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Opinión

29 de Octubre de 2015

Editorial: Un chileno en las elecciones argentinas

En Chile repetimos mucho que estamos viviendo una crisis de confianza. Quizás sea que al resultar tan lejano el poder, le exigimos un mayor grado de celestialidad. El 80% de los argentinos fueron a votar y el 100% están seguros de que no lo hicieron por blancas palomas. La mismísima presidenta tiene causas judiciales abiertas y termina con el 54% de apoyo. Como las cifras son siempre dudosas, hay los que sostienen que le faltó entusiasmo para traspasar esa popularidad a Scioli, su candidato, mientras otros piensan que Scioli debió distanciarse todavía más de ella.

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Acá, en Argentina, todo el mundo se tutea. Los dirigentes sindicales hablan con una prestancia igual a la de un vocero de la patronal. Si uno tiene millones de dólares, el otro tiene un ejército con cientos de miles de soldados. La razón económica del empresario, se encuentra con la razón igualmente digna de los trabajadores. Es cierto, hay mucha trampa, pero los abusos no los comete solo un grupo, como en Chile, donde que el dueño gane cien veces más que el empleado parece normal. El poder se halla mucho mejor repartido. “Corrupción Sustentable, Venceremos”, escribió Nicanor Parra, y en pocas partes como en Argentina se ha llevado a cabo ese proyecto. Si en Argentina se planteara la reforma laboral que la derecha chilena considera socialista, los gremios pararían el país ante semejante amenaza de retroceso neoliberal. Rodolfo Daer, un gordo de labios gruesos, cara grande y sonrisa permanente, mandamás del Sindicato de Trabajadores de la Industria Alimentaria, ex presidente de la CGT en tiempos de Menem y hoy sciolista entusiasta, lo consideraría una falta de respeto. Para él la negociación por rama es tan natural como disfrutar un bife. Antes de salir de un almuerzo con observadores extranjeros llegados para la elección, preguntó si nos había gustado el asado nacional, compuesto de chorizos, morcillas, costillas, lomo de cerdo y chinchulines, que acababan de servirnos en el comedor de la Universidad de la UMET –una universidad del gremio de los conserjes de edificios–, y cuando todos contestamos que sí, dijo sentirse feliz, y agregó que esperaba que tras esta elección, pudieran seguir comiendo igual los miembros de su organización. Según Cristina, la presidenta saliente, ella entrega un país “con menos pobres que Alemania”, un 6% de desempleo, y, lo que ha sido su mil veces repetida consigna de despedida: una patria normalizada. Las estadísticas, por estos lados, se aproximan más al sueño que a la realidad. La ciudad, sin embargo, funciona como siempre.

Para estas votaciones casi no hubo indecisos. Entre un 2% y 3% declaró no saber por quién votar. Estaban los seguidores de los K y los anti K. Cerca del 80% de la población habilitada fue a sufragar. Yo los vi hacerlo en el colegio Don Bosco, donde estudió el Papa, ubicado en el partido La Matanza, circunscripción que concentra el mayor número de electores del país. Es también la provincia de Scioli, el candidato peronista de los kirchneristas, y del partido. Me cuentan que de estar en Buenos Aires, Bergoglio no sólo votaría por Scioli, sino que le haría campaña. “Hubiera llegado a votar en el subte”, me indica un taxista.

