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Opinión

17 de Julio de 2018

Columna de Martina Cociña Cholaky: No cualquiera es inmigrante

No se explica por qué a esta comunidad se le imponen mayores requerimientos, es cierto que los haitianos han aumentado en Chile, pero no más que los colombianos o los venezolanos. Por tanto, no se comprende esta mayor exigencia, salvo que se percate que lo que reside en el fondo es discriminación sobre un colectivo que se percibe como inferior, por eso esta medida, según el sociólogo Luis Eduardo Thayer, institucionaliza el racismo.

Martina Cociña Cholaky
Martina Cociña Cholaky
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Según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), inmigrante es “cualquier persona que se desplaza o se ha desplazado a través de una frontera internacional o dentro de un país, fuera de su lugar habitual de residencia, independientemente de su situación jurídica, el carácter voluntario o involuntario del desplazamiento, las causas del desplazamiento o la duración de su estancia”.

A pesar de que ciertos extranjeros puedan caber dentro de lo que la OIM define como inmigrante, no traerán consigo una pesada carga, pues su condición de foráneo no conlleva necesariamente discriminación ni exclusión. Por tanto, inmigrante es un término que más bien se corresponde con quienes debido a la posición marginal que ocupan en los circuitos internacionales de producción, se desplazan con el ánimo de residir en otros lugares distintos de su origen, pero inmigrante no sólo refiere a la condición de extranjero, sino también se relaciona con la precariedad, con encontrarse en una situación de desprotección. Es decir, son quienes que, además de estar en desventaja en términos materiales, son sujetos a prácticas racistas.

Dicha diferenciación constituye una dinámica global, que es posible apreciar en las más diversas sociedades, donde sólo determinadas nacionalidades vienen a ocupar una posición marginal. Por regla general, coinciden con pobres, indígenas y/o negros, o sea, una categoría donde se conjuga la nacionalidad junto a la etnia, la clase y/o el color de piel.

En Chile, según la socióloga María Emilia Tijoux, la inmigración sólo haría referencia a seis nacionalidades: colombianos, ecuatorianos, bolivianos, peruanos, dominicanos y haitianos. Comunidades que concentrarían la negritud, lo andino y la pobreza. Algo similar ocurre en España, donde los provenientes de Latinoamérica y África son quienes representan esta figura, a diferencia de, por ejemplo, el alemán o el japonés que son visualizados positivamente. Como señala la filósofa Adela Cortina en su obra “Aporofobia, el rechazo al pobre” “es imposible no comparar la acogida entusiasta y hospitalaria con que se recibe a los extranjeros que vienen como turistas con el rechazo inmisericorde a la oleada de extranjeros pobres. Se les cierran las puertas, se levantan alambradas y murallas, se impide el traspaso de las fronteras”.

A pesar de esta lógica excluyente, el 2012 la Unión Europea (UE) recibe el premio Nobel de la Paz, la gran ironía reside en que esta entidad, más que abordar el creciente flujo de personas implementando medidas de integración, militariza sus fronteras, respondiendo con la construcción de más muros a quienes buscan mejorar sus condiciones de vida. El viejo continente ha continuado con el cierre de fronteras, algo inhumano en términos de ACNUR, la agencia de la Organización de Naciones Unidas (ONU) para los refugiados. A pesar de esta política, que ha transformado el Mediterráneo en un verdadero cementerio, la UE sigue siendo galardonada, el año pasado ganó el Premio Princesa de Asturias de la Concordia por difundir “valores como la libertad, los derechos humanos, y la solidaridad”. Considerando las políticas migratorias adoptadas, las razones argüidas para otorgar este reconocimiento resultan a lo menos sarcásticas, más ahora teniendo en cuenta el rechazo de los gobiernos neoconservadores a aceptar las denominadas cuotas de refugiados, el proyecto alemán de construir plataformas para impedir el ingreso de extranjeros a su territorio y la negativa del primer ministro italiano y de su par de Malta de recibir embarcaciones de organizaciones no gubernamentales con rescatados en el Mediterráneo. Se ha llegado a tal punto, que la labor de estas organizaciones, que justamente procuran salvar vidas, termina siendo bloqueada y criminalizada.

Por el modo en que la UE ha gestionado la inmigración, el Secretario General de la ONU declaró en el 2016 que los líderes de Europa deben estar a la altura de los principios que han regido este continente; asimismo, expresó preocupación por las medidas migratorias restrictivas que varias naciones europeas ejercen, e indicó que éstas afectan el cumplimiento de los deberes contraídos en el seno del derecho internacional humanitario y las normativas de la UE.

Esta política no es exclusiva de Europa, sino constituye una dinámica que caracteriza el tratamiento de los desplazamientos contemporáneos, sólo basta observar lo que acontece en Estados Unidos, mayormente con los latinoamericanos que son rechazados en la frontera, separados de sus hijos y encarcelados, por no cumplir con los requisitos de ingreso. No sólo el gobierno de Trump ha vulnerado derechos esenciales, sino las administraciones anteriores no han tenido empacho en conculcar garantías fundamentales, llevando a cabo, por ejemplo, las tan criticadas “expulsiones en caliente” (devolución de personas en frontera sin un debido proceso).

El Estado de Chile también ha adoptado una deriva selectiva, imponiendo requisitos a determinadas comunidades para ingresar, aunque sea como turista, así desde el 2012 se les exige a los dominicanos visa consular y este año el gobierno de Piñera estableció para los haitianos visa consular por un máximo de 30 días, siendo que la regla son 90 días; además se les limitó la reagrupación familiar, un derecho reconocido en tratados internacionales suscritos por Chile. No se explica por qué a esta comunidad se le imponen mayores requerimientos, es cierto que los haitianos han aumentado en Chile, pero no más que los colombianos o los venezolanos. Por tanto, no se comprende esta mayor exigencia, salvo que se percate que lo que reside en el fondo es discriminación sobre un colectivo que se percibe como inferior, por eso esta medida, según el sociólogo Luis Eduardo Thayer, institucionaliza el racismo.

Esta doble moralidad devela que lo que se castiga más allá del no ser nacional, es la pobreza, es decir, retomando a Adela Cortina, lo que molesta es que ciertos foráneos no serían capaces de responder a un intercambio recíproco. De esta forma la pobreza actúa junto con la clase, el color de piel y la etnia como factores que refuerzan la exclusión que sufren ciertos extranjeros, como elementos que posibilitan segregar a determinados individuos sin más. Por eso, tal como reza el título: no cualquiera es inmigrante.

Ya va siendo hora de terminar con esta política excluyente y selectiva que valoriza ciertas vidas y desecha otras.

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