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Cultura

18 de Enero de 2017

Una cáscara de plátano: a 100 años del urinario de Duchamp

Cuenta la leyenda que, a comienzos de 1917, Marcel Duchamp expuso un urinario en un museo de Nueva York. Leyenda porque la obra nunca fue exhibida, y leyenda porque eso fue lo de menos: la sola ocurrencia de Duchamp se transformó –mucho tiempo después– en el nuevo evangelio del arte contemporáneo. No sólo simbolizó el triunfo de una mente brillante que se propuso llevar el arte al terreno de las ideas, sino también el comienzo de una batalla infinita entre quienes se dejan seducir por el arte conceptual y quienes se niegan a conceder que el arte sea eso. Acá repasamos el chiste más serio del siglo XX –a cuya historia no le faltaron elementos de intriga– y la paciente trama urdida por Duchamp para llevarse por delante a la pintura, al arte de las emociones y, por extensión, a Pablo Picasso.

Por


La foto original del urinario, publicada por la revista The Blind Man en 1917.

En una escena de la película “Her”, de Spike Jonze, el protagonista visita a su mejor amiga, una joven documentalista californiana que, tras hacerse de rogar un poco, accede a mostrarle su nuevo material. Se instalan frente al monitor. El documental presenta, en primer plano, a una mujer durmiendo. Avanza el tiempo, pero nada ocurre. La mujer duerme. El encuadre no varía. La mujer sigue durmiendo. Como su amigo parece incomodarse, la realizadora aclara: “Se trata sobre la idea de que cuando dormimos nos desconectamos de todo lo demás, y sólo ahí podemos ser quienes realmente somos”. Como su amigo se incomoda aún más, ella se toma la cabeza: “Oh, lo sabía… ¡no lo comunica!”.

El chiste se ríe de una película de Andy Warhol, pero su antecedente fundacional, o el que pasó a la historia como tal, fue el mensaje que Marcel Duchamp escribió sobre la porcelana de un urinario: “R. Mutt, 1917”. Al firmar ese objeto con mano de artista, estableció la nueva regla del juego: cualquier cosa puede ser arte. Insurrección libertaria que Duchamp, consumado estratega (luego se distanció del arte para dedicarse al ajedrez), también sabría usar con un fin más aristocrático: quitarle el piso al arte que busca emociones estéticas para instalar en su lugar un arte intelectual, dirigido a la mente del espectador y no a sus ojos. A tal punto lo consiguió que el urinario fue vetado por el jurado de la exposición a la cual lo presentó, y todavía especulamos sobre él como si se hubiera exhibido. Hasta Nicanor Parra, desconfiado como pocos de cualquier enredo abstracto que no tenga correlato empírico, llegó a asegurar en una entrevista: “Cuando Duchamp sacó el urinario y lo colgó en la muralla del museo, ese objeto muerto irradió energía enseguida”.

La energía, en realidad, sólo la irradió el artículo que publicó un mes después la revista The Blind Man, coeditada por el mismo Duchamp y un puñado de dadaístas neoyorquinos. Allí un editorial sin firma denunciaba el acto de censura y explicaba la cuestión: “El hecho de que el señor Mutt realizara o no ‘La Fuente’ con sus propias manos carece de importancia. La eligió. Cogió un artículo de la vida cotidiana y lo presentó de tal modo que su significado utilitario desapareció bajo un título y un punto de vista nuevos. Creó un pensamiento nuevo para ese objeto”.

Esa última frase contiene la clave del asunto, aunque invertida. Duchamp no creó un nuevo pensamiento para el urinario como objeto, sino para el arte como concepto. Pensamiento que, un siglo después, sigue enfrentando a muchedumbres y especialistas en una discusión que bien podría prolongarse otro siglo más. Porque si ese arte es un bostezo de intelectuales rebuscados, o un prodigioso arsenal crítico que obliga a pensar al espectador alienado, o el antídoto que el arte necesita prescribirse de por vida para no momificarse, no vamos a saberlo nunca. Nadie podrá demostrar que algo “no es arte” sin pisar antes el palito de Duchamp, quien supo presentar su “nuevo pensamiento” en la forma de una broma y así condenó a sus adversarios a una de dos humillaciones: o pasar por tontos, porque no entienden, o por tontos graves, porque no hay nada que entender. En otras palabras, puso a la solemnidad del lado de las emociones, y a la diversión, del lado de la inteligencia. No es cualquier hazaña.

