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Cultura

15 de Enero de 2018

Bolaño: quince años de muerte

Tenía la impresión de que en ese entonces en mi país aún nadie conocía a Bolaño, pero el que no conocía a nadie era yo. “Son raros los amigos”, dijo. “Desaparecen. Son muy raros: a veces, al cabo de muchos años, vuelven a aparecer, y aunque la mayoría ya no tiene nada que decir, algunos sí que tienen algo que decir y lo dicen”.

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A mediados de 2017 el diario mexicano Milenio realizó una encuesta entre varios escritores sobre la calidad literaria de Roberto Bolaño. Van a cumplirse en breve quince años de su muerte y está justo en ese punto donde nos tiene hartos a todos. Del periódico me habían pedido que participara, iba a hacerlo, pero no sé qué pasó después que no envié nada. Creo que me dio pereza.

En la encuesta muchos le entraron, de hecho, con el cuchillo entre los dientes, con verdadera saña; el regocijo de patearlo como en una escena de filme de serie B en que la pandilla de cuatro granujas se excede en la paliza al héroe protagonista y lo deja tirado en una bocacalle pestilente de algún suburbio neoyorkino.

Dos meses después, en una charla en Querétaro, compartía mesa con Diego Zúñiga, que es apenas dos años mayor que yo, es decir, alguien que en principio uno pensaría que leyó a Bolaño más o menos por la misma época que lo leí yo, y que por tanto tuvo la misma relación sentimental que tuve yo con sus libros, y la verdad es que sentí que por un momento, muy fugaz, pero perceptible e incuestionable, ambos nos medimos y nos miramos con sospecha, como si algo en nuestras posturas o en nuestro físico o en nuestra cara pudiera revelar cómo leíamos y percibíamos a Bolaño. Queríamos saber qué íbamos a responder, y si esa respuesta nos iba a unir o a separar.

Ninguno de los dos ansiaba ponerse en plan groupie, en plan devoción absoluta y amor confeso, que fue lo que probablemente fuimos a nuestros diecinueve o a nuestros veinte, cuando lo descubrimos y aún estábamos muy lejos de que la escritura cobrara cuerpo en nosotros. Pero, por otra parte, ninguno de los dos se peleó el rol del parricida furioso, el rol del periódico Milenio preguntándote y tú diciendo henchido que Bolaño es una porquería sobrevalorada, que es una basura. Tú a Bolaño lo que Bolaño a Paz. Respiré aliviado cuando yo dije, o Zúñiga dijo, y luego el otro asintió, que Bolaño era alguien entrañable, nada que te angustie a lo Bloom. Un poco como un viejo amigo.

En realidad, cuando lo dices no suena tan nefasto, pero también es inexacto. Es posible que solo quisiéramos limitarnos a resaltar que Bolaño no nos levantaba ningún tipo de ronchas o deseo visceral de putearlo. Una cierta ética básica –que él incluso, como todo héroe, pareció sobreactuar– sí que dejó. No medrar, no armar componendas, no plagiar, saber que vamos a extinguirnos y que vamos a extinguirnos ahora, ya, en vida.

No es lo mismo leerlo en 1999, que en 2007, que en 2018. Son distintas etapas del mito, distintas olas empáticas. En cualquier caso, si alguien lo va a leer, debe hacer todo lo posible por leerlo como si estuviéramos en 1950 o en el 2083. La clave de su heroicidad –de su heroicidad literaria, se entiende– está en la propia definición del personaje Bolaño en Soldados de Salamina, la novela de Javier Cercas: “El héroe no es el que mata, sino el que no mata o se deja matar”.

Algo, sin embargo, es cierto. La saeta Bolaño, la bola de fuego Bolaño, se aleja de nosotros y se enfría a una velocidad inexorable. Todos los signos que nos lanza ya no solo son irreconocibles, sino que también tienen el efecto de una línea divisoria. Ha entrado en una capa de la atmósfera en la que ciertos lectores no podemos o no sabemos respirar, y hemos dejado de acompañarlo.

