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Opinión

2 de Agosto de 2016

Columna de Marcelo Mellado: El candidato a concejal

"Tiembla cuando suena el teléfono, no quiere que los viejos encumbrados lo pauteen más de la cuenta, ya sea desde la empresa o desde el parlamento. Todavía cree que tiene autonomía de vuelo, pero no".

Marcelo Mellado
Marcelo Mellado
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El candidato a concejal por la comuna de La Concha De Su Madre se levantó con la caña esa mañana de invierno y, obviamente, cagado de frío. Prendió la estufa a parafina y le puso encima la tetera para tomarse un té, no sin antes echarse una meada angustiosa en un retrete con problemas de evacuación.

Se suponía que por aquel entonces había llegado el momento de la ciudadanía. Se daban las condiciones para ello por la degradación de la clase política y porque habría una ciudadanía empoderada que era la base de ese nuevo momento. El viejo aparataje que detentaba el poder promovía instancias seudo democráticas para relegitimarse y retener sus zonas de privilegio, como los mediatizados cabildeos constitucionales. Algo así explicaba un volante que se repartía en el vecindario.

Mientras bebía su taza de té, el candidato leyó las noticias que traía el periódico local sobre la traición del dirigente social Iván Fuentes. Recordó que en la semana debía tener una reunión con un ejecutivo de la empresa portuaria, junto a un político de la zona. El día anterior había participado en un cabildo cívico que lo angustió, y por eso terminó en el Moneda de Oro bebiendo unas copas de más junto a sus cercanos. Sus pretensiones electorales lo obligaban a participar en todo tipo de eventos públicos.

Cuando se sintió con ánimo, se dirigió al patio a limpiar la parrilla. Estaba nublado y el clima no daba señales de cambiar; la noche estaría fría, pero las carnes de todos modos debían asarse aquella jornada de decisiones junto a sus amigotes de ruta. Parrillismo y discusión política eran un maridaje necesario en esas circunstancias. Bebió más té para combatir la resaca. La asamblea ciudadana en la que participaba y en la que había puesto sus pretensiones electorales lo llenaba de dudas; había mucho intelectual y profesional opinante que le hacía la competencia. Nada se comparaba, según él, a su historia como dirigente de los auxiliares de bahía y de servicios gastronómicos, durante los años en que fue garzón del Riquet.

Cuando la democracia es banalizada por quienes la ejercen y la convierten en un engendro de arbitrariedades, cuando es operada por sujetos miserables que quieren imponer su dictadura particular ya sea invadiendo espacios o abusando de la posibilidad del participar en la cosa pública, es cuando valoramos los marcos restrictivos que debe tener todo orden social. Eso escuchó decir a un miembro de la asamblea ciudadana que proponía, por sobre todas las cosas, hacer cumplir la ley en un país que había decidido obviarla como mecanismo de funcionamiento institucional. A mí qué me importa, decía el candidato para sí mismo. Este huevón que habla de corrido puede tener razón, pero de qué sirve eso cuando el tema es ubicarse en el lugar preciso. El tema de los cupos lo tenía nervioso. De pronto recordó que debía ir a buscar un saco de papas a la feria y una malla de paltas, que un contacto del puesto 21 le había conseguido más baratos. Luego llamaría a su compinche para que pasara por la carnicería del guatón por el “asado de tira”.

En las primarias los votos no se dispersan, pero ahora con los concejales cada tribu mediría su fuerza por separado y las posibilidades de representación disminuían. Él estaba cansado de repetir en las asambleas que había que respetar a los pequeños grupos de la vieja guardia, porque eran parte de una historia de la atomización y del fracaso que había que asumir fraternalmente, como propias de la identidad del movimiento. La derrota, si bien inminente, era algo que había que obviar; como siempre la posibilidad de triunfo era algo posterior, por ahora había que dejar un testimonio digno. Eran muchos años de trabajo que no podían ser echados por la borda. Ya vendrá la oportunidad parlamentaria, que son palabras mayores.

Con su grupo de iguales debían controlar que la información no se filtrara, pues no quería dar explicaciones a una asamblea vociferante sobre decisiones que parecían un disparo en los pies, pero eran inevitables. Articular este tipo de operaciones era una pega que, pese a estar acostumbrado, aún le producía esa puntada en el estómago que lo doblaba y hasta lo paralizaba unos segundos.

Tiembla cuando suena el teléfono, no quiere que los viejos encumbrados lo pauteen más de la cuenta, ya sea desde la empresa o desde el parlamento. Todavía cree que tiene autonomía de vuelo, pero no. Cada vez recibe presiones más difíciles de neutralizar. Lamenta no asistir a reuniones en el Congreso; alguien de su círculo le recomendó que no lo hiciera para no parecer un operador. Pero hay que pelearles a todos estos hijos de puta el espacio público para protagonizar el evento de uno, el propio. Los espacios de maniobra efectivos vendrían después de las elecciones, ahora había que negociar los cupos. Esta es la política real, lo demás son huevadas.

A veces le daban las histéricas ganas de encontrar todo bonito; como encantarse con un amanecer o con una puesta de sol, bien amariconadamente; o comer alcachofas, ese elemental cardo que es tan exquisito; es decir, agradecer las pequeñas grandes cosas de la vida. Incluso recoger los limones del patio, ahora que están tan caros. Pero no se puede. Aquí hay que ser malo y asertivo.

Yo sé que no tengo pega visible, pero todo este hueveo político que yo hago es pega, le decía a su compinche, mientras ajustaban los elementos para la reunión parrillera del atardecer.

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