Cultura
26 de Septiembre de 2017[Finalistas Premio Gabo 2017] Los piratas del chavismo: así es la nueva guerra del Caribe
Fragmento del reportaje de El Mundo finalista en el Premio Gabriel García Márquez de Periodismo 2017.
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Imagen de portada: Alberto Arce, autor del artículo
Eran las cuatro de la mañana de un día de septiembre. El mar Caribe, calmado. Nada auguraba la masacre en el silencio de la noche, que creyeron sería una más, rutinaria, tediosa, húmeda, bañada de estrellas. Rota tan sólo por escuetos gritos que transmiten órdenes o el ruido del generador que alimenta los cuatro luceros que permiten ver apenas lo suficiente para trabajar. Los seis tripulantes del Don Justo, un peñero artesanal de cuatro metros de eslora fondeado a pocas millas de la costa de la península de Araya, en la costa caribe del estado de Sucre, al oriente de Venezuela, terminaban de jalar el nailon, preparar la cabuya que marca su fondeadero y levantar el mandinga, la cuchara donde los peces se ahogan a saltos antes de ser izados al bote. Estaban casi listos para regresar a tierra con 200 kilos de sardina, lamparosa, pargo, cabaña y bagre que venderían en la boca de río de Cumaná, la capital del estado, a media hora de navegación.
De la oscuridad y el silencio -de la nada- llegó otra lancha. Seis encapuchados a bordo. Armados con fusiles y revólveres. Al verlos, un carajito de 12 años -siempre hay uno a bordo- y uno de los pescadores lograron esconderse bajo la paneta, a proa. El patrón, Edesio Rodríguez, de 42 años, que lleva pescando desde los ocho; su hijo de 21, Luis Miguel Rodríguez Marval, y dos de sus sobrinos, Junior Vera, de 23, y Daniel Jesús Reyes Marval, de 24, estaban vendidos. No tuvieron opción. Los ataron de pies y manos a los tablones del bote. Les golpearon con las culatas. Los rociaron con gasolina. Amenazaron con prenderles fuego. Se lo llevaron todo. Los dos motores, la pesca, las redes, el generador eléctrico. Todo.
Hasta aquí un robo.
Pero antes de irse, los piratas del mar, o robamotores, de los que hablan hoy todos los pescadores y habitantes del oriente de Venezuela, le metieron siete tiros en la cabeza a Daniel y cuatro a Junior y a Luis. A Edesio, empapado en el líquido en el que se freiría, llegaron a mostrarle el chisquero encendido, a amenazarle con lanzárselo encima. Pero no lo hicieron. Le dejaron vivir. Semanas después de aquello, cuando lo recuerda, aún es un hombre al que le cuesta articular palabra y que dice que no ha vuelto a salir al mar: «Dispararon sin ningún criterio, nadie se opuso, no dijeron nada. Y el que disparó se quitó la capucha para que le viera la cara».
Una hora después de los crímenes, otros pescadores les encontraron y los remolcaron hasta Caracolillo, en la península de Araya, de donde históricamente se extrajo sal para toda Venezuela, una industria de la que hoy sólo quedan desvencijadas ruinas carcomidas por la erosión y mucho desempleo. Un lugar de arena, calor irrespirable, casas de bloque, techos de lámina, sin agua y con poca luz. Un lugar en el que desde entonces reina el miedo a quien les atacó. Un pirata que no vive en una isla lejana, sino a un par de kilómetros de sus casas.
Denunciado con nombre y apellidos por los familiares de los muertos, pertenecientes al Clan Marval, el supuesto asesino es Alexander Vásquez, alias El Beta, de la banda de Los Trakis. La Guardia Nacional Bolivariana no logra detenerlo. Quizá tampoco quiera.
En la historia de estos pescadores de Caracolillo y su complejidad, llena de omisiones, medias verdades y mentiras, se reflejan la Venezuela de hoy, la debilidad de sus instituciones, la violencia y la corrupción. Quienes se sienten abandonados por todos se incorporan a un modelo, paradigma local, regional, continental: el del control por parte de pandillas, de la criminalidad organizada y tolerada, de territorios abandonados por estados que, desde su misma entrada en la modernidad, siguen peleando con mayor pena que gloria por consolidarse, sea cual sea el discurso que en cada ocasión se elige para fracasar.
La desembocadura del río Manzanares, en la ciudad de Cumaná, vierte aguas marrones, arenosas, a la lengua de mar Caribe que separa la ciudad de la península de Araya y es testigo de cómo lanza sus redes un enjambre de pescadores que avanzan a remo. Salen de madrugada y regresan cuando el sol comienza a picar demasiado. Colocan el jurel en la boca de río, una galería de puestos que emergen semivacíos -hasta el hielo se les hace caro ahora- al ritmo de Juan Gabriel.