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Opinión

23 de Julio de 2015

Crónicas cubanas

La expansión del capitalismo en Cuba no tiene vuelta, pero puede haber mucho en juego en la forma como ocurra esa transición, y no solo para la isla. ¿Podrán los cubanos asimilar las reglas de la competencia individual y del libre consumo sin perder con ello la cultura de solidaridad y la capacidad de “gozar con poco” que tanto echan de menos las sociedades capitalistas? Eugenio Tironi contrasta las impresiones de sus dos visitas a la isla –en los años 90 y ahora– y se pregunta qué podemos aprender mutuamente, cubanos y chilenos, de nuestros respectivos aciertos y errores.

Eugenio Tironi
Eugenio Tironi
Por

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Tenía 24 años cuando me correspondió, entre los años 1975 y 1978, dirigir en el exilio a uno de los partidos que había formado parte de la Unidad Popular. Eran tiempos en que las disputas internas de la izquierda adquirían preeminencia sobre la lucha contra la dictadura, en especial fuera de Chile. El conflicto entre la izquierda reformista, que había sido partidaria de una salida negociada a la crisis del gobierno, y la castrista, que culpaba a la primera de no haber impulsado la insurrección popular, estaba representado por el PC y el MIR, respectivamente, pero también desgarraba internamente al PS y al MAPU, donde yo militaba. Los exiliados, además, se vieron zambullidos en las disputas de la izquierda internacional, cuyas corrientes en pugna intentaban ganar posiciones en los partidos chilenos tejiendo redes de afinidad con sus dirigentes.

Yo había sido enviado por la “Dirección del Interior” justamente con el encargo de poner fin a esas luchas internas y reenfocar las energías del partido hacia el apoyo de la resistencia en Chile. Me instalé en un territorio relativamente neutral, París, pero aun así fui objeto de las más diversas formas de seducción; la más usual, invitaciones desde distintos países a “conocer” el socialismo, lo que incluía cómodas estancias en residencias de descanso de la “nomenclatura”, propuesta muy atractiva para un exiliado sometido a penurias económicas y familiares. Y los más insistentes, al menos conmigo, eran los cubanos. Eran también, con la Revolución en su apogeo, los que más tenían para ofrecer. Pero aun a riesgo de pasar por infantil o intransigente, me resistí. Mientras fui dirigente político, no acepté invitaciones ni flirteos de ninguna especie.

Fue así como me quedé sin conocer Cuba, hasta cuando pudiera hacerlo por mis propios medios.

La promesa rota

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Lo hice a fines de 1996, cuando viajé a Cuba arrastrando a toda mi familia. Quedé horrorizado. Era pleno “período especial”, como se llamó eufemísticamente al derrumbe del socialismo soviético. Nadie podía vivir con lo que ganaba oficialmente, por lo que era forzoso humillarse y pedir o hacer algo ilegal para sobrevivir a duras penas. Quedé con la impresión de que todo cubano se había vuelto, en el fondo, un pordiosero o un corrupto.

Escribí una columna en la revista Qué Pasa al regresar de la isla:
“Cuba hoy es simplemente una sociedad en ruinas que no sabe a dónde va, cuya vitalidad proviene exclusivamente de aquello que la revolución pretendió abolir; esto es, del capitalismo, que brota desordenadamente, a hurtadillas, en una forma salvaje y denigrante. […] Casi todo el mundo está vendiendo ilegalmente algo ilícito: tabaco robado por un pariente de una tabacalera estatal; un remedio obtenido también ilegalmente por un conocido en un hospital; un auto que pertenece al Estado y que se ofrece en alquiler; gasolina sacada de una empresa, etcétera. Desde abogados a cirujanos, de arquitectos a ingenieros, de obreros a enfermeras, todos viven realizando toda suerte de transacciones ilegales. La prostitución —practicada con increíble trivialidad como modo de ampliar los ingresos o simplemente para arrancar de la angustia de la vida cotidiana— no es más que la versión más degradada de la extendida y profunda desintegración de la sociedad cubana”.

Me propuse no volver a pisar la isla si no había antes un cambio de régimen. Pero no cumplí: ahora, en julio de 2015, he vuelto a ir.

