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Opinión

16 de Junio de 2016

Editorial: La renuncia de Burgos

La tarea se le fue en collera a Burgos. Entiendo perfectamente que terminara agotado. No consiguió poner en regla a la familia del palacio, donde algunos cada tanto desaparecían al fondo de sus gabinetes, como quien se pierde en un hoyo negro. No creo suficiente la excusa de las diferencias ideológicas. La descomposición política del momento va más allá de eso. Es fácil hoy (y siempre) denunciar la ausencia de liderazgo, pero difícil ejercerlo. Como nunca en los últimos 30 años, cada uno corre para su lado. Ni siquiera Lagos o Piñera se atreven a lanzar sus candidaturas, porque ven el agua llena de lagartos, y se asustan.

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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burgosaleolivares

Hace 13 meses, cuando Michelle Bachelet nombró a Jorge Burgos ministro del Interior, la presidenta acababa de romper con Rodrigo Peñailillo, quien hasta entonces había sido su hombre de máxima confianza, el chofer de la retroexcavadora, el arquitecto del gobierno que ella llegó a encabezar directamente desde Nueva York. Por esos días la entrevisté, y se encargó de dejarme en claro que no volvía con entusiasmo. Bachelet lo estaba pasando bien como ciudadana anónima en los EE.UU. Sentía que incluso en el plano familiar estaba recuperando tiempo perdido. Los dirigentes de su sector político, por esos días exiliados del poder, viajaban a contarle penurias, a pedirle, a rogarle, porque si ella era la candidata, la elección estaba ganada, y el progresismo (ellos) recuperaba el poder. Ningún otro postulante le rozaba siquiera los talones. Todavía la música de las marchas callejeras sonaba encantadora. Era un mundo que irrumpía para manifestar, en primer lugar, su existencia y sus nuevos deseos desatendidos. Con esos comicios llegaron al Parlamento los líderes más emblemáticos del movimiento social. Pero Burgos es llamado al gabinete no para administrar el entusiasmo, sino la desazón. En el intertanto había estallado el caso Caval, y lo que comenzó como una feliz arremetida judicial en contra de las platas de la derecha, se convirtió en pesadilla al descubrirse que la izquierda era regada con las mismas platas. Fue el último capítulo de una película con buenos y malos. La izquierda y la derecha unidas fueron vencidas por una culpa común. Bueno, no vencidas: desprestigiadas. Aparte de que se pensaron mal, y por ende, fueron necesariamente mal realizadas, las reformas echadas a andar en consonancia con la música comunitaria comenzaron a bailar solas. La educacional no conquistó a los que pedían mejorar la educación, la tributaria no repletó las arcas (el precio del cobre se fue a pique) ni alentó la inversión ni calmó las ansias justicieras. Para unos todo era poco y para otros demasiado. Las fuerzas más conservadoras de la Nueva Mayoría, es decir, las fuerzas de la Concertación, vivían con el grito en el cielo, reclamando por la impericia. La presidenta decidió poner al más joven de ese grupo histórico al mando del gabinete. No era, como Peñailillo, uno de los suyos. Todo lo contrario, pertenecía al bando de quienes la menospreciaban. Sólo un cálculo político, es decir, entender que el gobierno no era suyo (por eso no somos nada parecido a Venezuela o Argentina o Bolivia), podía llevarla a concluir que Burgos era el hombre. Lo hizo con desconfianza, cabizbaja, adolorida. Hablar de “realismo sin renuncia” fue un modo de confesar que “esto no se hará como quería yo”. A Burgos lo convocaron para imponer el modo en que se haría. Para imponerse con ese modo. Recién asumía cuando le pregunté cómo son los hijos únicos, y me contestó: “medio mañosos, pero se va quitando con el tiempo, porque uno es hijo único de sus padres, pero cuando se casa la mujer manda a la cresta la condición de hijo único, sobre todo cuando se tiene una opinante, dura y autónoma”. La Bachelet, su mujer en el gobierno, no se la hizo fácil. Era, mal que mal, la dueña de casa… de una casa desordenada, pero a su cargo. La tarea se le fue en collera a Burgos. Entiendo perfectamente que terminara agotado. No consiguió poner en regla a la familia del palacio, donde algunos cada tanto desaparecían al fondo de sus gabinetes, como quien se pierde en un hoyo negro. No creo suficiente la excusa de las diferencias ideológicas. La descomposición política del momento va más allá de eso. Es fácil hoy (y siempre) denunciar la ausencia de liderazgo, pero difícil ejercerlo. Como nunca en los últimos 30 años, cada uno corre para su lado. Ni siquiera Lagos o Piñera se atreven a lanzar sus candidaturas, porque ven el agua llena de lagartos, y se asustan. Los estudiantes rompen Cristos y más allá queman iglesias, pero escuchar a Ezzati pontificando perturba tanto o más. Yo recién dimensioné la barbarie cuando los propios alumnos destruyeron el INBA, sus muebles y cuadros, su cultura, lo mejor de la historia de la educación pública chilena. Rayaron sus muros con pensamientos como “Gunther Chupa El Pico” o “La mami es una Perra”. Todavía no decidían las razones de la toma cuando comenzaron a torturar el inmueble. Burgos llegó a poner calma, y terminó tomado de los nervios. Yo creo que de todos los argumentos que le fue esgrimiendo a la presidenta para que aceptara su renuncia de una vez, el único que le hizo sentido, el que conmovió a la mujer, fue el del cansancio. En parte cuando la abrazó, Burgos también le estaba pidiendo perdón. Él podía renunciar.

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