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Opinión

11 de Junio de 2015

Editorial: ¿Quién pierde el tiempo?

En Cuba se vive a otro ritmo. Muy pocos están conectados a Internet, así que no experimentan la instataneidad noticiosa. La “bola”, como llaman al rumor ciudadano, el único verdadero medio informativo existente en la isla, corre rápido, pero jamás con la velocidad y extensión de la web. El concepto de competencia no está inoculado […]

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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En Cuba se vive a otro ritmo. Muy pocos están conectados a Internet, así que no experimentan la instataneidad noticiosa. La “bola”, como llaman al rumor ciudadano, el único verdadero medio informativo existente en la isla, corre rápido, pero jamás con la velocidad y extensión de la web. El concepto de competencia no está inoculado en la población, de manera que no se apuran. Todo tarda más de lo presupuestado. Los trámites siempre se complican. Son los mismos cubanos quienes dicen que “tienen un problema para cada solución”. Gutiérrez Alea, Titón, hizo una película al respecto: “La Muerte de un Burócrata” arranca con la necesidad de recuperar un documento que cierto funcionario ejemplar se llevó en el bolsillo a la tumba, sin el cual su viuda no puede cobrar la pensión. Lo que era una minucia ridícula, termina en una tragicomedia sanguinaria, tejida a punta de oficinas públicas, timbres, pillerías y malos entendidos. Son muchos en Cuba los que no trabajan y llenan los días con actividades cotidianas que en Occidente resolvemos sin darnos cuenta. Los huevos hay que conseguirlos y cuando aparece la papa se forman enormes colas en los mercados, de horas y horas, que algún miembro de la familia debe hacer. Nunca falta el que tiene tiempo. En la cola la gente conversa, se queja, chismorrea. No hay nada parecido a viejas empingorotadas y empleadas domésticas, sino mujeres con ganas de cocinar papa. Entre otras cosas, a los cubanos los une la necesidad. Cuando se da por hecho que hay de todo, es más fácil batírselas solo. La mujer que me arrienda una pieza en su casa, dice que a lo que más teme a propósito de los cambios en curso, es a que vuelvan los millonarios. Asegura que la asusta más la riqueza que a la pobreza. En Cuba nada funciona perfectamente. La eficiencia no es su fuerte ni su objetivo. Hay excepciones, por cierto, y cada vez más a medida que el país se abre al mercado, pero aún son insignificantes. Las ruedas de los autos siempre se pinchan en las carreteras. Se “ponchan”, dicen ellos, y basta verles las gomas gastadas para entender por qué sucede. Al segundo “ponchazo”, a falta de repuesto, se impone la necesidad de ayuda. “No se preocupen que yo cuadro”, dijo Snoopy –el gordo oriundo de Morón que nos manejaba y que permanentemente repetía que cualquier cosa que necesitáramos, él podía “cuadrarla”–, cuando le ocurrió al vehículo en que yo viajaba, a la altura de Fundamento. El verbo “cuadrar” es muy usado por estos lados y supongo que viene de “cuadrar el círculo”, porque nunca se consigue exactamente lo que se quiere. Cuatro horas más tarde, ya Snoopy había cambiado la segunda rueda “ponchada” por otra mucho más grande, que metió ruido hasta Ciego de Ávila, donde terminó de ampliar su espacio limando el tapabarros. Humberto Solas, en “Miel para Oshun”, convierte un viaje repleto de este tipo de dificultades en una historia de amor con Cuba. Acá todavía no se instala el espíritu de la rentabilidad. Nadie corre para aprovechar el tiempo (porque solo corre el que no tiene tiempo), muy por el contrario, cunden las ocasiones para detenerse y esperar. Esta realidad inquieta, cuando no enloquece, a los turistas que provienen del mundo veloz, donde cada segundo se paga y cada peso cuenta. Acá los taxistas no usan taxímetro, y es verdad que se aprovechan de los extranjeros cuando pueden (saben que les sobra el dinero que a ellos les escasea), pero a un cubano lo llevan por lo que tenga y a un conocido hasta por el gusto. Para qué ahondar en la falta de libertades políticas y civiles que se viven en Cuba; hacerlo tras un tiempo en esta tierra de excepción, resulta tan obvio como discursear sobre la esclavitud del consumismo paseándose por el Parque Arauco. De momento solo sé que acá se aprende a vivir el tiempo, que nadie pasa sobre otro para llegar primero, que se agradece, de pronto, “cuadrar” en lugar de disponer, porque se cuadra con otros y se dispone en soledad. Lo mismo que en un comienzo enerva, a la larga tranquiliza, apacigua, humaniza. Todo esto, mientras me consigo conectar a Internet en la terraza del hotel Presidente, y un bombardeo de alarmas provenientes de Chile asaltan la pantalla de mi computador. Así recuerdo que por estos días en mi país todo es urgente.

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