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Opinión

10 de Abril de 2015

Crítica literaria: Pampino Detective

Ya son veinte los años desde que Hernán Rivera Letelier irrumpiera en la narrativa local con una obra tan básica como astuta. Su arte, porque a fin de cuentas es un arte, es una mixtura sencilla de elementos de la picaresca, costumbrismo y una especie de barroco de escasa intensidad. El resultado es una prosa […]

Tal Pinto
Tal Pinto
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PAMPINO-DETECTIVE

Ya son veinte los años desde que Hernán Rivera Letelier irrumpiera en la narrativa local con una obra tan básica como astuta. Su arte, porque a fin de cuentas es un arte, es una mixtura sencilla de elementos de la picaresca, costumbrismo y una especie de barroco de escasa intensidad. El resultado es una prosa de cierto carisma exótico. Tal como aconteció con las novelas de Carpentier y García Márquez, entre otros, el premeditado barniz de color local, que casi se puede palpar en las páginas de Rivera Letelier, causó furor entre los lectores extranjeros (y también entre los nacionales, aunque por distintas razones). Sus novelas suelen confirmar los prejuicios primermundistas sobre Chile y América Latina, serenando la conciencia paternalista que no quiere, bajo ningún motivo, que la otredad latinoamericana se diluya en las corrientes tempestuosas de la modernidad. Parece innecesario añadir que sus libros están ambientados en la pampa, en el norte, en oficinas salitreras o en pueblos donde los dedos de Dios eligieron quedarse en la Capilla Sixtina.

“La muerte es una vieja historia” tuerce levemente el proyecto de Rivera. Para empezar, es una novela policial, un género de reglas y tópicos bastante establecidos. Felizmente para él, las restricciones lo obligaron a controlar su lengua, o cuando menos a intentarlo, y el resultado es un texto menos incontinente de lo acostumbrado; hasta hay unos cuantos pasajes de buena prosa: “Mientras la hermana Tegualda contaba las atrocidades que el pastor les hacía y obligaba a hacer a la decena de niñas del coro Las Arpas del Rey David, en sus pupilas color de arena, humedecidas por los malos recuerdos, comenzaban a brillar los primeros avisos luminosos encendiéndose en el Paseo Prat”. Sin embargo, la prosa almibarada, colorida y errática sigue siendo la marca de la casa.

Es posible que el éxito de la obra de Rivera (y esta novela no es una excepción; despertó en el segundo lugar de ventas) obedezca a que detrás de todo el exotismo y nostalgia popular se esconda una perspectiva conservadora de lo social, lo político y lo sexual. Para Recaredo Gutiérrez, protagonista de esta historia y hombre viejo anclado en las emociones más añejas de lo masculino, las mujeres son fuertes cuando son arbitrarias, es decir cuando son brujas o cortesanas intrigantes, arpías. Su escepticismo –una característica prototípica del género policial– no está fundamentado: nada más sabemos que desde siempre quiso ser investigador privado y que finalmente su decisión de convertirse en uno fue gatillada por el desvanecimiento de su matrimonio. Tegualda, su asistente evangélica (“la hermanita”), es la femme fatale de rigor, y ni siquiera su vestir cauteloso consigue ocultar los indicios de una mujer voluptuosa (la religión como obstáculo de la sexualidad plena). La oposición entre fe y descreimiento da lugar a un par de situaciones divertidas, pero una vez se esclarecen las razones que motivan a Tegualda, la historia, que nunca despega, cae en el marasmo de lo tópico.

Si no me he referido a la trama es porque bastaría levantar una novela policial al azar y se encontraría una parecida.

Es curioso: si bien “La muerte es una vieja historia” dista de ser una buena novela, o al menos una buena novela policial, ciertamente es lo mejor que Rivera Letelier ha escrito desde que saltó a la fama; aunque sus características distintivas sean la falta de imaginación, una visión política anticuada y una idea de la mujer y la sexualidad que nada tiene que envidiarle a los recalcitrantes de siempre.

La muerte es una vieja historia
Hernán Rivera Letelier
Alfaguara, 2015, 204 páginas

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