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Opinión

11 de Abril de 2018

Editorial: Los muros de Chile

“Los Muros de Chile”: así se llama la exposición que Louis Von Adelsheim está llevando a cabo en el MAC de Quinta Normal por estos días. Este artista alemán convirtió el museo en una cárcel o, mejor dicho, llevó la cárcel de Valparaíso a esa casa señorial. Una vez que se entra, no es fácil […]

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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“Los Muros de Chile”: así se llama la exposición que Louis Von Adelsheim está llevando a cabo en el MAC de Quinta Normal por estos días. Este artista alemán convirtió el museo en una cárcel o, mejor dicho, llevó la cárcel de Valparaíso a esa casa señorial. Una vez que se entra, no es fácil salir de ahí. Primero es una mujer desnuda tendida sobre el techo, sólo cubierta de frutas que se va comiendo como un Baco dichoso y sensual, mientras en los muros del hall son proyectados los muros exteriores del penal porteño. La casa francesa diseñada por el arquitecto Alberto Cruz e intervenida luego por Kulczewski, alguna vez sede del Instituto de la Sociedad de Agricultura que dio origen a la Quinta Normal, se convierte esta vez en un laberinto oscuro e inesperado, un armario por el que se sale del mundo en que segundos antes nos encontrábamos. Eso que en los cuentos fantásticos se llama magia, acá es tecnología de punta. De pronto son celdas al fondo de las cuales un preso de verdad nos espera para confesarse. Entramos a su celda, vemos su cepillo de dientes, sus pocas pertenencias arrinconadas y en orden, porque no es fácil meter una vida completa en una celda. No una copia ni una representación de sus cosas, sino sus cosas mismas en estado de luz, y en eso se pone a hablar, a contarnos en qué consistió su error.

Casi todos buscaban alivio en la fe, que adentro de las prisiones es propiedad de los evangélicos, y los que eran padres y las que eran madres no podían evitar traer a sus hijos a colación, como si la falta de libertad fuera sinónimo de no verlos crecer. Una vez que empezaban a confesarse, cada espectador como única visita frente al preso en su rincón de reclusión, no hay manera de dejarlo hablando solo. Yo intenté hacerlo con uno de ellos para apurar mi visita, pero apenas le di la espalda me vi obligado a volver. No hay crueldad más grande que ignorar a quien pide perdón. Un pasillo de fondo sucio comunica cada uno de estos cuartos en los que la imaginación está invitada a conocer realidades ocultas. Los sueños de ese mundo reporteado y respetado vendrán después, cuando los poemas de los presos rescatados por la poeta Andrea Brandes conviertan la condena en un banquete o la mediagua miserable en el interior de una flor.

Más allá, los calcinados de San Miguel vuelven a asomarse por las ventanas de sus cuartuchos para pedir ayuda mientras gendarmes descriteriados o aterrados le ponen llave a las puertas, y ellos agitan pañuelos, los mismos que sacudieron ese día, hasta que las llamas se convierten en fantasmas, y libres de toda prisión, esos reos salen a bailar. “¿Y esos que aparecen ahí de verdad se estaban quemando?”, preguntó mi hijo. Y mi respuesta “de verdad” lo dejó en silencio por el resto del recorrido. Ahí están también los parientes de sus víctimas, el motivo de sus condenas, la madre de la hija muerta, el marido de la baleada, tristes para siempre, pero a salvo de la furia. Es la cárcel en cuerpo y alma, no poetizada sino con poesía. Fueron años de investigación y registros. Todo presentado con una calidad técnica que muy rara vez tenemos la suerte de ver en Chile y una estrategia expositiva que vuelve la visita a esta muestra una trama fílmica, documental, gráfica y lírica al mismo tiempo. La narración y contemplación de una experiencia que suele ser motivo de juicios y pocas veces de comprensión.

 

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