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Cultura

4 de Octubre de 2018

Recomendar libros, desarmarse

Libro: Las pequeñas virtudes, Natalia Ginzburg

Gerardo Jara
Gerardo Jara
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Voy una vez a la semana a hablar de libros a una radio. Lo que voy leyendo y cómo se va relacionando a otros libros que encuentro. Un segmento bien autorreferente. En fin, trato de que el programa resulte ligero, entretenido, algo absurdo también. Tratamos de no tomarnos tan en serio.

Entonces hablo de libros una vez a la semana con Macarena, periodista encargada de guiar el asunto. Ella me mira, recita el correspondiente inicio, y me dice: Ok, Gerardo, ¿Que nos vas a recomendar hoy? y ese día ya andaba algo trastocado por el trabajo en librería y le digo: “A ver Maca, pensaba, y no se si podría llegar y recomendar. Soltar así no más un libro a todo quien escucha. Para recomendar tendría que conocer a cada uno de ellos, sentarme a escuchar sus gustos, pensar en ello, en el correcto. No sé si podría”. Macarena me miró perpleja. Lo siento, Maca.

Recomendar libros puede ser íntimo, personalizado al menos; como cocinarle a alguien, como mentir. Lo es ya que primero debes establecer un nexo para convencer (o engañar). Me imagino la edificación de puentes: conocer la tierra a la que nos queremos conectar, su estado, fortaleza y debilidades para así entonces construir correctamente. Puentes que no tengan siempre un provecho recíproco, que no siempre cuente con el beneficio de las dos partes. Pasajes que se puedan derrumbar después de construidos, armar para invadir, desarmar para que nunca más puedan ser ocupados. Puentes egoístas.

Para recomendar hay que saber qué preguntar, saber tantear el deseo o carencia y ver que puede ser útil. La lectura puede ser un puente y no a la tierra prometida. Nos lleva a un sitio, claro, ¿Cuál? Depende del libro, pues.

“¿Es entonces la literatura un goce?” pregunt a Maca, ella dice que sí y yo -como buen idiota- respondo que no, que la literatura no es un goce, al menos no a priori. Durante la historia, el libro (o la literatura) ha funcionado más bien como un ejercicio en constante construcción que ha intentado dejar en piedra nuestro presente e imaginar el futuro. Lo interesante es que pasa el tiempo y este experimento muta y también nosotros. Es un espejo torcido que dependiendo el ángulo refleja lo que hay detrás, arriba o abajo nuestro. Si usamos la memoria podemos compararnos con el presente y armar conclusiones, y si nos proyectamos ensayar lo que ocurrirá. Incluso podría ayudarnos a ser más cautos.

Contar historias, el rito circundante a ello y el hechizo que emana cada vez que se hace. Los rusos del siglo XIX, eternos cahuineros, es un ejemplo de construcciones morales que incomodan, y la destrucción e incongruencia de esclavizarnos a las mismas. La Biblia, el poema de Gilgamesh, el Popol Vuh, todos relatos que han de explicar cómo hemos llegado, de qué forma relacionarnos y hacía dónde podríamos terminar. El desastre, claro, siempre ha sido inminente así que no hablemos de éxitos.

“Maca, yo leí este libro y me destruyó” dije un día. “¡Gerardo! ¿Por qué buscas eso?” ah, Maca, si lo supiera te explicaría, pero algo hay de entretenido en leer y resquebrajarse. La idea de la lectura como acto solitario choca con la del libro como un acompañante; no somos partícipe de su desarrollo, más bien observamos en que ha trabajado el escritor. Somos voyeristas. Mirones de pasivos.

Me siento un mirón, por ejemplo, cuando leo los ensayos de Natalia Ginsburg (Palermo, 1916). Leer sobre sus zapatos rotos, intentar escribir poemas teniendo catorce años, tener ropa ajada, estar abrumado frente a futuros inciertos…¡pero posibles! si se toma acción ciega y sorda. Mirar lo que le sucede pero no ser partícipe de ello, me imagino fisgoneando por sobre su hombro lo escrito desde su máquina (¿usaba máquina?). Porque ella a partir de ejemplos cotidianos abre reflexiones como si fuesen puertas mañosas; tablones de madera, viejos gruesos, típicos renglones, que por desesperados y torpes no sabemos mover.

¿De qué nos sirve ahorrar, explica ella en Pequeñas virtudes (Acantilado), tener esta actitud celosa con el dinero, si la idea es que se mueva entre nosotros de forma libre para relacionarnos lo menos posible con ese objeto caprichoso? ¿De qué sirve amarrarnos a papeles y metales que al parecer siempre serán insuficientes? Qué rabia saber que estos objetos no se mueven de sus cunas egoístas y ver como algunos se gastan sin decoro. La rabia es mía; Ginzburg no se caliente la cabeza con eso. Los caldos de mate los deriva a economistas y políticos que -imagino- intentan acabar con la desigualdad. Ella prefiere mantenerse ciudadana, opinóloga, y proponer una manera licenciosa de manejar el dinero: usarlo sabiendo que como llega se va.

Natalia habla también de las relaciones humanas y logrando clasificarlas, magistralmente, en asombro, cuestionamiento, rechazo, propuesta y conciliación. De niños nos asombramos por las extrañas palabras que ocupan los adultos; de adolescentes las reformulamos y hasta creamos algunas dialectos propios para comunicarnos con nuestros símiles: otros pajarones y pajaronas. Ya crecidos y pseudo autosuficientes, rechazamos lo que en un principio no entendimos e intentamos armar nuestro propio mundo lejos de lo viejo ¡oh, los adultos!

Peludos y hediondos tratamos de llevar la fiesta tranquilos, recibiendo quejas, haciendo el mal, entendiendonos torpes y complicados. Ya casi al final nos convencemos que nuestra vida ha sido un caos, y parece que ha sido así siempre ¿Qué hacemos entonces? Buscar paz, solos, o acompañados. Acompañados de quien pensamos puede llegar a ser el ideal. Entendemos después de un tiempo que es mejor deshacerse de “lo ideal” y nos quedamos calmos con ese que se terminó quedando porque nos entregaba paz. Buscábamos eso: la tranquilidad.

No es formular una explicación ni develar un misterio, es rendirse frente a esto que es enorme y no alcanzamos a dilucidar: ¡la vida misma! ¡LA VIDA MISMA, MACA!

Será porque tal vez soy un ingenuo de vientiocho, pero ese texto fue revelador. He quedado desarmado, sin balas ni armaduras, pero así y todo libre, ligero. Dispuesto a barrer las trozos que he dejado tirados por ahí e intentar, una vez más, armarme sabiendo ahora que tal vez no calce. Pensémonos entonces no como vasijas prontas a romperse, sino como puzzles chinos: esparcidos y abiertos a posibilidades. Eternamente desarmados. Recomiendo desarmarse.

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