Sin embargo, en 1917 la anécdota del urinario sólo impresionó a algunos curiosos. El señor Mutt debió esperar hasta los años 60 para que su mensaje fuera comprendido en toda su profética dimensión. Así lo grafica Thierry de Duve, teórico especialista en Duchamp: “Si alrededor de 1955 usted preguntaba a cualquiera en el mundo del arte quién era el mayor y más conocido artista del siglo, la respuesta seguramente iba a ser Picasso. Pero si usted formulaba esa misma pregunta en los 70, todo el mundo mencionaría a Duchamp”.

“Ojalá pudiéramos quitarnos el cerebro y usar solamente nuestros ojos”, decía Picasso cuando el siglo XX todavía era su siglo. “Quería volver a poner a la pintura al servicio de la mente”, dijo Duchamp cuando los papeles se habían invertido. Ese cambio de mando, por cierto, fue el resultado de un proceso mucho más amplio y coral, pero vale la pena seguir la disputa entre ambos para entender cómo la mente se deshizo de los ojos. Y para qué.

VENGANZA EN NUEVA YORK


Duchamp vestido de su alter ego femenino, Rrose Sélavy. Foto de Man Ray, 1921.

Durante las últimas décadas del siglo XIX se había producido en Francia una radical democratización del canon artístico, que hasta entonces era tutelado por el Estado a través del Salón –la exposición anual de la Academia de Bellas Artes– cuyo jurado de selección se encargaba de imponer el buen gusto oficial. Ante las quejas de los nuevos artistas, y ante la evidencia de que legislar el arte ya no era asunto suyo, el Estado se fue apartando de la escena y los artistas empezaron a crear sociedades independientes que organizaban sus propios salones. Esto creó el marco institucional bajo el cual emergieron las vanguardias de comienzos del siglo XX.

Pero si ahora todo vale, ¿quién organiza el arte? Y sobre todo, ¿quién lo jerarquiza? La respuesta parecía librada a una nueva dinámica entre los artistas y el público, pero esa dinámica también dejaría heridos en el camino y así podría acusarse un nuevo tutelaje, soterrado, hipócrita, por parte de vanguardias que instalaban convenciones del gusto en su propio favor. Marcel Duchamp podría estar pensando algo parecido, porque en 1912 ha ocurrido un incidente que luego describirá como “un auténtico giro en mi vida”: el tentativo veto de algunos pintores cubistas a su notable cuadro “Desnudo bajando la escalera”, cuando lo expuso en el Salón de los Independientes de París. Como narra Thierry de Duve: “Su colega, el pintor Gleizes, intenta que retire la obra. No hay jurado pero sí censura. Entonces él se toma una venganza tremenda, en realidad sucia, porque no se la toma con el Salón de los Independientes en Francia sino con el que se acababa de crear en Nueva York y es allí donde presenta el urinario, una verdadera cáscara de banana para que patinen. Muy francés”.