El sistema de votación que tienen los argentinos es demencial. No es el Estado quien pone a disposición de la ciudadanía una papeleta con los candidatos, sino que cada partido imprime sus votos, que son unos papelones largos, de hasta 80 o 90 cm., en los que aparecen sus postulantes a los distintos puestos en concurso. El Estado aporta un porcentaje de los recursos necesarios para imprimirlos, pero los partidos fuertes imprimen muchos más de los necesarios y los reparten en los barrios para que los suyos, si prefieren, lleguen con el voto listo. Si alguien quiere votar solo por algunos de los candidatos de la lista y no por la lista completa, los debe recortar y meter en el sobre de votación. Si quiere mezclar listas, debe recortar a sus escogidos de las distintas tiras en exposición. Cuando los de un partido pretenden dañar a otro, se roban sus papeletas de adentro de la sala donde sufragan. La cámara oscura debe ser una amplia habitación para que los votos puedan desplegarse en múltiples mesas. El voto cruzado requiere mucha concentración y habilidades plásticas. Si nosotros vamos a votar con un lápiz, ellos lo hacen con tijeras. La inmensa mayoría, como es de esperar, no se hace mala sangre y opta por el papelón completo. Es otra de las técnicas de control peronista. “¿General, cómo se divide el panorama político argentino?”, le preguntaron un día a Perón. “Mire, respondió, hay un 30% de radicales, un 30% de conservadores y otro tanto de socialistas”. “¿Y dónde están los peronistas, general?”, agregó el entrevistador, “¡Ah no, peronistas son todos!”, contestó.

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A las 4 de la tarde ya rondaban múltiples sondeos a boca de urna, pero ningún dato oficial. Todas esas encuestas daban por ganador a Scioli con una diferencia de a lo menos 8 puntos, lo que si no le alcanzaba para ganar la elección de inmediato, lo dejaba a un mes de la presidencia. Las primeras informaciones oficiales serían comunicadas a las 23 hrs. Según el periodista Luis Novaresio, a las 22 hrs. ya se tenían los cómputos del 60% de la votación, pero la presidenta Cristina Kirchner le habría prohibido a Alejandro Tullio, su Director Nacional Electoral, darlos a conocer. El funcionario estuvo a un tris de la renuncia. “La señora K consideró que los datos eran suyos, y no de la ciudadanía”, apuntó Novaresio. Más allá de este abuso innecesario, que solo le valió un último descrédito a Cristina antes de abandonar la Casa Rosada, el proceso se desarrolló con total normalidad.

La sola llegada al balotaje ya era considerada una derrota para los justicialistas. Nadie imaginó jamás, ni siquiera sus seguidores más cercanos, que Macri sería capaz de pisarle los talones a Scioli, el favorito indiscutido. No es fácil para un argentino sentir simpatía política por un hombre tan rico como Macri (el Piñera de los che), al que identifican con la fiebre neoliberal de los 90 que terminó con el país repleto de pobres. Esta vez, sin embargo, la lógica de los acuerdos excedió toda racionalidad ideológica, y este neoliberal emblemático se presentó en alianza con los radicales (“Por suerte Alfonsín no vio esto”, me dijo Dante Caputo, el que fuera su canciller) y con Elisa Carrió, una socialdemócrata de cruz en pecho que hasta recién ayer vestía sandalias franciscanas y predicaba a los gritos la justicia social. “Al menos aprendió a vestirse”, se burló un taxista.

A las 11.45 de la noche, cuando por fin comunicaron los cómputos retenidos, resultó que el candidato de la derecha superaba al peronista. En el comando de la coalición “Cambiemos” estalló la fiesta. Como si fuera poco, María Eugenia Vidal, su candidata a gobernadora por la provincia de Buenos Aires, le ganaba a Aníbal Fernández, un factótum del justicialismo histórico al que los bigotes le cubren la boca, por lo que es conocido como “La Morsa”. Hace casi 30 años que el gobernador de la capital era peronista. Fernández se presentaba cargando una acusación pública: el gordo Lanata denunció que estaba mezclado con el tráfico de efedrina y la muerte de tres “chicos”, como dicen acá, que la comercializaban. Cuando en medio de la investigación por el crimen intervinieron los teléfonos de los involucrados, varias veces apareció el nombre de “La Morsa”. No está demostrado que se refirieran a él, pero pocos lo consideran trigo limpio.

En Chile repetimos mucho que estamos viviendo una crisis de confianza. Quizás sea que al resultar tan lejano el poder, le exigimos un mayor grado de celestialidad. El 80% de los argentinos fueron a votar y el 100% están seguros de que no lo hicieron por blancas palomas. La mismísima presidenta tiene causas judiciales abiertas y termina con el 54% de apoyo. Como las cifras son siempre dudosas, hay los que sostienen que le faltó entusiasmo para traspasar esa popularidad a Scioli, su candidato, mientras otros piensan que Scioli debió distanciarse todavía más de ella.

