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Cultura

12 de Diciembre de 2017

Mi semana con Macron, por Emmanuel Carrère

Acá un resumen del texto que publica Letras libres.

Por

“Este hombre no suda. Lo descubrí el 12 de septiembre en la isla de San Martín, territorio francés en las Antillas, devastado unos días antes por el huracán Irma”.

Así es como parte el texto que Emmanuel Carrère escribe para Letras Libres sobre el presidente galo, titulado “Mi semana con Macron”.

Carrère, una de las personas que acompañó a Emmanuel Macron en la visita a la zona de la tragedia, describe la escena para poner en contexto su relato: “Árboles arrancados de cuajo, tejados destruidos, calles obstruidas por montañas de escombros: al cabo de tres horas, Emmanuel Macron, presidente de la República francesa, recorre dando zancadas lo que queda del pueblo de Grand Case en medio de un calor húmedo y tórrido, en un olor intenso de canalizaciones desventradas –es decir, de mierda–. Todos los que lo rodean, incluido quien firma estas líneas, están literalmente doblados, empapados en sudor, con largas aureolas bajo las axilas. Él no. Aunque en ningún momento se ha podido retirar para cambiarse, su camisa blanca de mangas orgullosamente recogidas sigue impecable y seguirá así hasta bien entrada la noche, cuando todos estemos agotados, apestosos, aturdidos, y él todavía fresco como una rosa, siempre listo para estrechar nuevas manos”.

Dice el autor de “El Reino”, “De vidas ajenas”, entre otros, que así es toda interacción con Macron. “Obedece al mismo protocolo. Hunde su mirada azul y penetrante en la tuya y no la aparta. En cuanto a tu mano, la coge en dos momentos: primero la toma de manera normal y después, como para demostrar que esta forma de agarrarte la mano no era distraída ni rutinaria, acentúa la presión mientras redobla la intensidad de su mirada. Se lo hizo a Donald Trump y el juego se transformó prácticamente en un pulso”.

“Cuando llega el momento de separarse, afloja la tensión lentamente, como a su pesar, como si le diera pena abreviar un encuentro en el que ha puesto toda el alma. Esta técnica hace maravillas con la gente cercana a él, pero es todavía más espectacular con los adversarios. La contradicción lo estimula, la agresividad lo galvaniza. A los que se quejan de que el Estado haya intervenido demasiado tarde les explica que el Estado no domina los fenómenos meteorológicos y que todo lo que se podía prever se previó. Al mismo tiempo –volveremos sobre este al mismo tiempo– no deja de repetir, con paciencia y calma: “He venido a San Martín para escuchar su indignación”, complementa.

Relata, como para graficar aún más la personalidad del presidente francés, que en la visita a San Martín se produce un encuentro con una mujer que, encolerizada, “se interpone en su camino y lo acusa de que le importan un carajo los sufrimientos de los que han padecido el siniestro, de no haber venido más que “para montar el espectáculo” delante de las cámaras de televisión, con su camisa bien planchada y su pequeña y bonita corbata que no parece gran cosa pero debe costar una fortuna”. Carrère  describe que “la mujer es tan vehemente que el círculo de isleños reunidos a su alrededor empieza a abuchearla, a decir que no se le habla así al presidente”. En ese momento -subraya- “otro aprovecharía para decir: “Mire, el pueblo me apoya”. Macron no. Lila es un desafío para él. La toma de la mano y su rostro, como he observado a menudo, se divide en dos: la mitad derecha, con la ceja fruncida, aparece determinada, grave, casi severa, uno siente que lo que hace lo hace ante la historia; la mitad izquierda es cordial, optimista, casi traviesa, uno siente que como él está aquí van a pasar cosas. Durante cinco, diez minutos apacigua el furor de Lila. Hay un programa que respetar, el equipo tiene prisa, se le ve inquieto por retrasarse y además se retrasará, siempre ocurre, pero da la impresión de que él tiene todo el tiempo: y es cierto, es el jefe. Nos preguntamos si logrará convencer a Lila que, bastante satisfecha de sí misma, murmura con áspera coquetería: “Soy una jodona”. A lo que él responde, con su sonrisa más encantadora: “Le confieso que me había dado cuenta”. Bien jugado: la mujer sonríe, va a ceder, cede. Sin embargo, al final, se sobresalta. Dice: “Suelte mi mano. ¡Carajo, suélteme la mano!”