Quizás aquel desaire de 1912 haya cambiado la historia del arte. Fue ahí que Duchamp, pintor vanguardista, se convirtió en conspirador contra las vanguardias y contra la pintura, cambiando su adhesión al cubismo por una tácita afiliación al terrorismo estético del Dadá. Aunque este terrorista, más lúcido y más irónico que sus pares, sabe que el camino no es apedrear el palacio, sino corroer sus cimientos. En 1913 crea su primer ready-made (la obra como “objeto encontrado”, no creado por el artista) al montar una rueda de bicicleta sobre un banquito de madera. En 1915, hastiado del circuito artístico y del patriotismo que entontece a Francia con la Primera Guerra Mundial, emigra a Nueva York. En esa ciudad ayuda a crear la Sociedad de Artistas Independientes, cuyo directorio integra y que anuncia una primera exposición con todo el glamour de la vanguardia: cualquier obra que se postule será aceptada. Duchamp, de manera anónima, hace llegar un urinario intitulado “La Fuente”. Él mismo es parte del jurado de la muestra, pero oculta a los demás miembros haber remitido la obra que ese jurado, tras una reñida deliberación, decide ocultar al público. Un par de días después, le lleva el urinario al fotógrafo Alfred Stieglitz (algunos dicen que el original se perdió y para la foto compraron otro) y con esa imagen se prepara el artículo de la revista The Blind Man que dejará constancia del hecho y de la teoría. Con el tiempo, un urinario que nunca se expuso en ninguna parte se convierte en la obra de arte más influyente del siglo.

Duchamp se encargó de dejar pistas contradictorias sobre las intenciones de sus ready-mades –y de casi todas sus obras–, no sabemos si por darse el gusto o porque ya vislumbró que eso le aseguraba una eterna juventud. A veces dijo que la idea era mostrar que cualquiera puede ser artista, otras veces que la democracia no tiene nada que ver con el arte; que los había hecho sin pensar en absoluto, y que “surgieron de un proceso que era quizás demasiado lógico”. Si algo está claro, es que lo animaba la convicción de que el ambiente artístico había degenerado en un vulgar teatro de imposturas, y que poner el montaje en evidencia no tenía por fin abolir las jerarquías del arte sino protegerlas. La democratización del gusto había resultado, de hecho, fatal para sus intereses. Por un lado, le concedió voz y voto a una chusma complaciente y aduladora (“incluso cuando había monarquía era mejor: la sanción de la obra corría a cargo de una sola persona o a lo más de una pequeña corte”, se lamentaba), y por el otro lado, le abrió el camino a “esa pintura retiniana que tanto me horroriza”. De ahí su fijación por acabar con la pintura, para que la falacia quedara al descubierto y el arte dejara de funcionar en torno a la sensación, el éxtasis visual y otras emociones nauseabundas.

Su problema es que al palacio de las Bellas Artes no lo defiende una puerta sino un tornado, Pablo Picasso, sobre quien Duchamp escribe en 1943 unas conceptuosas líneas, reconociendo su “frescura” y “lirismo agudo”, pero concluyendo de esta manera: “De vez en cuando, el mundo se busca una personalidad sobre la que descansar ciegamente –una adoración de esta índole puede compararse a una vocación religiosa y sobrepasa el razonamiento. Hoy en día miles de partidarios de las emociones artísticas sobrenaturales se vuelven hacia Picasso, quien jamás los defrauda”. Incomodidad frente a quien pone a la tradición de cabeza, pero así la sostiene y además se lleva los créditos. Como lo describe Laurence Gervereau: “Perpetúa, dándole un relieve legendario, la figura del artista-artesano tal y como se desarrolló a partir del Renacimiento. Sus disfraces, su puesta en escena, sus múltiples facetas refuerzan, sacralizan la imagen del artista demiurgo y, más concretamente, del pintor moderno”.

El mito de ese artista demiurgo sostenía su promesa en dos cualidades irrenunciables: sus obras provocaban una atracción estética y eran piezas únicas, originales, creadas por la mano del artista. Se entiende que Duchamp dispare a las mismas dos cualidades cuando explica el ready-made: “Hay un punto que quiero establecer muy claramente y es que la elección de estos ready-mades nunca me vino dictada por ningún deleite estético. Esta elección se basaba en una reacción de indiferencia visual, adecuada a una ausencia total de buen o mal gusto; de hecho, una anestesia completa. Otro aspecto del ready-made es que no tiene nada de único. La réplica de un ready-made transmite el mismo mensaje”.