Lo que me hizo romper la promesa fue algo que me pareció apreciar en un documental sobre los conciertos que realizó Silvio Rodríguez en los barrios más pobres de La Habana en 2013. Vi rostros que, pese a estar sometidos a niveles de miseria que en Chile ya nos parecen inimaginables, reflejaban una cierta serenidad y alegría; algo propio de quien está dispuesto a adaptarse a todo lo que venga y ponerle buena cara. Tuve la impresión de que, sin otra alternativa para sobrevivir que ayudarse mutuamente, imperaban relaciones basadas en la reciprocidad y la solidaridad antes que en el interés y la competencia. Todo esto salpicado por una total indiferencia hacia el Estado y quienes lo administran, y de un cierto chauvinismo por lo que Cuba representa en la historia contemporánea.

Nada de eso había visto en 1996, cuando sólo encontré a un pueblo humillado y resignado. Me pregunté si acaso esa vez había mirado a Cuba con los ojos de Chile, que por entonces se henchía de orgullo por sus logros y se creía el “jaguar de Latinoamérica”. Aunque suena a cliché, recordé eso de El Principito, de que “sólo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible a los ojos”.

Para salir de esa duda y juzgar si era cierto lo que creí apreciar en el documental, decidí volver a Cuba. Lo hice acompañado, eso sí, de “El hombre que amaba los perros”, la enorme novela de Leonardo Padura que me devoré en pocos días.

El verbo resolver

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Estuve solo en La Habana y claro, encontré cambios importantes. Ya no están esas hordas de pordioseros que acosaban a los extranjeros y que la policía mantenía a raya en las puertas de los hoteles. Para los cánones chilenos las calles están vacías, pero circulan más vehículos, en su mayoría antiguos, que han sido adaptados por el ingenio que crea la carencia. Las bicicletas y los caminantes han dejado lugar a un precario transporte público, aunque los peatones apelan sin complejos —más bien como demandando un derecho— a la solidaridad de los automovilistas.

El centro histórico de La Habana ha sido parcialmente recuperado, lo que permite apreciar el nivel de riqueza que alcanzó Cuba en el siglo XIX, muy superior al resto de Hispanoamérica. Lo mismo se observa al recorrer barrios residenciales como El Vedado, Miramar o Siboney. Aquí se encuentra probablemente la mejor arquitectura moderna de la región, que aún se mantiene en pie pese a medio siglo de cuasi abandono y gracias, en parte, a la nula presión de un mercado inmobiliario que no existe.

Los brotes de capitalismo que registré en mi columna de hace 19 años, ahora son plaga. El Estado es casi el único empleador, pero paga —y obliga a pagar— en pesos cubanos (CUP), mientras toda familia necesita, para vivir, adquirir productos que tienen precios internacionales en CUC, un peso cuyo valor está asociado al dólar. Es obligatorio, pues, conseguir CUC y así lo hace todo el mundo, sin que el gobierno lo impida. De hecho no hay familia cubana que no esté envuelta en algún tipo de emprendimiento privado: hogares que hacen de restaurantes (los famosos “paladares”); dueños de carros que hacen de taxistas; familias que arriendan habitaciones a turistas; trabajos informales de cualquier especie (incluyendo servicio doméstico) a cubanos o extranjeros que ganan en CUC; venta de verduras y frutas traídas del campo; comercio callejero de los más diversos rubros; o cubanos con doble nacionalidad (tras casarse con extranjeros u obtener la nacionalidad española) que pueden viajar y traer bienes que venden en el mercado informal.

