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Opinión

12 de Agosto de 2016

Columna de Constanza Michelson: Perritos y ¿perritas?

"Antes que una discusión sobre cómo resolver lo que hay que resolver, se está librando una guerra santa: establecer quiénes son los piadosos y quiénes los villanos, qué frase es censurable o qué humor es admisible; toda la seriedad del caso puesta en evaluar las virtudes de las almas involucradas".

Constanza Michelson
Constanza Michelson
Por

Perro

“Muchos desprecian los bienes; pero pocos saben darlos.”
La Rochefoucauld, Máxima Nº 368

Una tensa interpelación a una ministra: lágrimas de una conmovida diputada llamando a dejar el show de la política espectáculo para ocuparse de los niños (des)protegidos por el Estado. Diputado 2, más exasperado que conmovido, despide a unas manifestantes de la galería con un clásico pero incorrecto “fuera viejas culiás”; luego pide disculpas por Twitter argumentando un curioso “no es lo que siento”. Una portada de humor político, de esta revista precisamente, aludiendo a la interpelación: “Ministra preocúpese de los pendejos”. Una carta de ministras y subsecretarias indignadas, reclamándole al director de la revista menoscabo a las mujeres y niños. La respuesta de la editora del pasquín: es una portada ordinaria, mas no sexista; se pregunta si acaso ahora sólo se puede hacer chistes del hombre blanco, es decir, del sujeto hegemónico. Me pregunto si la diputada 1 aún sigue llorando.

¿Cuál es el título de la obra? Podría ser un “Rápidamente furiosos”, o “La insoportable levedad de la causa”. Porque tal como en la lógica de los sueños, en los entramados de poder la gramática es engañosa y canalla: lo importante es disimulado como accesorio, lo accesorio toma un protagonismo embaucador, los buenos se transforman en verdugos y los malos en víctimas sin grandes explicaciones, un detalle súbito cambia la escena completa. Lo importante en esta operación es que el soñante no se despierte. Eso: que nada perturbe realmente al que sueña.

Como esos despertares angustiosos que no terminan de darse, las lágrimas de la diputada 1 podrían ser ese llamado: ¡despertemos, por favor! Pero todo indica que el sueño continuó. Antes que una discusión sobre cómo resolver lo que hay que resolver, se está librando una guerra santa: establecer quiénes son los piadosos y quiénes los villanos, qué frase es censurable o qué humor es admisible; toda la seriedad del caso puesta en evaluar las virtudes de las almas involucradas: el diputado 2 debe exponer la suya recurriendo a un “no siento eso”. El humor político también es cuestionado, primero por sexista. La portada es una metáfora plebeya del momento político de la ministra y no una alusión a su depilación, se les respondió. No importa, igual es ofensiva, dijeron los buenos. Insisto, la seriedad toda, puesta en la inquisición del otro.

Nada nuevo bajo el sol, la inquisición siempre ha sido un mecanismo de control. Que oculta los malestares del poder, que desvía los debates de su foco, quitándole voz al otro, al “infiel”. Lo novedoso es que tal mecanismo provino antes de un poder que se asumía autoritario sin asco; hoy, de uno que tiene un rostro de tolerancia, libertad y causas nobles.

Ese poder tradicional parecido a un padre autoritario, que imponía su verdad por la fuerza disfrazada de razón, ha quedado con olor a fusta vieja. Su modo represivo ya no resiste ni los cambios sociales, que empujan a relaciones horizontales, ni las tecnologías de transparencia que dejan desnudo al emperador con sólo un clic. Al conservadurismo se le acabó la fiesta, se le cayó la máscara de su seriedad impostada y aparecieron religiosos cachondos, militares de casino y políticos gritones sometidos a otros poderes, algo así como al homofóbico que se le descubre su carácter anal. De ahí que algunos lloren la falta de relato de los grupos de derecha, básicamente porque el gran relato de la asepsia moral claudicó. Pero está pérdida parece estar siendo compensada con un atributo antes impensable: el humor. Como si al verse desacralizados, colgaran su correa y envolvieran sus ideas en una especie de “Piñericosas” generalizado. Y ese talante entre la locurilla y la payasada, ha servido como lubricante para que vuelva a entrar algo más que la puntita reaccionaria, con Donald Trump como paradigma de esta operación. Quién sabe si la reaparición de José Piñera no encarne la versión chilena de este revival.

El progresismo, en cambio, ya se aburrió de producir antihéroes, y recicla entonces los viejos materiales de la impostura moral. Ese lugar ideológico que no logra integrar sus propias contradicciones y sostiene su verdad en la ilusión de linealidad que da el ego, imposibilitando el debate y el pensamiento diverso. Como dato: en la debilidad intelectual y en la locura se padece la imposibilidad de las funciones cognitivas superiores, como el humor o la integración de la contradicción. Producto de estas limitaciones, algunos terminan creyéndose santos, o siguiendo a otros que dicen serlo. Pareciera que, siguiendo el camino inverso, al menos una parte de esta nueva corrección política que partió rebelde hoy se ha tornado tonta y loca, en su esfuerzo por la santidad ideológica. Alguien preguntaba por ahí si acaso un vegano puede follar con un carnívoro, o si en el lenguaje inclusivo de género de los canes –en su todas y todos– es correcto decir perritos y perritas: ¿prima ahí la inclusión o la ofensa a la perra? Problemas de la inteligencia moral contemporánea.

Los ejemplos recién citados son, por ahora, casos extremos, caricaturas de sí mismos por parte de discursos que sin embargo no toleran verse caricaturizados. Eso sí que los violenta, y no es casualidad. Pues aquello que partió como una subversión para hacer estallar la norma aplastante del poder –ese poder paterno que operaba uniformando, homogenizando– y que prometió inclusión y diversidad, hoy aspira de manera creciente a fijar una nueva norma, de vestimentas heterogéneas, “empáticas”, pero cuyo concepto de empatía interpela a todas las almas a sentir lo mismo, lo correcto. Esta vez se trata de un poder parecido a la madre manipuladora, esa que nos coopta vía la culpa. Mientras algunos conservadores aprenden a conjugar el lado impuro, el buenismo progresista se las arregla para depositar todo residuo de culpa en su enemigo, en el infiel.

El gran acierto de Hannah Arendt fue bajar al mal del Olimpo: no es sólo cuestión de grandes monstruos. Se articula fácilmente bajo la forma de la banalidad, bajo rostros inofensivos e incluso bien intencionados, cuando las ideas únicas normalizan sus mecanismos de acción y dejamos de ver nuestra fisura y de exponernos a la complejidad que nos rodea.

Algo parecido ocurre cuando una ideología de cambio deviene en control moral de los otros. Porque mientras el sueño de la guerra santa continúa, en el mundo exterior pasan cosas serias, desesperantemente serias, como lo hizo ver la angustia de la diputada 1. Se levantan causas, pero pronto los quijotes desdibujan la frontera entre argumentos e intenciones, entre cálculos y delirios. Así se enturbió el debate público sobre la educación. Pocos entienden en qué quedó al final. ¿Pasará lo mismo con el sistema de previsión social? ¿Con los niños vulnerados? Supongo que si seguimos en la batalla por quién porta la moral del bien –unas arrobas, unas X más o menos en el lenguaje– seguiremos en ese sueño agradable donde el único riesgo es que algo allá afuera nos obligue a despertar. A todas y a todos.

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