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Opinión

2 de Marzo de 2018

Columna de Cristóbal Bellolio: Miss Reef y Feminismo

Los organizadores del Miss Reef pudieron, sin embargo, emplear otra línea argumental: el concurso cosifica a las mujeres en tanto las presenta como cuerpos disponibles para el goce visual masculino, lo que perpetúa el clásico patrón patriarcal donde las mujeres son objetos para poseer sexualmente y no mucho más que eso. La pregunta del millón es si acaso las mujeres tienen algo así como un derecho a cosificarse por voluntad propia. En cierto sentido, no vale que la contesten los hombres: a ellos les resulta bastante conveniente que la emancipación femenina consista básicamente en sacarse la ropa. Pero es interesante revisar qué opinaron las mujeres respecto a la cancelación del Miss Reef.

Cristóbal Bellolio
Cristóbal Bellolio
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The Girls of the Taliban es el nombre de un aclamado documental de Al Jazeera. En él se cuenta cómo se educan las niñas en las zonas de Afganistán controladas por el extremismo religioso de los Talibanes. En un pasaje, los profesores explican por qué sus clases se desarrollan detrás de una cortina que impide el contacto visual con las alumnas. La razón es simple: apenas posan sus ojos los unos en los otros, se apodera de todos ellos un irrefrenable deseo carnal. Lo explican como si fuese algo inevitable, inexorable, natural. De algún modo, justifica los códigos de vestimenta que se exigen a las mujeres en las sociedades musulmanas: deben cubrirse para evitar encender la pasión de los hombres. Es el paroxismo de la sinceridad: se reconoce que los hombres son animales irracionales conducidos por sus apetitos sexuales y la única forma de convivir con aquello no es reformar a los hombres sino anular los espacios de tentación.

Suena patético, pero la narrativa no es enteramente distinta de la que entregaron los organizadores del Miss Reef al suspender su tradicional evento veraniego. Lo hicieron, según ellos, “debido a la preocupación y conciencia que empezó a surgir por la violencia de género”. Es decir, al asociar un desfile en tanga a la violencia de género se presume que los hombres les perderán el respeto a las mujeres por el hecho de mirar sus traseros. No es un argumento ridículo. En una de esas, es cierto. Pero sin duda es un argumento perturbador, pues parte de una base similar al que se esgrime en las sociedades islámicas: la única manera de que los hombres se comporten civilizada y respetuosamente con las mujeres es evitando la tentación que genera la poca ropa. Los hombres serían incapaces de sobreponerse a sus bajas inclinaciones. Incapaces de autonomía, en terminología kantiana. Pero es también un argumento complejo de aceptar para las mujeres, pues se parece al relato que busca culparlas de todo lo que les pasa cuando salen a la calle con vestimentas “atrevidas”. Como los hombres son autómatas, a las mujeres no les queda otra que el recato para ponerse a salvo del peligro. Triste para ambos bandos.

Los organizadores del Miss Reef pudieron, sin embargo, emplear otra línea argumental: el concurso cosifica a las mujeres en tanto las presenta como cuerpos disponibles para el goce visual masculino, lo que perpetúa el clásico patrón patriarcal donde las mujeres son objetos para poseer sexualmente y no mucho más que eso. La pregunta del millón es si acaso las mujeres tienen algo así como un derecho a cosificarse por voluntad propia. En cierto sentido, no vale que la contesten los hombres: a ellos les resulta bastante conveniente que la emancipación femenina consista básicamente en sacarse la ropa. Pero es interesante revisar qué opinaron las mujeres respecto a la cancelación del Miss Reef. Muchas lo criticaron en redes sociales. En especial, las exparticipantes del certamen lo defendieron abiertamente. Sus ganadoras tuvieron acceso a un mundo de oportunidades gracias a esa corona. El concurso, recordemos, no se acabó por falta de interesadas. El Miss Reef, como otros torneos de belleza, es un trampolín a la fama. Pero lo que parece molestar en ciertos sectores de esa gran y diversa familia que es el feminismo es que en esos certámenes no se premia la inteligencia ni la destreza sino únicamente la estética, usualmente en su versión más cruda, más básica, más vulgar. La premisa pareciera ser que hay algo indigno en ganar un concurso a la cara más linda, el cuerpo más perfecto, el poto más redondo. Un prejuicio platónico: la carne es menos que el alma. Una suspicacia cartesiana: los asuntos del cuerpo y de la mente no se mezclan.

Sin embargo, gracias a la ciencia sabemos que tanto Platón como Descartes se equivocaron. Lo advirtió Cristopher Hitchens en su lecho de muerte: “no es gracioso a estas alturas constatar la verdad de la proposición materialista que enseña que no tengo un cuerpo, sino que soy un cuerpo”. Dicho de otro modo, no debiésemos dar por descontado que los concursos que premian las virtudes del cuerpo son indignos. En ese sentido, hay que reconocer, el feminismo no tiene una sola voz. Muchas mujeres reclaman su derecho a ser sexualmente atractivas y a desplegar estrategias en esa dirección. Esas estrategias ancestrales no son un invento capitalista, sino que obedecen a la pulsión evolutiva de nuestra especie por alcanzar mejores opciones reproductivas. Esas opciones usualmente van asociadas a la búsqueda de estatus social. Hombres y mujeres apuestan a distintas estrategias de búsqueda de estatus. Para algunos es la riqueza. Para otros, será el poder. Otros cultivan el intelecto. Otros tantos usarán el cuerpo para hacerse diestros en el deporte. Otros, finalmente, esculpirán su cuerpo. Acusar que sólo las últimas operan bajo la categoría marxista de falsa conciencia peca de condescendencia. La obsesión de cierto feminismo por “liberar verdaderamente” a la mujer -y de paso atacar a quienes quieran liberarse de una manera distinta- es de las típicas fantasías rousseaunianas con tufillo autoritario.

Es difícil referirse a estos temas sin ser acusado de mansplainning. Pero al igual que la religión, que es demasiado relevante para dejársela solamente a los creyentes, el feminismo es demasiado importante como para dejárselo solo a las mujeres. Si sus proposiciones son éticamente correctas, entonces todos debiésemos ser feministas. Pero para eso hay que tener claridad

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