A ello se suma una industria tan extendida en la Cuba de hoy como hace veinte años: el robo a las empresas, en especial si son del Estado, y la venta de lo robado (desde medicamentos a gasolina, pasando por certificados y habanos) en un mercado “negro” que en realidad está más extendido que el “blanco”. Como dicen en Cuba, “aquí todo se hace por la izquierda”. Padura lo pone en estos términos: “El verbo cubano más practicado es resolver. Resolver en Cuba significa encontrar los medios legales, semilegales o ilegales de arreglar tu vida cotidiana, resolver lo abarca todo, no se puede entender la vida cubana sin entender lo que para los cubanos significa el verbo resolver”.
Lo que hay en Cuba, entonces, es un sistema dual. El subsistema formal, el socialista, aún sobrevive, pero el que se expande es el que podríamos llamar precapitalista. Y los cubanos ya asocian todas sus expectativas de una vida mejor a la liberación del capitalismo, no al regreso de la hegemonía del socialismo. Así se han terminado —como dice Iván Cárdenas, el protagonista de “El hombre…”— “los tiempos de la pobreza equitativa y generalizada como logro social”.

El monstruo ya no muerde

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Hay otro cambio en la Cuba de hoy, quizás menos espectacular que el económico pero tanto o más profundo: los cubanos han perdido el miedo al Estado. O más aún: el Estado que hasta ayer organizaba sus vidas y era objeto de culto o de temor, hoy les tiene sin cuidado. Esto ya es irreversible.

El Estado sigue siendo un monstruo enorme y tiene a la mayoría de la población en su “pay roll”. Provee las libretas de abastecimiento, que garantizan a cada cubano una ración alimenticia. Controla el acceso a todos los servicios básicos, incluyendo educación y salud. Mantiene policías e informantes por todas partes, por lo que la gente se cuida de emitir opiniones, y maneja todos los medios de información, que emplea sin tapujos con fines de propaganda. (Si por estos días uno lee el Granma o ve televisión, creerá que el aeropuerto de La Habana no da abasto para recibir a delegaciones de todo el mundo que desean expresar su solidaridad con Cuba y aprender de su ejemplo.)

Pese a todo ese poder, el Estado cubano es un monstruo que ya no muerde. Se le cayeron los dientes. Más allá de su capacidad represiva o de control, ha perdido el control de la economía y se ha vuelto cada vez menos relevante para la vida de la población. Y lo que se ha desplomado con ello es su autoridad para establecer normas, para presentar a sus líderes y a su modelo como un ejemplo para los cubanos y el mundo. Nadie se rebela, es cierto, pero pocos le obedecen y todos le hacen trampa.

¿Por qué los cubanos no se rebelan? La respuesta es compleja y no pretendo abordarla aquí. Pero algo ayuda una cuestión que parece muy propia del pueblo cubano: su entrega de brazos cruzados a un “locus de control externo”, como le llaman los psicólogos a la tendencia de ciertas personas a localizar la causa de los acontecimientos de su vida en factores externos, y que se les imponen como un destino incontrarrestable. Es así como el desplome del campo socialista sigue siendo la “causa” de un “período especial” que ya lleva ¡25 años! Y es así como al “bloqueo yanqui”, de origen aún más remoto, se le siguen imputando desde las carencias materiales a la restricción de libertades. Todo esto, por cierto, muy estimulado por la propaganda del régimen para inducir resignación y sumisión.

La novedad es que ahora se suma un nuevo factor exógeno, pero de signo positivo: la apertura de relaciones con Estados Unidos, sobre la cual los cubanos depositan hoy todas sus expectativas. No hay conversación con un cubano que no derive en este tema, ni hay show o concierto donde los artistas o presentadores no hagan alusión a esta reconciliación. Es lo que aguardan desde los más rebeldes, que esperan el desembarco de un capitalismo sin complejos ni barreras, hasta los más moderados, que preferirían seguir introduciendo el capitalismo a cuentagotas para conservar algunos rasgos básicos del modelo. Si el régimen es funcional a esta deriva y administra la transición gradualmente, bien; pero si intenta bloquear lo que ya parece al alcance de la mano, me temo que sucumbiría, ya sea volteado por una rebelión o, lo más probable, erosionado por la anomia.

Los Castro lo saben: no tienen dientes para resistir esta suerte de reenamoramiento de los cubanos con Estados Unidos, y es mejor encauzar el fenómeno que resistirlo.

