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Opinión

29 de Enero de 2015

Editorial: La Pedra de Chile

No recuerdo si fue durante 1999 o a comienzos del 2000 cuando Pedro Lemebel se incorporó a The Clinic. Acababa de terminar el gobierno de Frei Ruiz Tagle, y aunque habían transcurrido diez años desde el fin de la dictadura, permanecía la sensación de ahogo. Había que romper las normas con personalidad. Si algo estaba […]

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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EDITORIAL-581

No recuerdo si fue durante 1999 o a comienzos del 2000 cuando Pedro Lemebel se incorporó a The Clinic. Acababa de terminar el gobierno de Frei Ruiz Tagle, y aunque habían transcurrido diez años desde el fin de la dictadura, permanecía la sensación de ahogo. Había que romper las normas con personalidad. Si algo estaba prohibido, era bueno, y Pedro venía desde hace rato avivando la escandalera. No recuerdo un homosexual que hiciera alardes de mariconería en el espacio público antes que él. Una de las varias veces que discutimos (yo no compartía su radicalidad), me dijo: “y no te olvides que soy bien maricón para mis cosas”. Eso quería decir que podía salir con cualquier cosa.

Las crónicas de Adios Mariquita Linda hablan de esa época. Recuerdo a Pedro escribiendo algunas de ellas en nuestra oficina, la misma en que varias veces vivimos amenazas de bomba, donde Enrique Symns tiraba rayas de cocaína sobre el escritorio y le pedía a la Alejandra, nuestra secretaria, entonces de algo más de veinte años y recién salida de una academia de la FACH, que le comprara whisky a las once de la mañana. Pedro llegaba los días de cierre, en las tardes, y se quedaba ahí hasta terminar, evitando toda interacción con los gritones, según él, pasados a testosterona, que se reían mientras inventaban los titulares sin dios ni ley de las primeras páginas. El mundo que llevaba a ese escritorio era el de sus andanzas de diva de los suburbios, de princesa desfachatada, de comunista anómala. Historias que arrancaban en el momento menos pensado con la aparición de un objeto de su deseo, un joven que le sacaba la tristeza de la cara y llenaba su boca de sed, inaugurando una borrachera que arrasaba con las prohibiciones y manuales de comportamiento, y que reemplazaba cualquier norma por un verso tan encantador como impertinente.

Pedro no imaginaba en la página, sino en la vida. Desde fines de los años 80 que venía tachando los aconteceres rutinarios con su cuerpo escritural. Las Yeguas del Apocalipsis no aparecieron para festejar la democracia que retornaba, sino para cuestionarla. Cada vez que Pedro y Pancho –o la Pedra y la Pancha- aparecían, se instalaba la desazón, y al nuevo orden pretendido le temblaban las cañuelas.

La principal invención de Pedro Mardones Lemebel es Lemebel; ese cuadro que camina, ese alegato que se volvió melodía o drama en el escenario de las calles poco glamorosas del Chile post dictatorial. Los querubines de Pedro son los jovencitos morenos, ángeles negros que despliegan las alas si él les sopla una insinuación en el oído, y cuya vida celestial dura una noche cuando mucho, una mañana, una tarde y una noche, y que al comenzar el día siguiente recuperan su corporeidad mendiga, pobre, desprovista. “¿Qué hora es?, preguntó el chico, con cansancio. Ya casi aclara”, responde la Pedra, con esa voz cenicienta que advierte que dentro de poco los carruajes volverán a ser calabazas, las ágatas arvejas, y los vestidos de tafetán, overoles de mezclilla.

Casi todas sus crónicas son una historia de amor, un cuento de hadas en medio de la realidad injusta y banal de nuestras ciudades. Un suceso poético que mientras transcurre, formula una denuncia. Ni la Cuba de sus sueños, a la que defendió como un sonámbulo, se salva de esa mirada despierta: la historia de amor que vivió ahí –porque para Pedro sin amor, no hay historia- es con un enfermo terminal, con uno que se arrancó del sidario, para sufrir un amor que no puede dar.

El esfuerzo de Lemebel consistió en dignificar lo ofendido, en trastocar las jerarquías, en engrandecer lo condenado. En varios de sus textos le jura a los que va encontrando en los bordes del camino, que dará visibilidad a sus historias. “Esto lo voy a escribir” le dice más de una vez a sus compañeros de aventuras, como quien se compromete a encender una vela para ellos, una vela que los ilumine y arranque de la oscuridad maldita a que los tiene relegados una normalidad que no eligieron, en la que unos mandan y otros obedecen, en la que unos se imponen a costa de otros que desaparecen. La Pedra fue una más entre los familiares de los desaparecidos. No hubo marcha en favor de sus parientes a la que no aportara su cuerpo relampagueante, su teatralidad desmesurada, su “mírenme, que aquí estoy, a nombre de los que pasan desapercibidos”.

Las crónicas de Pedro relatan el revés de la Historia de Chile. Lo atraían las calles que terminaban en callejones oscuros. En un país que se movía con mucho cuidado, eligió vestir con elegancia la desvergüenza. Cultivó una estampa, de algún modo, aristocrática. Fue la reina-rey de los expulsados del paraíso, de los anómalos, los humillados, los resentidos. El registro de una libertad que deambuló contagiando atrevimiento. Tomateras sucesivas que buscan perder la sumisa conciencia cotidiana para crear el mundo de nuevo, un mundo en el que todas las vidas fluyen por donde las lleve el deseo y no la obediencia, el placer y no la responsabilidad. La revolución que Pedro propone a lo largo y ancho de sus relatos, si bien ataca las estructuras existentes, apela esencialmente al alma humana, a ese territorio en el que nadie es más que otro y donde la verdad puede ser reinventada de espaldas al poder. Donde nada dura demasiado y la literatura existe para dejar constancia que un día fue todo de otro modo. Que por obra y magia del cronista, hay instantes que pasan y quedan.

Pedro fue mucho más que un escritor. Los tacos, los vestidos y el maquillaje fueron los materiales de su bandera. Se constituyó en un cuerpo político. Hizo de la protesta una obra de arte, y del escándalo una estética que, a medida que pasan los años, se va constituyendo en una de las visualidades más sólidas y sofisticadas de las últimas décadas. No lo movía la aspiración de ingresar a ningún circuito artístico y exponía en medio de la escena pública para llamar la atención sobre realidades concretas. Trabajaba al servicio de una causa, de una rabia, de una necesidad. Pedro no escribía para el mercado literario, ni para los críticos, ni para los cultos. Más bien lo hacía en contra de ellos –y harto que lo despreciaron-, aunque al cabo de una vida, su tenaz atrevimiento los doblegó. Ni siquiera muerto El Mercurio tuvo el valor de mirarlo a los ojos. A sus espaldas, sin embargo, su fama se propagó. Los marginados de la ciudad llegaron a velarlo: putos, gitanos, cantores callejeros, locas perdidas, teatreros de plaza, viejas de barrio… Los protagonistas de sus historias y sus destinatarios. Supo ser dulce e intratable. Amó y odió en la misma medida. No serán blancos los ángeles que lo reciban: a esos los escupirá en la cara. Serán negros y de colores, ángeles que se niegan a la muerte, aunque la vean por todos lados.

“Tú eres Pedro, y sobre esta piedra
edificaré mi iglesia”. (Mateo 16 : 13-20 )

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