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Opinión

4 de Septiembre de 2018

Isabel Allende recuerda a su padre el 4 de septiembre, el día en que se convirtió en Presidente de Chile

Así es como se puede resumir la noche del 4 de septiembre para millones de chilenos y chilenas, especialmente los más humildes. Lo que triunfó esa noche fue la convicción de poder hacer justicia, respetando la institucionalidad. De poder lograr los cambios sociales que el país demandaba y requería, sin afectar las tradición democrática de nuestro país.

Isabel Allende
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El 4 de septiembre se cumplen 48 años desde el triunfo de Salvador Allende en las elecciones presidenciales de 1970. Es difícil describir la desbordante alegría de aquella noche. Pero todos quienes estuvimos allí coincidimos en algo: conscientes de lo largo que había sido el camino, lo que esa noche vivíamos era el triunfo de la esperanza.

Decenas de miles de ciudadanos salieron a las calles esa tarde en todo Chile. En Santiago, veíamos a miles de trabajadores, obreros, estudiantes, mujeres, caminando y ondeando banderas. ¡La Alameda estaba llena de niños celebrando con bailes y cantos el triunfo! Todos se dirigían hacia la esquina de Alameda y Santa Rosa, donde se encontraba el antiguo edificio de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile, la FECH. Desde allí, mi padre, daría su primer discurso como presidente electo.

Una serena alegría inundaba el ambiente. En un momento, los parlantes dejaron de escucharse a algunas cuadras del lugar. La gente sacó sus radios a pila y en un sorprendente silencio de miles y miles de personas en plena calle, lograron escuchar sus palabras.

En todos nosotros existía plena conciencia de las dificultades que enfrentaría un gobierno popular. Sabíamos, porque la historia reciente de América Latina así lo mostraba, que alzarse en contra de la injusticia no era fácil para un pequeño país. Sabíamos que otros países ya habían sufrido la acción desestabilizadora del gran capital.

Éramos conscientes, también, de que el camino escogido por la mayoría en nuestro país era inédito. Producir un profundo cambio social en democracia, con pleno respeto de las libertades civiles, del Parlamento democráticamente elegido, respeto a la libertad de opinión, a la libertad de prensa, a la libertad de culto, era un camino desdeñado por parte de la izquierda latinoamericana. Pero las convicciones democráticas de mi padre eran intransables. Al socialismo se debía llegar en democracia, pluralismo y libertad.

¿Por qué ante tanta dificultad se anteponía la alegría esa noche? Era una alegría sana, profunda de un pueblo que sabía de las limitaciones. Era la serena alegría que entrega la esperanza.

Así es como se puede resumir la noche del 4 de septiembre para millones de chilenos y chilenas, especialmente los más humildes. Lo que triunfó esa noche fue la convicción de poder hacer justicia, respetando la institucionalidad. De poder lograr los cambios sociales que el país demandaba y requería, sin afectar las tradición democrática de nuestro país.

No hay que engañarse: el Chile de 1970 era un país que recién comenzaba a sacudirse de la estructura oligárquica tradicional. La democracia aún no entregaba respuesta a la ciudadanía, a los obreros, a las masas que llegaban del campo a la ciudad para dejar atrás el hambre y la miseria que existía en el mundo rural. La pobreza, la desnutrición, la falta de vivienda digna, la falta de educación, la insalubridad, las enfermedades, afectaban a vastos sectores de la población. Los esfuerzos de algunos gobiernos progresistas, como Pedro Aguirre Cerda o Frei Montalva, aún no lograban mitigar esta impactante herida en la sociedad chilena.

Con Salvador Allende llegaba esa esperanza. Esa noche, la democracia no era solo el gobierno del pueblo, era también el gobierno para el pueblo. La democracia adquiría una segunda dimensión de justicia para todos. A la justicia de la libertad se añadía la justicia de la igualdad. Sabíamos que no sería fácil, pero teníamos el compromiso de jugarnos por esos cambios.

Han pasado muchos años desde entonces. Errores propios y horrores ajenos. Muchos de los nuestros cayeron. Hoy, cuando la confianza en la política y en la democracia se ha debilitado, es bueno recordar los momentos luminosos que nos llenaron de alegría y alimentaron nuestra esperanza.

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