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Cultura

5 de Enero de 2015

Una crónica sobre el mall de Castro

En Ciudad Fritanga, libro recién publicado, más de treinta cronistas chilenos –Leonardo Sanhueza, Lina Meruane, Marcelo Mellado, entre otros– narran la vida urbana de la provincia, intentando rescatar esa escala intermedia entre el pueblo y la metrópoli. Aquí publicamos la crónica del arquitecto Sebastián Gray desde la ciudad de Castro. Conozca las desventuras de quienes se oponen a la construcción del mall.

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Había regocijo en las calles de Castro. En cada encuentro fortuito y en el comidillo de tiendas y almacenes no se hablaba de otra cosa. El viejo sueño de la modernidad, sueño difuso y esquivo como suele ser en remotos confines del planeta, parecía hacerse realidad. El delicioso monosílabo extranjero corría como relámpago, excitando la imaginación de quien lo escuchara y sugiriendo en el acto los suntuosos refinamientos de la metrópolis cosmopolita, pródiga, elegante y bulliciosa; esa de edificios enormes que se alzan hasta el cielo, vibrante vida nocturna, interminables vitrinas iluminadas a giorno, comidas exóticas y el murmullo seductor de idiomas desconocidos que acompañan, en países como el nuestro, toda idea de progreso y bienestar, aunque provengan sólo de pantallas de televisión. Todo esto, además, a cubierto de los rigores del invierno y en pleno centro histórico de la ciudad, como corresponde naturalmente a tan prodigioso adelanto: el Mall.

Era también un acto de justicia. Tras décadas de anhelos, la pequeña capital de la isla contaría con un centro comercial para las necesidades de su población, que hasta ahora debía hacer un largo viaje en bus y transbordador hacia Puerto Montt para conseguir los bienes más sencillos. En la vecina gran ciudad, allá en el continente, no hay uno sino dos malls que avasallan sin pudor el paisaje de arquitectura centenaria, el horizonte del mar y las lejanas montañas. Los mismos empresarios de Puerto Montt serían quienes construirían el edificio de Castro.
No todos estaban entusiasmados. Un puñado de ciudadanos alertas, entre ellos varios arquitectos residentes, se preguntaba por las consecuencias de esta intervención sin precedente en pleno centro de su pequeña ciudad. Del proyecto poco se sabía, excepto que debería seguir las normas que la ley permite, las que siempre son un poco más permisivas de lo que el sentido común indica pero inevitables en nuestra permanente pretensión de desarrollo; idiosincrasia nacional que parece desdeñar lo propio por anticuado e insignificante para glorificar toda novedad, por ajena o pobre que sea.

Poco a poco comenzaron a despejarse los terrenos y a levantarse los muros. Como un animal que engorda misteriosamente de noche, el edificio comenzó a desparramarse sobre un enorme territorio y sus gruesos muros se fueron alzando y alzando hasta superar los techos de las diminutas casas que lo rodean. Luego siguieron avanzando hacia el cielo, oh metrópolis, por sobre el panorama de la ciudad, y enseguida aún más lejos, más grande, más alto, hasta aplastar en el horizonte la venerable silueta de la gran iglesia del pueblo, maravilla de la historia con sus espigadas torres, faro ancestral de ancestrales navegantes.

Los habitantes alertas volvieron a vociferar lo evidente: que el edificio estaba vulnerando las leyes, que era en realidad un monstruo y que el resultado sería catastrófico. Como en la fábula del emperador desnudo, por primera vez la población apreció el problema en su real dimensión, más allá de sus íntimas ilusiones, y recién entonces se preguntó por el destino de su ciudad. Aborrecieron secretamente lo que comprendieron pero lo negaron a ultranza. Sobre los denunciantes cayó una avalancha de feroces recriminaciones e insultos: que eran mezquinos, afuerinos, traidores; que querían perpetuar la pobreza, el aislamiento, el abandono; que eran elitistas románticos e imprácticos, preocupados sólo por sus propios intereses, llenos de envidia y resentimiento. El alcalde cambió el orgullo por el temor y pronto se sumó a las recriminaciones de sus adeptos, organizando consultas precipitadas y espurias a favor del edificio que seguía levantándose; es decir, a favor de sí mismo.

En el momento más candente de la batalla de acusaciones, el alcalde citó al grupo de ciudadanos alertas para explicar el conflicto ante el Concejo Municipal, cuerpo electo representante de la ciudadanía cuyas sesiones admiten público. El día de la sesión el salón estaba repleto de vecinos apretujados, de pie en torno a la gran mesa donde el Concejo Pleno escuchaba sus argumentos. La situación era tensa: a la usanza de los antiguos cabildos, los vecinos murmullaban ante cada palabra lanzada en contra del edificio; desde el fondo de la sala se lanzaban solapadamente epítetos y comentarios menospreciando a los denunciantes y el alcalde debía rogar por silencio. Sin embargo, los argumentos eran sólidos y bien documentados: permisos mal otorgados, negligencias administrativas, interpretaciones maliciosas, resquicios inadmisibles, desacato de la autoridad y mala fe en general por parte de los inversionistas. Peor aún, efectos devastadores del enorme edificio en la ciudad, su paisaje, tráfico, comercio, cultura de calle e identidad; todo aquello que nadie jamás había siquiera considerado al momento de aprobar el proyecto. El edificio era, por sobre todas las razones posibles, un artefacto torpe y absurdo, una infamia de la arquitectura más abominable de todas, un engendro desmesuradamente grande para las virtudes de Castro.

Hecha la presentación, hubo un instante de silencio. El malestar entre los concejales y el alcalde por el peso de la evidencia era inconfundible. Cada uno pensaba en las consecuencias para sí y en el inimaginable destino de las obras. En medio del silencio, una mujer joven, robusta y vestida de domingo, se abrió paso a codazos hasta la mesa y gritó exasperada a los presentes, con las manos empuñadas en alto: «Yo… quiero… ¡el mall más grande! ¡Yo quiero el mall más grande! ¡El más grande!».

Así terminó la sesión. Todos se retiraron mudos, ponderando cómo continuarían librando esta larga batalla. El clamor de esa mujer había sido de una sinceridad dolorosa. En ella estaba representada la complejidad de nuestro pequeño país, atravesado como una lanza en el corazón por desigualdades sociales, aspiraciones insatisfechas, ilusiones de progreso, pretensiones de espejismos de modernidad alimentadas por una cultura frívola y efímera, siempre ajena. Añoranzas de oropel que hoy valen más que siglos de oro.
El mall sigue ahí.

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