Está la ruptura de su esposa Carolina López con media humanidad, peleada con el editor Herralde, peleada con el albacea literario Ignacio Echevarría y peleada con la última novia de Bolaño, Carmen Pérez de Vega, que es la única que al parecer no se ha peleado con nadie ni ha publicado columnas reivindicatorias en periódicos principales.

Las consecuencias de todo esto son directas. Las excavadoras de las ventas y el mito han entrado con los dientes a exhumar restos descompuestos, un perímetro literario en pie de obra, repleto de huecos irregulares y zanjas sinuosas y un aire cargado de polvo tóxico. ¿Quién que alguna vez haya escalado la piedra firme Bolaño quiere hoy poner un pie ahí?

En algún punto (vaya uno a saber cuál) del pozo de incertidumbre que fue la mayor parte de su vida, cuando aún no le alcanzaba el éxito y el cuchillo de la ambición literaria le mordía la nuca, un filo ese que quema, Bolaño escribió una suerte de poemucho breve, tan furioso como cándido, que llamó Mi carrera literaria: “Rechazos de Anagrama, Grijalbo, Planeta, con toda seguridad/ también de Alfaguara, Mondadori. Un no de Muchnik,/ Seix Barral, Destino… Todas las editoriales… Todos los/ lectores…/ Todos los gerentes de ventas…/ Bajo el puente, mientras llueve, una oportunidad de oro/ para verme a mí mismo:/ como una culebra en el Polo Norte, pero escribiendo./ Escribiendo poesía en el país de los imbéciles./ Escribiendo con mi hijo en las rodillas (…)”

Lo paradójico del poema es que fue un acta de nacimiento en tono de epitafio o en tono de resistencia y que, de antemano, solo podía ser leído si los hechos lo negaban. Un poema que existe en la medida que se deshace. Su ironía no es algo que haya que concluir. El país de los imbéciles sigue poblado aún de gente que escribe poesía, de gente escribiendo con hijos en las rodillas, de rechazos de Anagrama y Grijalbo y Planeta, y el único testimonio posible pasa por la fuga. Solo sabemos que Grijalbo te dice no cuando Grijalbo te publica. Nadie ha sido escuchado nunca desde el país de los imbéciles. Si uno no viviera permanentemente ahí, se preguntaría si en realidad existe.

En diciembre de 2016 caminé por los pasillos de la Feria de Guadalajara y varios poster anunciaban El espíritu de la ciencia ficción. Pensé en eso. Nunca habíamos estado tan lejos uno del otro como ahí, por primera vez de frente, si es que se puede estar de frente a un muerto, y yo creo rotundamente que sí. Probablemente nunca estuvimos tan cerca como la tarde en que, hace ya muchas lunas, encontré Los detectives salvajes en una biblioteca de viejo en Cienfuegos, una ciudad incrustada en el fondo de Cuba, y durante muchos minutos dudé en comprarlo porque costaba cincuenta pesos, la fortuna de dos dólares.

Tenía la impresión de que en ese entonces en mi país aún nadie conocía a Bolaño, pero el que no conocía a nadie era yo. “Son raros los amigos”, dijo. “Desaparecen. Son muy raros: a veces, al cabo de muchos años, vuelven a aparecer, y aunque la mayoría ya no tiene nada que decir, algunos sí que tienen algo que decir y lo dicen”.

También he pensado en eso con frecuencia. Llevo dos años en DF (que ya no se llama así) y no he visto a Bolaño por ningún lugar. Es, desde luego, una gota en el océano de la ciudad y me da pereza buscarlo de la misma manera que nos da pereza buscar cualquier cosa. Sin embargo, hay en los bajos de mi apartamento, como en los bajos de cada apartamento del DF, un estoico de nueve años que en las mañanas vende caramelos. No se va a otro lugar, por lo que no hay manera de evitarlo.

Si Bolaño ha vuelto, después de todo, en ese niño extraño y de imagen terriblemente huérfana, he de apuntar que sí que tiene algo que decir, y que de nuevo, desamparado, lo está diciendo.

*Editor Internacional de The Clinic en México.

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