A comienzos de los años 60, finalmente, el mundo artístico estaba preparado para descifrar el mensaje. La energía propia de esa década había actualizado el proyecto de un arte que desafiara todo tipo de autoridades: los lenguajes del establishment, la convención del buen gusto que estiliza la realidad en vez de transformarla, el artista sacerdotal que crea obras inmaculadas para espectadores pasivos. También entraban a la escena los objetos de la vida cotidiana, ya fuera para negar la sacralidad del arte, criticar la mercantilización de la vida o parodiar ambas cosas a la vez. Lo esencial era que el arte debía replantearse su relación con la realidad, y sus obras dar testimonio de ese cuestionamiento.

Era el momento, entonces, de reconocer al profeta esclarecido que anunció todo esto décadas atrás, sin transar con el público ni con el mercado. A los ahora fascinantes ready-mades, Duchamp agrega su canónica declaración de que el Gran Vidrio, quizás su mayor obra, había quedado sin terminar y por lo tanto era una forma abierta, un mensaje cuyo sentido define el espectador. El Gran Vidrio, dicen algunos, fue también su gran antítesis de Picasso. Un freno a la metamorfosis del cubismo (y a su voluptuosidad erótica) que lo disuelve en la inactividad, en un diagrama infinito de las pasiones sexuales que nunca llegarán a consumarse. Para reforzar el enigma, Duchamp publica “La caja verde”, un compendio de notas sobre el Gran Vidrio que, oportunamente evasivas, dieron lugar a una legión de interpretaciones acerca del verdadero sentido de la obra maestra. Como dice Octavio Paz, el Gran Vidrio “evoca, en su inacabamiento, el vacío en que se apoya la obra”. Y ese vacío, quiera o no Duchamp, lo llenarán las mil ideas sobre el vacío que, de ahora en adelante, hay detrás de toda obra.

DESTILADORES DE QUINTAESENCIAS


El Gran Vidrio, para muchos la obra cumbre de Duchamp, y que en realidad se titula “La novia desnudada por sus solteros, incluso”.

“Él estaba equivocado”, es todo lo que habría dicho Picasso cuando le informaron de la muerte de Duchamp, en 1968. Y según cuenta su biógrafo John Richardson, la admiración de los artistas jóvenes por el autor de “La Fuente” lo sacaba de quicio. Tal como su propio éxito debió sacar de quicio a Duchamp durante las cinco décadas precedentes, y además, por las mismas razones. En 1963, mientras el Museo de Pasadena en California hacía la primera gran retrospectiva de Duchamp y consagraba sus ready-mades, Picasso explicaba a la revista Le Musée Vivant su pesimismo frente a un arte que ya sólo interesaba a los consumidores de artilugios: “En el momento en que el arte ya no es alimento de los mejores, el artista puede exteriorizar su talento en toda clase de tentativas de nuevas fórmulas, en todos los caprichos y fantasías, en todos los expedientes de la charlatanería intelectual. […] los ociosos, los destiladores de quintaesencias, buscan lo nuevo, lo extraordinario, lo original, lo extravagante, lo escandaloso. Por mi parte, desde el cubismo y más lejos aún, he contentado a esos señores y a esos críticos con las múltiples extravagancias que me han venido a la cabeza, y cuanto menos las han comprendido, más las han admirado”.

Desde luego, nada interesó menos a Duchamp que propiciar un arte de charlatanes. Fue un perfeccionista obsesivo que se negó a explicar sus obras y que en la última de ellas trabajó durante veinte años. Fue también un anarquista lúdico que se propuso combinar de tal manera la seriedad y el humor, la reflexión y el juego, que se hiciera imposible distinguirlos. Y fue, por cierto, un experto en sabotajes al artista acomodado que complace a la sociedad para ser complacido de vuelta. Ya no era problema suyo si después la triste humanidad, carente de su estoicismo y rigor, llegaba a convertir el juego en una lata, y el sabotaje en una sofisticada tregua entre el artista crítico y el sistema criticado, mediada por críticos y curadores que vieron crecer su protagonismo y no iban a dispararse en el pie.

