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Cultura

12 de Mayo de 2015

“Quizás no estemos en la lista”, sobre Relatos Huachos de Víctor Hugo Ortega

Víctor Hugo Ortega es periodista; escritor y profesor en la Universidad de Chile y en la Universidad de Santiago. Es autor de los libros "Al Pacino estuvo en Malloco" (2012) y "Elogio del Maracanazo" (2013). En marzo de 2014 obtuvo el segundo lugar en el Primer Concurso de Cuentos de la comuna de Maipú, organizado por el Diario La Batalla.

Mario Guajardo Vergara
Mario Guajardo Vergara
Por

LIBRO VICTOR HUGO ORTEGA

*

En primera instancia, estos Relatos Huachos (autoedición, 2015) de Víctor Hugo Ortega (1982) parecieran adquirir esa condición de orfandad por ser apéndices de sus libros anteriores, como si fueran cuentos no reconocidos e indeseados por los volúmenes Al Pacino estuvo en Malloco o Elogio del Maracanazo. Aparece acá, sin embargo, la misma camaradería que Gabriel Salazar identifica como el rasgo característico de la subjetividad popular en Ser niño huacho en la historia de Chile, aquella que permite sostener una identidad no reconocida ni amparada, sin protección de institución alguna.

Creo que el valor innegable de los textos de Ortega, aquello que lo posiciona como una voz única y original dentro del panorama narrativo chileno, es su intención de restaurar la comunidad, de restituir los lazos de lo que se ha dado en llamar ‘tejido social’, otorgándole un relato y un sentido, pero por sobre todo un lugar donde reconocerse a ciertos lenguajes, gestos e historias comunes. Y este es, a mi parecer, un punto clave: Ortega no desdeña el lugar común; al contrario, lo usa, lo trabaja, lo cuenta como un potencial de encuentro, un punto de partida para la reunión o comunión entre él, los personajes y los lectores. Los tres libros de Ortega recogen las formas, las vidas, la música, las películas y las palabras vivas de la tribu, sin concesiones a la literatura, sin avergonzarse de las precariedades estilísticas o del patetismo de algunas imágenes. Y cuidado, que no es un azar, sino una apuesta, un riesgo de plena conciencia autoral. Estamos ante un narrador que no escribe para los otros desde la distancia cómoda de la ironía, desde arriba y para arriba, sino desde abajo y, desde ahí, para todos.

Por ejemplo, así como al narrador de “Camino de tierra” le gusta un lugar común entre lugares comunes como “la nostalgia de la tierra mojada” (p. 61), también le gusta la poesía mal escrita (p. 65) y reconoce que tiene los zapatos sucios aunque no le gusta que lo miren feo por eso (p. 61-62). Este relato es paradigmático de la propuesta narrativa del autor: un narrador provinciano que comparte la experiencia de la comunidad respecto a algo- en este caso la vida determinada por un camino de tierra en un pueblo a treinta y cinco kilómetros de la ciudad. Es uno más de ellos, todos juntos sufren por ser el único camino sin pavimentar del pueblo, por ser los últimos de la lista o quizá por no estar en ella, por no poder hablar de otra cosa: “Basta una pizca de barro para que no podamos hablar de cómo fue nuestro día, y tengamos que hablar que afuera está la cagada” (p. 62-63). ¿Cómo narrar sino desde el peso insoportable de lo corriente y lo obvio, de lo común, de aquello que le pesa a la comunidad en tanto la disgrega e intenta dispersarla? Quizá la amenaza de la fragmentación es la promesa de una distribución. Quizá el poder detrás o sobre la comunidad nos dejó al final de la lista. Mejor aún, “Quizá no estemos en la lista” (p. 65) y debamos crear una propia.

Las mismas palabras que el narrador de “Darín” le dedica al actor argentino, podríamos devolvérselas al autor:
Se dice que Darín es Darín, siempre. Repite el mismo personaje una y otra vez. El punto es que cuando eso se dice de cualquier otro actor que no sea Darín, es una crítica implacable. Un dardo que cuestiona la calidad interpretativa y la performance del actor en cuestión. En el caso de él es una alabanza. Un elogio. El Pancho dice que el hueón podría hacer una película de producción rusa, y sería el mismo Darín de siempre. Pese al idioma se las arreglaría para decir algo como “qué hacés pelotudo de mierda. (p. 21)

