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Cultura

3 de Agosto de 2017

Versiones y adaptaciones: la sobrevivencia de los clásicos

Entusiasmar a los lectores es una tarea ardua. La mediación es clave en la transmisión de la pasión y el placer de leer. Los clásicos son una puerta de entrada, pero, dado los cambios en hábitos y consumos culturales, también puede ser la fórmula para desincentivar a los lectores. Así fue como un equipo de diez personas, coordinado por el académico de la Universidad Católica, Pablo Chiuminatto emprendió hace cuatro años el desafío de una versión abreviada y adaptada del clásico de Cervantes, El Quijote.

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Uno de los tópicos asociados con la cultura y la educación que ha logrado mayor tribuna en Chile es la queja desconsolada de que los niños y jóvenes no leen y, si leen, no entienden. El ensañamiento con que se multiplica este discurso se agudiza frente a las propuestas de acercar la lectura y dar espacio más que a la recomendación por deber a aquella por placer: recuérdese las polémicas por las compras de la biografía de Camiroaga o de libros de autoayuda para las bibliotecas públicas. La severidad de ese discurso obliga a que las acciones del Estado para fomentar y facilitar la lectura por placer o la introspección (dos cosas que no siempre van juntas), deban limitarse a ofrecer un canon centrado en “lo que hay que leer”. Un listado que probablemente reúne lo mejor de la literatura, pero que, como puerta de entrada a la experiencia de la lectura, corre el riesgo de transformarse instantáneamente en la tumba del deseo por recorrer y apreciar siquiera una página más en la vida.

Al iniciar el proyecto para crear una versión abreviada y adaptada al español de América de El Quijote (Ediciones UC, 2017, 576 páginas), pude conocer esta severidad y sorprenderme con la facilidad con que gentiles personas se transformaban en feroces jueces. Lo que evidencia esta severidad, casi inmunológica de rechazo, es que no solo se espera que las personas lean, sino que lean lo que el tribunal cultural supremo dictamina. Si esas lecturas acarrean dificultad y sufrimiento, mejor. Precisamente, todo lo contrario a la idea de leer por placer e introspección que ha dado vida a la pasión de quienes vivimos entre libros. No porque desechemos la idea de la dificultad en sí, sino porque no es un requisito de la lectura.

Me detengo en esta experiencia porque si hay una convicción a la que he llegado después de impulsar por cuatro años este proyecto de intra-traducción del Quijote de la Mancha a un español más cercano al uso actual, es que el mundo intelectual padece del mismo mal que la sociedad chilena en su conjunto: criticamos la élite, pero no soñamos con su apertura, sino con pertenecer al círculo secreto. Acceder al privilegio. Ante la propuesta de una edición que disipe la frustración de las formas propias del español del siglo XVII y que acompañe al lector en los laberínticos pasajes de la agudeza cervantina, para permitir un primer acercamiento a la historia íntegra, esa élite, tan preocupada de la baja tasa de lectura y de comprensión, se horroriza. Como si una traducción fuese un vejamen irreparable al original y no un homenaje. Este rechazo solo da cuenta del miedo a abrir espacios de encuentro hacia otros, nuevos y viejos lectores, para que accedan a aquello que se supone todo el mundo debiese entender, es decir, a lo que abre las puertas de aquella elite intelectual.

El reconocido cervantista español Francisco Rico nos recuerda, precisamente a propósito del Quijote, que la literatura clásica “… existe menos por el texto que por el contexto. Un clásico lo es porque está presente en la sociedad, y suele llegar a ella a través de adaptaciones” (2015). Pero el caso de Cervantes es uno, hay muchas otras obras que requieren de este ejercicio de re-vinculación, uno que establezca puentes entre la edición crítica, como varias que circulan, pensadas para docentes y especialistas, y las versiones abreviadas –brevísimas– digitales o impresas, algunas de las cuales efectivamente terminan cambiando el destino del texto original, ahora sí, irreparablemente. Como sea, existen porque las personas las necesitan, porque los estudiantes, las prefieren. Ya en la antigua Roma circulaba una versión abreviada de la obra de Homero, conocida como “homerúnculo”.

Por cierto, estas versiones requieren de estándares, pueden discutirse, pero lo que no podemos hacer es quedarnos de brazos cruzados quejándonos de que las personas no leen. ¿Qué hacemos para que la realidad cambie? ¿cómo colaboramos en la creación de espacios de encuentro? Es posible buscar ejemplos de buenas prácticas, como se dice hoy, así como de lo que puede parecer lejano del ideal del que procede. Pero, tal como señala Francisco Rico, son las traducciones, las versiones, los formatos y las adaptaciones a los más variados géneros lo que asegura que los clásicos lo sigan siendo. Y es el propio ejemplo de la lectura lo que hará que los jóvenes lean, sea en el formato que sea, en pantallas o en papel, lo importante es que ese mensaje no venga desde un sillón donde pasamos tres o cuatro horas al día mirando televisión o desde nuestro reflejo cercano de la pantalla de los teléfonos inteligentes. Finalmente, los jóvenes y los niños no hacen lo que se les ocurre porque sí, hacen lo que ven, y si nos ven lejos de los libros, a los adultos, por qué tendrían que ellos cargar con la tarea que los adultos hemos abandonado.

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