Progresismo y paternalismo
“Cuba es un país desproporcionado —dice Padura—, ha tenido una proyección universal mucho mayor que sus dimensiones geográficas”. Esto viene de la Colonia y desde entonces no ha amainado. Los cubanos lo tienen claro y así lo viven tanto en la isla como en el exilio: Cuba es una marca, una marca cargada de símbolos. Algunos de índole épico, desde el asalto al Cuartel Moncada al Che Guevara, desde la zafra a la resistencia al bloqueo. Pero también son Cuba el Tropicana y el Hotel Nacional, el Cohiba y la Bodeguita del Medio, los automóviles americanos de los años 50 y 60 y el barrio de Miramar. Es un país que ofrece al mismo tiempo el atractivo turístico de La Habana Vieja y Varadero, de Trinidad y Santiago, más la posibilidad de conocer en vivo y en directo uno de los experimentos de transformación social más radicales del siglo XX, mucho de lo cual aún perdura, aunque no sea sino como museo.

Ante semejante oferta, el turismo progresista internacional cae postrado. Ve en Cuba la realización de sueños que no pudo realizar en sus países. Pasa por alto que mucho de eso estaba ahí antes de la Revolución, y si persiste es porque la “retroexcavadora” soviética se estropeó. Y acepta y hasta admira fenómenos contra los cuales se rebela en sus propias sociedades. Cuántos cubanos, me pregunto, no aceptarían gustosos un trueque con esos turistas progresistas que los visitan, y poder gozar un poco del capitalismo y de la democracia que ya tiene cansados a los otros.

En lo personal, estoy muy lejos de ese paternalismo benevolente.

No se me pasa por alto, por ejemplo, que esto de hacer las cosas “a la mala” o “por la izquierda” puede derivar –o de pronto ya lo hizo– en pura y simple corrupción. Tampoco que el “pleno empleo”, cuando el salario mínimo no supera los 25 dólares y la productividad es nula, es una farsa. Sí, la educación superior es gratuita, pero en noveno grado el Estado selecciona a los que irán a la universidad, y se guarda el derecho de asignar a los profesionales recién egresados a puestos que él define, por al menos dos años. Hay igualdad, cómo no; pero como escribe Padura, sólo entre “los que cedían el paso ante la habilidad, la cercanía al dólar, la ubicación política, el ser hijo, sobrino o primo de Alguien, el arte de resolver, inventar, medrar, escapar, fingir, robar lo que fuese robable”.

El hacinamiento residencial, que en La Habana Vieja se ve pintoresco, esconde condiciones de vida miserables. Que se mantengan en pie los edificios históricos y las mansiones modernas revela, más que un afán preservacionista, la ausencia total de nuevas construcciones y viviendas. El medio ambiente es limpio, pero a costa del desplome de la actividad industrial, un reducido parque automotriz y la virtual ausencia de transporte público.

Se ve gente alegre, ya lo decía, pero esto no debe hacer olvidar a los cientos de miles que, como escribe Padura, se lanzaron al mar “en cualquier objeto flotante, cargando con su desesperación, su cansancio y su hambre, en busca de otros horizontes”. Los CDR (Comités de Defensa de la Revolución) se presentan como instancias de participación, pero muchos cubanos los sienten como órganos de control. Leer el Granma es folclórico, pero es terrible pensar que sea el único diario disponible, y que se describa a sí mismo como “Órgano oficial del Partido Comunista de Cuba”.
Todas estas peculiaridades cubanas tienen una explicación —como, con buena voluntad, lo tiene todo en este mundo, incluido Pinochet—, pero justificarlas o idealizarlas tiene algo de inmoral. Eso fue lo que sentí en mi primera visita en 1996, cuando decidí no volver. Me dio rabia que una parte de la izquierda, de la que yo formaba parte, hiciera vista gorda a todo esto. No quería sentirme cómplice, ni siquiera pasivo, del sacrificio de varias generaciones de cubanos en aras de una utopía de la que apenas queda una retórica ya patética.