De la misma manera, Ortega siempre se las arregla para hacer comunidad, hablándole en su lenguaje y desde las experiencias compartidas: en “Lunes” la culpa de sacar la vuelta y la presencia de los otros define el lugar del narrador; en “Violenta” los personajes se dan el lujo de conversar con Álvaro Henríquez sobre “Amor violento”, una canción que se convirtió en un cliché generacional; “Hotel Tokyo” es la historia que todos tienen sobre un motel de mala muerte; en “Vainilla” los recuerdos se construyen a partir de un olor típico dentro de los taxis; en “La zona cero” está la sensación que todos hemos experimentado en ciertos lugares, los cuales de tanta carga, sentido y patetismo devienen “lugares para tolerar sólo en fotografías. Para verlos una vez al año” (p. 43); “Mi saco de dormir” es un desafío entre amigos y un mal chiste.

Uno de los mejores relatos del conjunto, “Baba de caracol”, se configura sobre la intención del narrador por reordenar y reinterpretar su inutilidad, su no tener trabajo. No por casualidad el eje de la narración es una sustancia en apariencia ridícula e inútil pero la cual algunos han sabido convertir en mercancía. Aparece aquí la necesidad de comprender para recomponer la comunidad, aunque a veces cueste más de la cuenta: “Qué comprensivo soy con la gente de mierda” (p. 56).

“Parlantes” nos muestra que lo común puede ser también dolor, como la fuerza (in)soportable de la ciudad que nos constriñe a ser parte de ella; en “La poeta me acompaña” un busto de Mistral, una figura olvidada por la comunidad, deviene tótem del narrador: (…) acompaño a la poeta en su resentimiento. (…) quiero que me cuide de las mujeres que no responden y de los hombres que no perdonan” (p. 74); “La película” es un homenaje al estilo de “cámara fija y música reincidente” de Whisky, un film hecho “con lo puesto y con lo que se pueda” (p 76), y donde el autor se regodea en citar el décimo verso de “Como les iba diciendo” de Nicanor Parra, cuando dice “en un abrir y cerrar de ojos”- pero donde también, recordemos nosotros, se dice: “yo soy el descubridor de Gabriela Mistral/ antes de mí no se tenía idea de poesía”. ¿Es necesario algún comentario en cuanto a la agudeza de repetir, con toda su cotidianidad a cuestas, el primer verso citado, o el vínculo que busca inscribir Ortega entre Parra y la Mistral?
En “La canadiense” la camaradería y la rivalidad de la comunidad se construyen en torno a la belleza de una extranjera. ¿Les suena conocido?; el relato “Enzo” es un saludo a la bandera, escrito sobre el actor que interpretó a Bruno en la película Ladrón de bicicletas de Vittorio de Sica, pero es también un saludo para todos aquellos que definen su relación con el cine en torno a su identificación con personajes, actores o escenas. También acá nos encontramos con otra declaración de principios del autor en cuanto a la sociología del fenómeno literario y su rol dentro de la comunidad donde adquiere sentido: “(…) si no es por las buenas o por las malas, tiene que ser por la literatura” (p. 97).

Cerrando el libro, “Perder una final” es la identificación de la comunidad- ¡cómo no!- en la derrota: “Perder una final es una invitación al llanto sin pudor, sin vergüenza, sin estrategia. El llanto que ignora a los que te subestiman por sentir lo que sientes por tu club” (p. 99). ¿Cómo no leer aquí una recomposición de la comunidad fragmentada y disuelta por algunos- demasiados- en la liquidez posmoderna? ¿Cómo no leer el llanto como lo hace Leonidas Morales cuando habla de ese gesto en la narrativa de Roberto Bolaño, es decir como la única posibilidad de la esperanza? Cuando tantos se arrellanan en la comodidad de lo que ha sido desintegrado, Ortega nos señala nuevas posibilidades en aquello que ha sido recorrido y que seguimos recorriendo, el mismo polvo compartido por los que estaban antes y quienes están todavía, con la camaradería en ristre de quienes quizá no estemos- o no queramos estar- en ninguna lista.

“Relatos Huachos”
Autor: Víctor Hugo Ortega C.
Autoedición
Páginas: 108
Precio: $8.000

A la venta únicamente a través de: [email protected]

*Mario Guajardo Vergara (1985). Magíster en Literatura, se desempeña como profesor de enseñanza media en Estación Central. Publicó “Y aquí me voy a quedar”: el paradigma del loco en la narrativa de Roberto Bolaño (2013) y actualmente prepara un volumen de relatos titulado “Las armas que no disparamos”.

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