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Opinión

12 de Noviembre de 2015

Columna: No pecarás

El problema es que nos estamos volviendo unos amargados, pues con tamañas exigencias de virtud que hacemos a los otros es sumamente sencillo y frecuente que nos sintamos desilusionados, que nos fallen. Kant decía que para que una acción fuera permisible, debía poder ser replicada por (o ejecutada sobre) cualquier persona sin que resultara contradictoria, y tal vez sea bueno detenerse a reflexionar sobre cuántas de las exigencias que hacemos no resultarían francamente ridículas en nuestra vida diaria.

Jorge Arce
Jorge Arce
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congreso A1

Es especialmente reveladora de nuestra personalidad social esa obsesión que tenemos por perseguir y condenar la falta de virtud. Descueramos con una frecuencia y salvajismo asombrosos a quién sea que le encontremos el más mínimo indicio de alguna mácula, cualquier pequeño desvío del camino de rectitud que debe seguir toda persona bien nacida, al punto que nos hemos vuelto algo muy parecido a una siniestra y omnipresente policía moral.

Con las instituciones ocurre algo similar; la única empresa virtuosa es aquella que no gana plata. Si lo hace, aun cuando a la vez pueda generar enormes beneficios sociales, todos sus actos posteriores carecen de legitimidad virtuosa y merecen la más firme condena y repudio ciudadanos.

Si un político llega a algún acuerdo con otro, la quintaesencia de la política, inmediatamente pasa a ser un vendido, alguien que traicionó todos los principios habidos y por haber y, por lo mismo, ya no merece la confianza ni el respeto de nadie.

Cierto es que la indignación no aparece de la nada; la seguidilla de escándalos durante el gobierno de “los mejores”, las actuaciones de, ni más ni menos, el hijo de la Presidenta en este gobierno o los casos de corrupción que descubrimos cada vez con más frecuencia y que involucran a empresarios y políticos han terminado por entregarnos una imagen de nuestra clase gobernante a la que respondemos con rabia.

Pero no es menos cierto que apuntar al otro con el dedo ha ido poco a poco cristalizando como una forma demasiado usual de actuar y relacionarse con la política, y ha permeado todas las valoraciones que hacemos de su estado. Y con eso en vista, progresivamente hemos ido relativizando el derecho de nuestras autoridades, representantes y adversarios a recibir un sueldo, a divertirse, a tirar una canita al aire, a encamarse con alguien del mismo sexo, a viajar o, lo que faltaba, a whatsappear. Todo con el fin de deslegitimar y anular moralmente a quienes unos y otros percibimos como enemigos.

El del diputado Ceroni es sólo el último capítulo de este docureality llamado Chile en que se expone a los pecadores ante las masas sedientas de una justicia que no acepta otra cosa que un firme escarmiento al imputado, dejando cuestiones como el sentido común, la dignidad, la presunción de inocencia o un juicio justo a quienes luego quieran perder tiempo con esas nimiedades.

Por respeto a la inteligencia y decencia de los lectores, no me voy a referir a la bajeza del diario “El Dínamo”, pero sí a lo que ocurrió en la discusión que motivó dicho episodio. Envueltos en ardiente pasión virtuosa, los ciudadanos devenidos en inquisidores no podíamos creer que se estuviera gastando NUESTRA PLATA (el día que estalló el escándalo leí/escuché infinidad de veces “Yo le pago el sueldo”) en mandar mensajes y no en legislar, que es a lo que va. Pero resultaba extraño (por decirlo de algún modo) ver a una sociedad que ya camina encorvada de tanto mirar el celular rasgar vestiduras de esa manera porque alguien mandó unos mensajes en la pega, cuestión en la que con toda probabilidad empleo menos tiempo total del que usa cualquiera en una llamada por teléfono, en fumar un cigarro o en ir al baño.

Se presume maldad en todos los actos de nuestros gobernantes, representantes y adversarios, pues el discurso así lo requiere, y las razones parecen en principio irrelevantes; ya se ocupará un grupo de intelectuales orgánicos (en el concepto de Gramsci), los “argumentadores oficiales”, de construir los argumentos necesarios para justificar hasta lo injustificable. Eso es secundario y después se aprende y se repite, no más.

El problema es que nos estamos volviendo unos amargados, pues con tamañas exigencias de virtud que hacemos a los otros es sumamente sencillo y frecuente que nos sintamos desilusionados, que nos fallen. Kant decía que para que una acción fuera permisible, debía poder ser replicada por (o ejecutada sobre) cualquier persona sin que resultara contradictoria, y tal vez sea bueno detenerse a reflexionar sobre cuántas de las exigencias que hacemos no resultarían francamente ridículas en nuestra vida diaria.

Las sociedades prosperan, al decir de Aristóteles, cuando tienen leyes e instituciones justas, gobernantes prudentes y jueces honestos, pero también algo sin lo que la vida pública no se puede concebir: la amistad cívica. Y no se trata de quererse e intercambiar teléfonos, eso lo hacen los amigos personales. La amistad cívica se basa en la conciencia de que pertenecemos a una misma sociedad, a un mismo Estado, y que, a pesar de las diferencias, tenemos metas y objetivos comunes que son en sí un vínculo que nos une.

Para hacer prevalecer una visión, deslegitimar al otro es un camino. Pero uno marcado por la enemistad y la consagración de todo aquello que nos separa. Y, en gran medida, uno que también nos denigra. Tenemos que dejar de exacerbar y extremar las diferencias, al punto de construir morales ad-hoc para encontrarlas ahí cuando no son evidentes. Partir por entender que el diferendo es sano y necesario para las sociedades es un buen comienzo. Como dice Hannah Arendt, “El fin del mundo común ha llegado cuando se ve sólo bajo un aspecto y se le permite presentarse únicamente bajo una perspectiva.”

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