Decía que volví a Cuba después de percibir, en un documental sobre los barrios pobres de La Habana, una capacidad extraordinaria de producir felicidad con recursos mínimos. Un pueblo que pese a la implantación de un modelo totalitario —y pese, también, a su colapso— ha sabido preservar sus relaciones sociales y seguir creyendo en sí mismo, a veces incluso en forma “desproporcionada”. Y que si ha podido crear la rumba, el mambo, el cha cha cha y el son, y sus músicos interpretarlos como lo hacen, es porque tiene una densidad cultural de una riqueza inconmensurable.

Pero quizás no fue nada de eso lo que me hizo volver a Cuba. Quizás fue simplemente el paso de los años, que han venido horadando mis propias certezas y haciéndome más indulgente.

Cuba y Chile: transferencia recíproca

En Cuba, decíamos, el Estado brinda una parte de los bienes básicos y garantiza con la “libreta” que nadie caiga en la inanición. También ofrece empleos que, si bien no alcanzan para vivir, hacen que las personas se sientan integradas y ocupadas. Provee asimismo una educación y salud de relativa calidad e igual para todos. Su amplia red policial genera seguridad, lo que se traduce en tasas de delincuencia muy bajas. Todo eso pone límites a las libertades y a las expectativas, pero permite a la población contar con una red de protección que, aunque sea muy básica —y mucho más precaria de la que hubo hace 40 años—, quizás explique esa resignada serenidad que uno observa en los cubanos.

El resto de los bienes y servicios necesarios para vivir se obtienen por vías informales. De un lado, mediante los CUC que deja el turismo, y de otro, haciéndole trampas al Estado, como lo hacen los pobres en casi todo el mundo, Chile incluido. A esto se suman las relaciones de reciprocidad, basadas principalmente en la familia, un pilar fundamental de la sociedad cubana. Como dice Iván Cárdenas, el personaje de Padura, al cubano “la práctica fervorosa de la solidaridad entre los jodidos, que es la única verdadera”, lo aleja “de cualquier pretensión de reconocimiento o trascendencia personal”.

En otras palabras, en Cuba la competencia no se despliega en el seno de la sociedad civil (o sea, entre los individuos, como en el capitalismo), sino entre la sociedad civil y el Estado, que pugnan entre sí por quién se queda con la renta. Además, como no hay libre acceso a bienes de consumo, tampoco existe esa excitación donde “las personas terminan sumergidas en la vorágine de las compras y los gastos innecesarios”, como señala el papa Francisco en su Laudato Si.

En lugar de “la cultura del descarte” que impugna Francisco, aquí impera más bien la cultura del reciclaje, de la recuperación, del acomodo, del hibridaje. Todo se “resuelve” o se “cuadra”, como dicen ellos, lo que ha hecho de Cuba una suerte de museo vivo. Y esto va a la par de otra cosa que menciona Francisco: la “capacidad de gozar con poco”; una “simplicidad que nos permite detenernos a valorar lo pequeño, agradecer las posibilidades que ofrece la vida sin apegarnos a lo que tenemos ni entristecernos por lo que no poseemos”.

La transición chilena a la democracia liberal y al capitalismo se hizo en otro tiempo histórico, cuando voces triunfantes proclamaban el “fin de la historia”. Los tiempos han cambiado. Hoy, como ha dicho Francisco, “la humanidad está llamada a tomar conciencia de la necesidad de realizar cambios de estilos de vida, de producción y de consumo”. En este contexto, a lo mejor ha llegado el momento de mirar a Cuba con otros ojos.

Y los cubanos, pienso, quizás puedan aprender de nuestra experiencia. De lo que hemos hecho bien, como es pasar de un régimen dictatorial a un sistema democrático. Y de lo que no hemos hecho tan bien, como es implantar un sistema capitalista en exceso salvaje y demasiado guiado por modelos foráneos. De aquí los cubanos podrían extraer algunas lecciones para evitar que los cambios que vienen —la expansión del capitalismo y con él, esperamos, la democracia—, no signifiquen arrasar con valores que, por buenas o malas razones, forman parte de la sociedad cubana y son su patrimonio más valioso.

Y creo que nosotros, los chilenos, también tenemos mucho que aprender del pueblo cubano. Sobre todo, de su manera de cultivar esa “feliz sobriedad” a la que alude Francisco, y que a nosotros nos hace tanta falta.

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