“Al verlo, recordé los créditos iniciales de la serie The young pope, donde Jude Law avanza de perfil con una sotana inmaculada, como sobre una nube, en cámara lenta, ingrávido, y en un momento se vuelve hacia el público para guiñarle el ojo. Macron guiña el ojo a menudo. Me lo guiñó a mí. Al margen de lo que uno piense de él, al margen de que veamos su advenimiento como un milagro político o como un espejismo destinado a disiparse, todo el mundo está de acuerdo en una cosa: seduciría a una silla. Los comentaristas profesionales, que después de unos meses de presidencia empiezan a abandonarlo, pueden tratarlo de acicalado pequeño marqués o megalómano de pretensiones reales, de presidente de los ricos o de comunicador sin agenda. En cuanto a la gente, en cambio, la famosa “gente de verdad” con la que se pone directa, físicamente en contacto, está de su lado. Quien deja que Macron le dé la mano está perdido para la oposición: votará fatalmente por él, se convertirá al macronismo. Pero no se le puede dar la mano a todos los franceses y, de hecho, ¿qué es el macronismo?”, se pregunta.

Al respecto, el escritor francés ofrece una visión: “Casi seis meses después de su elección, la pregunta es cada vez más frecuente. Conquistó el poder gracias a su encanto y por ofrecer a su país una bocanada de optimismo que le hacía mucha falta. Desafió con gallardía a los profetas de la decadencia. Como Inglaterra, Francia fue una potencia mundial, sueña con volver a serlo y él prometió que a su lado era posible. Que el país, si lo seguía, se volvería tan seductor y eficaz como él, Emmanuel Macron, ese joven presidente que el mundo entero envidia. Durante unos meses, los franceses nos sentimos deseables, pero parece que este efecto del “prínci- pe encantado” se está desvaneciendo. Este verano, la cantidad de franceses que tienen una buena opinión de él ha pasado del 66% al 32%, una caída histórica en los sondeos. ¿Por qué? ¿Porque un hombre de Estado que quiere cambiar las cosas de verdad se vuelve, inevitablemente, impopular? Eso es lo que responde, y es verdad. ¿Porque prometió ir rápido, y efectivamente va rápido, y para ir rápido no tiene miedo de usar la fuerza? ¿Porque su reforma laboral, aprobada por decreto presidencial, beneficia más a los patrones que a los asalariados? ¿Porque al aligerar el impuesto sobre la fortuna favorece a los ricos? ¿Porque, elegido con un plan de gobierno que superaba el divisionismo, asume cada vez más claramente una política de derecha, que asombra a sus votantes de izquierda? Hay un poco de todo eso y, sobre todo, de forma más difusa, más grave, una sospecha de arrogancia y de desprecio de clase. Cuando denuncia a los “fainéants” [vagos, holgazanes] y “los que provocan caos”, son los pobres y los desempleados los que se sienten aludidos. Y cuando habla de las estaciones de metro “donde se cruzan la gente que tiene éxito y la que no es nada”, nadie oye lo que sin duda quería decir: que la desigualdad le apena, que pretende reducirla. No, todo el mundo entiende que, a sus ojos, la gente que no tiene éxito no es nada”.

Sobre el cierre de su artículo (leer el original completo acá), Carrère aventura una síntesis: “Como muchos de los que me rodean, he pasado por tres fases con Macron. En la campaña, pensaba: “Algo pasa”. En el momento de la elección, pensé: “Quiero verlo”. Al mismo tiempo, era consciente de que mi voto era un voto de clase: es normal que la gente que está en el lado bueno de la sociedad vote por Macron. Y ahora que está en el poder, pienso: “Estaría bien que lo lograse”. Pero ¿qué sería lograrlo? ¿Entrar en la historia? ¿Transformar Francia? ¿Que crease un país de startups donde cada uno se volviera emprendedor de sí mismo, donde la única ley fuese la de la eficacia? ¿Y después, que refundara Europa, porque en cierto momento Francia puede parecerle poca cosa? Todo es posible. En fin, no imposible. Es posible también que se vuelva loco: es un riesgo, cuando te cae tanto poder encima, tan deprisa. O, simplemente, que fracase, que se una a la galería de políticos ambiciosos que han buscado la “tercera vía” y se han topado con el principio de realidad, para acabar actuando como de costumbre. Ese es su gran miedo, creo. Es lo que le hace decir: “Si no transformo radicalmente este país, será peor que no haber hecho nada”. Entre tanto, está dispuesto a escribir papeles para toda la clase, siempre que sean Brigitte y él quienes dirijan la obra”.

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