No era problema suyo, aunque tampoco dejó muchas alternativas. Decía Octavio Paz: “El ready-made no postula un valor nuevo: es un dardo contra lo que llamamos valioso. Es crítica activa: un puntapié contra la obra de arte sentada en su pedestal de adjetivos”. El caso es que ningún arte de aquella época, y quizás de ninguna otra, se sienta hoy en más adjetivos que los ready-mades de Duchamp. Y aunque él mismo dijo que “si intentas analizar una pintura usando palabras sólo puedes conseguir una aproximación muy cuestionable, peor que cuestionable”, su obra más célebre sólo cobró existencia a través de las palabras. Quizás eso mismo explica que prestigiosos museos del mundo exhiban réplicas del urinario para ser contempladas. Parece un fetichismo desenfrenado por la obra de arte –el mismo que Duchamp quiso ridiculizar–, pero si nos esforzamos un poco, también podría ser una obra que nos obliga a reflexionar sobre los mecanismos de desterritorialización del signo (objeto-pulsión) en redes de intercambios no-referenciales, por ejemplo. La idea es no quedarse con la primera impresión.

EL MODUS VIVENDI

Dos años antes de su muerte, Duchamp creía que su mayor logro había sido “usar el arte para crear un modus vivendi, una forma de comprender la vida; esto es, por ahora, tratar de convertir mi vida misma en una obra de arte, en lugar de emplear mi vida en crear obras de arte”. En el papel, es el viejo proyecto de los primeros poetas románticos, tan crédulos y apasionados que Duchamp no podría sino compadecerlos. Porque los separa, mucho antes que el arte, el modus vivendi.

Antes que transformar el mundo en nombre de las sublimidades del espíritu, Duchamp ve en el arte la posibilidad de quitarle gravedad al asunto, descansar de las pasiones animales, espantar a los engendros del lenguaje, en fin, limpiar a la realidad de toda pretensión de hacer algo extraordinario con ella y ejercitar, a través del arte, el discreto placer de esa renuncia.

Visto así, Duchamp tendría algo de budista. Pero se trata de un budismo tan occidental, de un desasimiento tan maniático, que quizás sólo les sirve a personas como él, capaces de botar el agua sin secar la fuente. “El arte moderno debería volver a la dirección trazada por Mallarmé: ser una expresión más intelectual que animal”, dijo en los años 40. Que encuentre a su precursor en Mallarmé sugiere una clave interesante acerca del modus vivendi que inspiró su relación con el arte, y que algo dice, a su vez, sobre las filosofías de vida que puso en juego el siglo XX, acorralado por los extremos de una razón utópica y una razón escéptica que no admitían puntos de encuentro.

Mallarmé, sedentario utópico, razonó que debía llevar su exquisita sensibilidad hasta las últimas consecuencias, trasmutar el lenguaje en energía pura, sensación absoluta. Después de comprobar que no se puede, decretó en su última obra que el poema quedaba abierto, navegando en un nuevo espacio mental. Duchamp, sedentario escéptico, sufre la misma desazón ante las impurezas, pero cambia el delirio de la exquisitez por la lucidez de la indiferencia, el fracaso del “todo o nada” por la placidez del “todo es nada”. Así fundaron ambos, otra vez con Octavio Paz, “un nuevo tipo de creaciones: son textos en los que la especulación, la idea o ‘materia gris’, es el personaje único”. Sólo el espectador activo podrá completar el cuadro y determinar si esa materia gris estrenó una nueva libertad intelectual o la forma más moderna de sentimentalismo, esa extraña convicción de que entre la perfección y el sinsentido no hay espacios intermedios. Para honrar al señor Mutt con una pista ambivalente, destaquemos que Marcel Duchamp fue uno de los espíritus más libres de su tiempo; pero tan libre que jugar ajedrez le producía recogimiento y escuchar música, irritación: “La música no es más que tripas contra tripas: los intestinos responden a la tripa de gato del violín”.

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