había que tener la capacidad mental para saber cuándo las cosas eran o no eran”.

Después continuaba con la lectura de libros relacionados con física y tecnología, que eran sus temas preferidos. Incluso, dedicó parte de sus últimos meses de vida a realizar una investigación sobre la creación del universo, la que en julio de este año se publicó como un ensayo de ficción póstumo llamado “De la Partícula-Dios al Hombre Nuevo”.

Manuel vivía en el mismo edificio que su hija, por lo que solían visitarse, y a veces cuidaba a sus nietas de siete y cuatro años. Cada vez que Rocío tenía algún inconveniente, él no tenía problema en cuidarlas, y siempre les llevaba algún regalo.

Todos los días, por recomendación médica y porque además le gustaba, salía a caminar. Su fecha preferida era la primavera y siempre llegaba comentando sobre los jardines y las rosas que aparecían en su trayecto. “Estaba encantado de la vida, venía para acá, se sentaba en el sillón, veía la cordillera y se quedaba mucho rato mirándola. Le gustaba la vida, las cosas simples. Todo le llamaba la atención, era como un permanente aprendizaje”, relata su hija.

LA VIDA POLÍTICA

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Un día, mientras Manuel se encontraba clandestino en plena dictadura militar, logró irse un fin de semana a la playa con Rocío. En estos encuentros él nunca andaba solo, y esta oportunidad no fue la excepción. Lo acompañaba un guardaespalda personal. Todo iba bien, hasta que unos carabineros les pidieron que pararan el auto cuando ya iban de regreso. “Mi papá estaba sentado en el auto junto con la persona que iba manejando, y yo sentí tanto miedo que pensé que hasta acá no más llegamos. Pidieron los carné, y ellos, súper íntegros, los pasaron. Los revisaron y no pasó nada. El corazón me latía a mil y yo decía que esto no lo íbamos a pasar”.

Manuel, fue el primer presidente del Movimiento Democrático Popular (MDP) en dictadura, estuvo detenido e incomunicado por la CNI, y se desempeñó además como secretario general del Partido Socialista. Por otro lado, su hermano Clodomiro Almeyda fue ministro de Relaciones Exteriores durante el gobierno de la Unidad Popular de Salvador Allende, detenido político en Isla Dawson, y líder de la facción más izquierdista del Partido Socialista conocida como “PS-Almeyda”.

Rocío recuerda que su padre estuvo clandestino durante tres años, y que ella tenía solo 10 años cuando allanaban su casa constantemente, y a través de precavidas operaciones lograba reencontrarse con él. Algunas veces tenía que estar en una esquina determinada y esperar a que llegara un auto, en otras oportunidades una persona se bajaba de un vehículo y le decía una palabra que ella debía reconocer, o la llevaban con los ojos vendados a un departamento en donde la esperaba Manuel.

“Me acuerdo que llegaba al colegio y mis compañeros contaban lo que habían hecho el fin de semana y yo no podía abrir la boca, porque esos días había estado con mi papá”, cuenta Rocío.

A pesar de que Manuel no estaba de acuerdo con la idea de irse a vivir a otro país, llegó un momento en el que estar clandestino se hizo insostenible, por lo que se fue junto a su familia a Alemania durante tres años. Desde Berlín continuó trabajando para el Partido Socialista.

Gran parte de su vida la dedicó también a la medicina, y se especializó en salud pública. “Se iba a trabajar a zonas rurales, porque consideraba que ahí había que estar, con la gente que no podía acceder a los hospitales. Mi papá creía en el hacer, en trabajar para lograr cambiar las situaciones que le parecían injustas”, explica Rocío.

Un miércoles 15 de enero de este año llegó el triste desenlace que la familia Almeyda estaba esperando. A pesar de que para muchos el “compañero Manuel” se había ido, sus historias permanecieron en el recuerdo y fueron plasmadas en casi cuatro libros que llenaron los asistentes de su funeral con anécdotas y vivencias. Meses después de su muerte, Rocío se encontró con Arturo, una de las personas encargadas de hacer el aseo en el edificio donde vive, y donde también residía Manuel.

– Sé que yo era el regalón de su papá – le dijo a Rocío.
– ¿Por qué lo dice?
– Porque todos los años él siempre nos daba un aguinaldo a los que trabajábamos, pero él todos los meses me pasaba una platita.

“Arturo era padre, y hace un tiempo se le murió la mujer. Mi papá no andaba contando ese tipo de cosas. Solo las hacía y punto, porque le nacía no más. Yo creo que nadie podría tener una mala opinión de mi papá, o pensar algo malo. Mi papá era un hombre intachable, desde mi perspectiva, un hombre nuevo, un hombre distinto, un hombre que estaba totalmente desprendido de las cosas”.

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