Acá se puede votar desde los 16 años, aunque hasta los 18 no es obligatorio. Después de los 65 vuelve a ser opcional. Ha de ser que entienden las dificultades físicas y, en una de esas, el distanciamiento espiritual de la manada. La mayor parte de los candidatos presidenciales fueron jóvenes: Scioli tiene 58, Macri 56, Massa 43, Del Caño 35… De los resultados eleccionarios, sin embargo, nadie sospecha. La mañana del lunes 26, con el 97% de las mesas escrutadas, resultó que el ganador-perdedor era Daniel Scioli con el 36,86% de los votos y el perdedor-ganador Mauricio Macri con el 34,33. Este último festejó toda la noche. Más que hablar, bailó, y de este modo, aunque dejó en claro que las ideas no eran lo suyo, consiguió transmitir una irrebatible sensación de triunfo. Un “momentum” virtuoso, como dicen los asesores de campaña.

El triunfo de la segunda vuelta quedó en manos de Massa (21,34%) y del entusiasmo renovador que sea capaz de contagiar el candidato de la derecha. Como decía antes, no se trata de una disyuntiva ideológica. Aunque una justicialista acalorada colgó de las barandas del Luna Park, donde se supone que festejarían los partidarios de Scioli, un cartel que rezaba “La Puta Oligarquía acá no gobierna”, lo cierto es que actualmente no existen proyectos de país en pugna. Al interior de cada alianza hay para todos los gustos: exmontoneros, exmenemistas, exkirchneristas y exradicales infiltrados de manera contradictoria en todas las coaliciones. “Ambos finalistas coinciden en el diagnóstico de los desórdenes fiscales y la necesidad de ajustes, y solo difieren en los ritmos de solución”, asegura el politólogo Carlos Faras. Ambos saben, a su vez, que no podrán tomar medidas bruscas si no quieren sufrir la furia piquetera. El asunto es que al escuchar los discursos de Scioli, Macri y Massa la noche del 25, ninguno rememoraba en lo más mínimo el tono “revolucionario” de Cristina Fernández. Parecía que Argentina hubiera salido del Alba. Un comentario frecuente para explicar esta derrota del kirchnerismo decía que la población estaba cansada de la polarización, de la división entre buenos y malos, de que le hablaran con ese cantito aleccionador de los seudo santones de izquierda. “Aquí más que un candidato, ganó el ánimo conciliador”, aseguró un conductor televisivo.

El resultado del balotaje está abierto. Los apoyos se negocian con la frialdad de cualquier otra compraventa en este país trasandino. Son muchos los que se pasan de un bando al otro por simples cálculos de conveniencia política. Según un dicho que muchos repiten, “la moral peronista invita siempre a darle una mano al ganador”. En estos mismísimos instantes, Massa debe estar recibiendo todo tipo de proposiciones. Scioli, por su parte, tiene que hallarse pensando la mejor estrategia para recordarle a sus compatriotas que Argentina no puede gobernarse sin el peronismo en el poder. Desde el regreso de la democracia en 1983, cada vez que los radicales lo intentaron, fracasaron, y no pudieron terminar sus períodos. Es cierto que por primera vez en más de una década renace el bipartidismo (hoy, bialiancismo) desaparecido con los K. La elección sigue abierta. Lo único claro es que –al menos hasta nuevo aviso– deja la Casa Rosada la dinastía de los Kirchner. Hay los que piensan que volverá y quienes lo consideran imposible, porque en el país de Gardel, se sigue en cada momento al que pone la música. Se supone que a los argentinos no les gusta planificar más de la cuenta. “Llegamos el sábado a la fiesta sin pensar que vendrá el lunes, y esto nos gusta, hasta diría que nos enorgullece; ¿es que se puede ser de verdad feliz con tantas previsiones?”, me respondió un amigo cuando le pregunté por el futuro inmediato. “No sé si se pueda ser feliz”, le contesté, “pero chileno sí”.

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